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Nosotros también liberamos a Dios

El alma y la cítara/6 – La oración saca al Creador de las metáforas-prisión creadas para Él.

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 03/05/2020.

«En mis notas no se encontrará un comentario judío ni tampoco un comentario cristiano. A mí me duele el hombre, no tengo otra guía. Y como acto de piedad lo transmito».

Guido CeronettiEl libro de los salmos.

El salmo 6 nos ayuda a recordar que el Padre no quiere el sufrimiento y la enfermedad, y que si se lo pedimos sabe “volverse” cercano.

Cualquiera que haya atravesado el vado de una enfermedad grave habrá aprendido que la enfermedad no afecta solo al cuerpo. Mejor dicho: habrá comprendido que el cuerpo es materia y espíritu entrelazados, carne espiritual y espíritu encarnado. Las enfermedades son preguntas que nos hacemos a nosotros mismos y a los demás. Son algunos de los pocos momentos de verdad que nos toca vivir. Cuando acabamos en una cama de hospital - y pensábamos que eso era para otros - termina el tiempo de la ficción y empieza el tiempo de la verdad y de las preguntas desnudas. Dejamos de conformarnos con las medias mentiras que decimos a los demás y a nosotros mismos. Los informes médicos y los diagnósticos se convierten en el lenguaje de una nueva relación auténtica con la vida y con el mundo. Por eso, una enfermedad también puede suponer el anuncio de una gran bendición. Y precisamente entre el sufrimiento y la bendición es donde anidan las insidias religiosas de la enfermedad. El hombre antiguo dirigía sus preguntas a Dios, en primer lugar. Nosotros hemos empobrecido los lenguajes de la vida, y dirigimos las preguntas sobre todo a la ciencia y a los doctores. Pero si la enfermedad se agrava, antes o después llegan también las preguntas profundas: “¿Por qué a mí?”, “¿qué es lo que ha ido mal en mi vida?”, “¿por qué?”. De vez en cuando, incluso en nuestro mundo despoblado de dioses, regresa la tremenda pregunta: “¿Qué culpa me ha hecho merecer este dolor?”. Es muy difícil salir inocentes de una enfermedad grave. 

Raramente nuestras preguntas llegan hasta Dios. Dios se ha vuelto demasiado trivial para nosotros como para poder sentirlo cerca en la verdad del sufrimiento. Pero a menudo nuestras preguntas llegan cerca y se detienen a un palmo del cielo, aunque no lo sepamos – pero los ángeles lo saben y nos ven siempre. Los primeros salmos del salterio nos presentan distintos modelos de oración, es decir distintas condiciones existenciales en las que el hombre aprende a hablar con Dios: el acorralamiento de los enemigos, la acusación injusta, la esperanza. Aprende: el desarrollo de los salmos es también un aprendizaje del arte de la oración. En los monasterios se entendía la liturgia como arte, como profesión – tal y como nos desvela la ambigua semántica de esta preciosa palabra. Los salmos son muchas cosas; entre ellas, una escuela de oración. Cuando sintamos nacer en el alma la necesidad de la oración, podemos abrir el libro de los salmos, repasarlos uno a uno y detenernos en el que sentimos como nuestro. Y mientras empezamos a cantarlo, nos daremos cuenta de que sus palabras eran las nuestras, y no lo sabíamos: «Despertó Jacob del sueño y dijo: Realmente el Señor está en este lugar y yo no lo sabía» (Gn 28,16). El primer salmo, el que nos ha enseñado a orar, será nuestro salmo – y al final descubriremos que el primer canto y el último son el mismo canto.

Con el salmo 6, el espacio antropológico de la oración se ensancha todavía más. Un hombre se enfrenta a una larga y grave enfermedad. Y se pregunta: «¿Es tu colera, Señor, la que me corrige? ¿Es tu furor el que me castiga? ... Señor, ¿hasta cuándo?» (Salmo 6,2-4). Dios es el primer interlocutor de ambas preguntas. Pero el hombre antiguo, a la dimensión vertical de las preguntas desnudas añadía también la horizontal. Yo, Dios y los otros: este era su espacio ternario. Por eso, después de dialogar con Dios, el salmista (y nosotros con él) busca otros aliados en la culpa, y casi siempre llega a la pregunta interpersonal: “¿De quién es la responsabilidad de lo que me ha ocurrido?” ¿Quiénes son mis enemigos?”. El diálogo con la propia alma y con Dios se convierte, día tras día, en un diálogo también con los otros, buscando verdugos alrededor: «Apartaos de mí, malhechores» (9). Los compañeros, el jefe, los competidores, mi comunidad, los médicos: el alma se expande buscando la gramática del dolor. No somos capaces de aguantar mucho tiempo sin dar nombre a nuestros sufrimientos, porque sabemos que solo llamándolos por su nombre podrán mostrar un rostro desconocido, tal vez bueno.

La sabiduría antigua desarrolló una hermenéutica compleja, capaz de descifrar el dolor, la enfermedad y la desventura. Ahora añadía una dimensión decisiva: quienes experimentan la enfermedad y el sufrimiento lo viven como castigo por sus propias culpas o por las de su familia. El dolor es la cuenta que reclama el cielo para restablecer un equilibrio roto por algún pecado. Esta visión retributiva-económica de la fe siempre ha cosechado un gran éxito, porque es extremadamente sencilla. Demasiado sencilla para ser verdadera. Una fe así funciona, porque desempeña a la perfección la función de salvar el equilibrio ético del mundo y de justificar a la divinidad, que, gracias a este recurso religioso, siempre cae de pie, siempre sale inocente de nuestras desventuras. Así es como las religiones se han convertido muchas veces en mecanismos morales, que salvan la justicia de Dios sacrificando la inocencia de los hombres.

Por otro lado, la retribución debía tener lugar en esta tierra. La contabilidad entre los hombres y Dios no se extendía más allá de la vida: «En el reino de la muerte nadie te invoca, en el abismo ¿quién te alabará?» (6). La muerte es el reino de la nada; y, aunque Dios habite en los cielos, la tierra es su casa. Su voz resuena bajo el sol, necesita la caja de resonancia de las montañas, los mares y el espacio infinito del corazón humano. Una teología de la retribución sin paraíso es aún más exigente, y por eso usa nuestro dolor como moneda para saldar las cuentas. Pero en este salmo 6, el autor no acepta impasible y resignado su destino. Dialoga, discute, lucha con Dios y con su propia desventura. Le pide a Dios que cambie, que responda a su pregunta: “¿hasta cuándo?”. Le pide que se vuelva: «Vuélvete, Señor» (5). La vuelta alude a la posibilidad de que Dios cambie de dirección, se convierta. El Dios bíblico es un Dios que sabe volverse, si nosotros se lo pedimos.

La grandeza teológica y antropológica de los salmos la encontramos en frases como estas. Son oraciones al Dios del todavía no: le piden que se convierta en lo que todavía no es. El hombre de los salmos no se siente prisionero de su destino ni de su fe, y se atreve a preguntar a Dios: “¿hasta cuándo?”. La oración se encuentra con la religión y la resucita. La oración es también eso: una persona que en la experiencia del espíritu ya no se siente esclava sino liberada, y libre consigue liberar a Dios de las jaulas donde lo encierra la teología y la religión. Por eso, Dios tiene necesidad de nuestra oración, al menos tanta como nosotros tenemos de Dios. La oración bíblica se convierte en nuestro primer ejercicio de libertad: un hombre liberado que consigue liberar a su Dios.

Hay un último mensaje. Las palabras que el salmista usa en el segundo versículo (hwkyh + ysr) son el binomio de la pedagogía, las expresiones de la educación de los adolescentes por obra de sus padres y maestros. La traducción del biblista Alonso Schökel es significativa: «no me reprendas con ira, no me castigues con cólera». Hasta ahora habíamos encontrado una imagen de Dios como juez y un lenguaje forense (los encontramos también en este salmo 6). Ahora la oración pide a Dios que deje el tribunal y entre en las relaciones educativas primarias. La enfermedad ya no se entiende como una pena para expiar una culpa, sino como un castigo dentro del paradigma educativo de aquel mundo. Y aquí que vuelve, puntual, el libro de Job, cuando el cuarto “amigo”, Elihú, irrumpe en la escena trayendo consigo la explicación pedagógica del sufrimiento: «Otras veces lo corrige en el lecho del dolor con la agonía incesante de sus miembros» (Job 33,19). Job no replica a Elihú, no le convence la explicación del sufrimiento como instrumento del que Dios se serviría para darnos una “lección”. Job calla. El salmista parece aceptar la explicación pedagógica, pero el diálogo continúa y le pide a Dios que “se vuelva”. Parte de la metáfora, pero no se conforma con ella.

Si nosotros queremos repetir hoy la misma experiencia del salmista, debemos seguir pidiéndole a Dios que se vuelva, y por tanto liberarlo también de esta metáfora pedagógica tan presente en la Biblia. Después de haber superado las metáforas jurídicas y económicas que han intentado (e intentan) aprisionar la libertad de Dios dentro de nuestras categorías retributivas, ahora no podemos quedarnos tranquilos y en paz con una religión que asocie nuestros sufrimientos a alguna intención educativa por parte de Dios. Debemos estar por lo menos a la altura de Job y callar con él, o a la del salmista y pedirle a Dios que “se vuelva”. Y aquí se nos desvela una cosa nueva sobre la oración. Cuando abrimos la Biblia y encontramos una palabra, un salmo o el canto de un profeta, la Biblia sigue viva y operante si somos capaces de revivir la misma experiencia del autor antiguo; y, por tanto, si nos atrevemos a pedir a Dios que se convierta en lo que todavía no es, que siga cambiando, que se vuelva para nosotros, para mí. De este modo seguimos liberando a Dios. Somos liberadores de Dios, y no lo sabíamos. ¡Qué dignidad infinita!

La enfermedad y el sufrimiento son acontecimientos humanos, forman parte de nuestro repertorio. A nosotros nos corresponde hacer todo lo posible para mantener a Dios fuera de la responsabilidad de nuestro dolor, y después trabajar sin descanso para reducir el dolor y el sufrimiento de los seres humanos y de todos los seres vivientes. Si entre el sudor de las noches en la cama de un hospital queremos ver la mano de Dios, debemos reconocerla en las de los enfermeros y médicos, en la de aquellos que nos enjuagan la frente y lloran con nosotros. Dios no quiere nuestro dolor, pero nos acompaña cuando llega. En el Gólgota, el Padre estaba en la misma cruz que el hijo, enjuagándole la frente y gritando con él. Todos los demás espíritus que rodean nuestro dolor son demonios, y debemos repetir con el salmista: «Retiraos derrotado al momento» (11).

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