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Economía de Comunión a lo largo del gran río. Algunos flashes desde la República Democrática del Congo

Diario de viaje y de encuentros en el marco del Primer Congreso Nacional de Empresarios de Economía de Comunión que ha tenido lugar en Kinshasa del 16 al 18 de enero de 2020.

Benedetto Gui

La carretera que conduce desde el aeropuerto hasta Kinshasa, anchísima, está llena de automóviles, SUV y microbuses de todas las edades, tamaños y condiciones. Predomina el color amarillo, el de los innumerables medios de transporte privados (incluidas las motos y los vehículos de tres ruedas) que llevan pasajeros ante la ausencia casi total de transporte público.

Aunque ya es de noche, las dos franjas de tierra que hay a los lados de la carretera son un hervidero de actividades, desarrolladas en puestos precarios y sin dejar espacios libres, que van desde la venta de todo tipo de mercancías hasta la preparación de comida y el suministro de servicios on-the-road a una población de 15 millones de habitantes de esta capital del África Subsahariana. Entre los automóviles que circulan y entre las zonas de separación de los carriles se adivinan con dificultad sombras de peatones, grandes y pequeñas, que, a falta de semáforos, esperan el momento oportuno para cruzar la gran arteria. Siento angustia. Si desde la independencia hasta hoy no hubieran sido asesinados precisamente los líderes a los que más les importaba el bienestar de la gente corriente – nos dirán a continuación – tal vez las cosas hoy serían distintas.

Mientras el tráfico se bloquea por una serie de embotellamientos causados por unas obras que llevan meses paradas, nuestro amable conductor nos cuenta que ha participado en el curso para jóvenes emprendedores africanos que se realizó en Fontem en 2017. Ha estudiado informática y consigue ejercer el oficio, junto con algunos compañeros, aunque de manera informal. Eso por el día, ya que por la noche se dedica a su pequeña iniciativa empresarial: una panadería que debe tener deshornadas las barras de pan antes de las cuatro de la mañana, a tiempo para que las vendedoras de la calle que viven en el barrio puedan cargar sobre sus cabezas los grandes cestos de plástico con los que aprovisionan sus puestos de venta esparcidos por la ciudad. Aquel curso – nos dice – supuso un buen impulso para todos los congoleños que participaron en él; algunos estaban dando los primeros pasos y otros tenían necesidad de consolidar su pequeña empresa ya en marcha.

Durante los siguientes días, nos encontramos en medio de unos sesenta congresistas (primer congreso nacional de EdC titulado: "Economía de Comunión: una respuesta a la crisis económica y ambiental de la República Democrática del Congo"). Entre ellos hay un robusto grupo de promotores (¡enhorabuena por el compromiso y por los contenidos, también académicos!) y un buen equipo de jóvenes que se han remangado y han asumido sus pequeñas o grandes responsabilidades económicas. La propuesta que reciben es la de una economía emprendedora (muy necesaria para ir más allá de las micro-actividades de calle), sensible ante la dignidad de las personas y dispuesta a compartir (¡qué necesario!), pero también “disciplinada”, para superar la improvisación y la confusión entre gastos de la empresa y gastos familiares (dos puntos débiles que aquí hunden a muchas empresas). La propuesta se apoya en las historias y en las palabras de aquellos que ya han emprendido con decisión este camino: formación de los trabajadores, de la que podrían aprovecharse otras empresas (“No importa. Nuestro país necesita personas competentes”); apoyo a los jóvenes que de otro modo tendrían pocas oportunidades (¡cuántos se ven por las calles dedicados a pequeñas actividades de supervivencia!); adecuación periódica de los salarios al aumento de los precios para salvaguardar el poder adquisitivo de la familia, a instancias del empresario ya que los contratos no prevén ninguna actualización en función de la inflación; apertura a miembros de otras comunidades religiosas o de otras tribus, cosa que aquí no puede darse por descontada.

He aprendido muchas cosas que no sabía – dice en el estrado un joven empresario que instala paneles solares – y otras las practicaba sin saber su nombre, como, por ejemplo, informar a los empleados de forma transparente”.

¡Así es como hay que tratar a los trabajadores, precisamente como se decía estos días! ¡Es lo único que funciona!” – afirma otro, que lleva el nombre de un antiguo filósofo cuyos méritos desconoce, pero cuya sabiduría comparte (después descubriré que lleva muchos años trabajando tanto en su pequeña actividad de informática como por cuenta ajena, dirigiendo a veinte personas).

Entre los participantes no faltan propietarios de empresas más grandes. Después tendremos la posibilidad de visitar algunas de ellas, adentrándonos por calles secundarias (de tierra batida, pero en algunos tramos casi pavimentadas con botellas de plástico aplastadas, con profundos baches, a veces llenos de agua). Una empresa gestiona un laboratorio de análisis médicos (y pronto tendrá otro en una ciudad del interior) con un estándar que no esperaba, y además importa y distribuye suministros sanitarios por todo el país (incluidas las organizaciones internacionales que operan en el desventurado Este, afligido por décadas de feroz guerra civil y ahora por el virus Ebola). Otra empresa construye en las pequeñas y carísimas parcelas de terreno edificable de esta complicada megalópolis; las casas nuevas destacan por encima del mar de casuchas y barracas que antes o después esperemos que puedan crecer y consolidarse. Otra empresa – en fase de consolidación – transporta productos agrícolas desde las zonas semi-aisladas del interior a la ciudad, aventurándose por carreteras maltrechas con dos antiguos y gloriosos camiones Mercedes bien repintados; los motores fueron comprados en el mercado de segunda mano europeo por los socios españoles que han querido dar una oportunidad al proyecto; entre permisos y expedición ha pasado un año hasta que han llegado, lo que dice algo acerca de las dificultades de hacer empresa en algunas latitudes.

De vuelta al aeropuerto conseguimos librarnos de la policía de tráfico que siempre es capaz de encontrar – no sé – un espejo cuarteado, mientras circulan vehículos que no tienen ni siquiera el hueco para los faros. Pero esto es suficiente para conseguir de los automovilistas algún dólar, que difícilmente llegará a la institución competente (digo dólar porque los francos congoleños se usan para los negocios de menor cuantía). En compensación, nos encontramos con un ejemplar del famoso guardia robot (de diseño y producción congoleños) que abre y cierra los brazos para regular el caótico tráfico en un cruce.

Pienso en esta parte de nuestra comunidad mundial, con una población tan pobre a pesar de ser tan rica, no solo en recursos naturales (demasiados, de ahí muchos de sus problemas), sino también en capital humano (si no conocéis algunas funciones de vuestro smartphone, el primer joven que pasa podría daros un cursillo acelerado) y en generosidad. Faltan otras características individuales y colectivas. La Economía de Comunión puede aportar una buena dosis. Y también un poco de luz.

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