De adultos podemos gozar la vida solo ralentizando, frenando la carrera, encontrando un lugar, dos como mucho, para después naufragar en este mar. Parece un disminuir, pero en realidad es un aumentar la buena vida...
Luigino Bruni
publicado en Messaggero di Sant'Antonio el 04/07/2025
Hace unos días, una amiga mía, hablando de las vacaciones de su madre, me decía: “Va a pasar las vacaciones en el pueblo al que va todos los años, ahí está muy bien, ‘se goza ese lugar’”. Me impresionó pensar en aquella señora ya anciana que logra “gozar” la vida. ¿Por qué? Hay muchas maneras de “gozarse” la vida, hoy igual que ayer, en todo el mundo y a cualquier edad.
Está el modo de los jóvenes, cuando la energía infinita y el infinito deseo de vida los lleva a encontrar placer en muchas cosas, casi en todas; porque la vida que gira en sus mediodías arroja luz sobre lo que está a su alrededor – una carrera en la mañana, una noche de pizzería, una charla de lágrimas y abrazos: los jóvenes encuentran vida y alegría de vivir en todo (aunque habría que entender mejor qué le pasa a esta alegría en las tantas horas solitarias frente a los celulares…) -.
Luego está la vida que gozan los niños. Ahí todo es verdaderamente gracia. Los niños gozan la vida simplemente viviendo, no importa lo que hagan, la gozan aunque se queden dormidos en cualquier lado. Siempre corren, se mueven, preguntan, confían en cualquier adulto que confunden con sus padres y parientes (y esta es su vulnerabilidad especial). La vida envuelve todo con su plenitud: no hay edad como la infancia en la que se goce la vida. Por eso es esencial el contacto con los niños, para el buen vivir de todos.
Gozar la vida se hace más complicado como adultos y como viejos. Es difícil porque se reduce la generosidad y la gratuidad natural de la juventud y crece la tendencia/tentación de buscar la vida para consumirla. Sentimos que la vida se escapa y, para no perderla, pensamos en detenerla unos momentos capturándola, poseyéndola, devorándola. Corremos para agarrar la vida de afuera: restaurantes, aperitivos, diversiones, cruceros, vacaciones todo el año. Se comete el error del Ulises dantesco que busca una salvación afuera, más allá de las columnas de Hércules. Nos comemos la vida, devoramos personas y todo lo que encontramos. Y cuanto más envejecemos, más aumenta todo esto.
Y, por último, están las vacaciones de la mamá de mi amiga: espera todo el año ese lugar, ese lugar único, ese sitio donde encuentra algo íntimo. No es un hotel cinco estrellas, no es un restaurante con chef: es un hogar, un buen vientre, un òikos, un ambiente exterior y totalmente interior. Allí sucede algo parecido a lo que vivía el hombre de la antigüedad cuando entraba en el templo, o cuando el monje entra en el coro: se traspasa el tiempo y se acaricia la eternidad.
De adultos podemos gozar la vida solo así: ralentizando, frenando la carrera, encontrando un lugar, dos como mucho, para después naufragar en este mar. Parece un disminuir, pero en realidad es un aumentar la buena vida, es aprender de adultos a gozar de verdad la única cosa verdaderamente esencial: la vida.
Credit Foto: © Giuliano Dinon / Archivio MSA