Economía de la alegría/9 – El cristianismo pierde su fuerza transformadora si el Evangelio se convierte en un manual para “unificar” en lugar de “disolver”
Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 01/07/2024
En el corazón del Jubileo y de su humanismo está el shabbat, el sábado, lo venimos repitiendo en distintos grados desde el primer capítulo de esta serie. Un shabbat que es el alma profunda de toda la Biblia, del Antiguo y del Nuevo Testamento, su fermento, el sentido de su visión de Dios, de las relaciones y del mundo.
Jesús de Nazaret no podía no amar el shabbat, una institución bíblica profundamente coherente con la ley de su Reino, con su gratuidad y con su fraternidad universal, que incluye tanto a los lirios del campo como a las aves del cielo. El shabbat era la garantía del nuevo mundo que él anunciaba, un shabbat continuo y para siempre, donde no hay diferencia entre libres y esclavos, entre hombre y mujer, entre humanos y animales, entre nosotros y la tierra, donde el séptimo día es el cumplimiento de la profecía de todos los días. ¿Por qué entonces los evangelios hablan de un Jesús que violaba mucho las normas del shabbat?: “Aconteció que Jesús pasaba por los sembrados en sábado, y sus discípulos se pusieron a caminar arrancando espigas. Entonces los fariseos empezaron a decirle: ‘Oye, ¿por qué ellos hacen lo que está prohibido en el día de descanso?’” (Marcos 2:23-24). Y en el Evangelio según Juan: “Jesús le dijo: —‘Levántate, recoge tu camilla y camina’… Pero aquel día era sábado” (Jn 5:8-9b). Y podríamos seguir con muchos otros episodios que nos muestran a Jesús como un transgresor serial del shabbat y de otras normas de la Ley de Moisés (por ejemplo el ayuno).
¿Qué era entonces el shabbat para Jesús y para su comunidad? El Reino de los cielos es una liberación para toda religión. El shabbat sería, en la lógica bíblica profunda, el dispositivo espiritual para proteger a la Alianza de que se convierta en una religión como la de los otros pueblos. Toda la Biblia es un intento tenaz por liberar a su Dios, YHWH, de la lógica de las religiones vecinas. A través de Moisés, Dios había ofrecido la Ley-Torá, lo sabemos, pero esa ley era diferente a todas las otras, sobre todo por la presencia del shabbat que hay en ella, y por lo tanto por el año sabático y el Jubileo, un fragmento de la ley paradójico y profético, que el Nuevo Testamento sintetiza en la confrontación entre Moisés y Cristo. Para la profecía bíblica, el shabbat no es la excepción a la regla de la Ley, es por el contrario su profecía, lo que convierte a la Torá en algo más que el texto fundacional de una religión. Si entonces el shabbat se convierte en una prescripción de la Ley, si se vive no como una sublimación de la Ley sino como una norma religiosa entre tantas otras, el shabbat ya no es ni sal ni levadura, pierde su principio activo y no hace más que reforzar la naturaleza jurídica de la religión. El judaísmo que Jesús conoció, o al menos el que nos narran los evangelios (teñidos de una polémica antijudía), es como si hubiera perdido ese sentido subversivo y profético del shabbat. Jesús veía que los hombres habían transformado un don de YHWH en un impedimento para los hombres en beneficio de Dios. Una operación muy común en todas las religiones, que casi siempre termina volviéndose una limitación a libertades humanas reales, por ofrendas imaginadas agradables a Dios. Y Jesús, con una frase original, probablemente suya (“el sábado se hizo para el hombre, y no el hombre para el sábado”: Mc 2:27), nos dice algo fundamental acerca de su visión sobre Dios, el mundo y la vida. El ‘Hijo del hombre’ se presenta como ‘señor del sábado’ (Mc 2,28) para liberarnos de los tantos sábados equivocados de nuestras religiones y de nuestras ideologías. Para que se reapropien del verdadero sentido profético del shabbat, Jesús les pedía a sus discípulos que se liberaran de la ley del sábado para encontrar el espíritu del sábado. Algo muy similar a la relación con el templo: el shabbat es la verdadera ‘adoración’ que Jesús le anuncia a la Samaritana (Jn 4). El shabbat es el templo del tiempo, y al Dios bíblico solo se lo puede encontrar liberándose del templo y del shabbat para reencontrarlos a ambos ‘en espíritu y verdad’.
El mensaje de liberación de Jesús del shabbat de la religión se dirige también a su iglesia, a los cristianos de ayer y de hoy, y es una invitación constante a liberarse y a liberar las nuevas leyes que la misma iglesia creó desde los primeros tiempos.
El encuentro con Jesús libera de toda religión de la Ley, incluso al mismo cristianismo, incluso a la misma idea/ideología que cada cristiano se hace de Jesucristo. Es posible encontrar a Jesús si somos capaces de librarnos también de su religión, para encontrar su Reino. Esta es su metanoia, el giro en U de la vida, que cuando se cumple nos ubica en otro mundo, en una nueva ciudad. El Reino no es una religión, sino la liberación de todo culto para entrar en la edad del espíritu. No se entra en el evangelio, y mucho menos en Pablo, sin esta comprensión de la metanoia. El Reino que anuncia Jesús es antes que nada una liberación del peso que las religiones ponen en la espalda de sus fieles. Cuando entonces se encuentran la persona y el mensaje de Jesús, si se está dentro de una religión, la primera operación es liberarse, liberarse de sus ataduras, hacer metanoia, renacer en el espíritu para empezar de nuevo a creer como niños. Esta operación fundamental se repite después muchas veces en la vida. Porque cada idea nueva de Dios expele pronto a su ídolo (de una comunidad, de un movimiento, de una persona, de nosotros mismos…), que se debe destruir cada día para empezar otra vez a seguir la voz desnuda y sutil. El cristianismo perdió toda su fuerza transformadora y liberadora cada vez que la convertimos en una de las tantas religiones de la tierra, como imago imperi, imperios grandes y pequeños, donde la ley subyugó al espíritu y el evangelio se transformó en un tratado de ética, en un manual para confesores, en un syllabus para ‘unificar’ en lugar de ‘disolver’, para definir quién está afuera y quién está adentro de los confines del imperio, para excomulgar, para defender a toda costa los límites de la ciudadela sagrada. Cuando leemos los evangelios, entonces, debemos tener claro que los escribas, los fariseos, los doctores de la ley con los que Jesús entra en conflicto no son solamente los de su época, sino que son los representantes de la Ley, de la religión y de la teología que cualquier religión engendra, incluida la religión que nace del evangelio de Jesús, aunque él solo quería anunciar un nuevo Reino, el shabbat eterno.
Hay que recordar que en el origen de la fe bíblica hay una experiencia de liberación, y cada vez que no se lee como experiencia de liberación entramos en relación con un ídolo, por más que lo llamemos YHWH o Jesús. Aquella liberación originaria empieza poco a poco a generar cultos, liturgias, dogmas, leyes éticas, clases sacerdotales, etc. Dios empieza a ser imaginado por sus representantes como un ser superior que se alimenta de los sacrificios humanos, y empiezan a enseñar que nosotros debemos reducirnos para que Dios crezca. Una religión que se vuelve un ‘juego de suma cero’ entre Dios y los hombres, donde el dolor de los hombres y las mujeres es la alegría de Dios, y viceversa. Cada conversión empieza con el shabbat shalom, entrando en un nuevo día liberado del peso de los otros seis, en un templo vacío sin tiempo y sin sacrificios.
Pero hay más. Cada encuentro importante con el otro debería estar precedido por un ‘shabbat shalom’, debería ser una entrada a un día distinto, prepararse a recibir un misterio, el misterio que encierra toda persona, el misterio del otro. Esta actitud es buena para cada encuentro interpersonal, pero es esencial en toda comunidad espiritual y carismática. Las comunidades viven bien y son lugares de auténtica liberación de las trampas ocultas en el terreno relacional cuando frente a cada ‘hermano’ y ‘hermana’ sabemos decir ‘shabbat shalom’, cuando somos conscientes de que estamos ante un misterio, y lo sabemos respetar y cuidar. Un respeto que no siempre está presente y que quizás no es esencial en las familias y en las amistades, pero que en cambio es indispensable en las comunidades espirituales. Vivimos juntos, compartimos la mesa, el trabajo, el coro, estamos codo a codo en la liturgia y en las oraciones. Estamos a menudo inmersos en una enorme proximidad, hermandad y sororidad, que son ese ‘bien relacional’ que creamos en todo momento y que nos alimenta como el pan y la leche, todas las mañanas. Pero las comunidades se marchitan si perdemos la consciencia de que esa persona que vive conmigo desde hace años, o décadas, alberga un misterio íntimo, que en gran parte me es desconocido (a los demás y al otro). Es el enmiarsi y el intuarsi que nos regaló la enorme poesía de Dante - “s'io m'intuassi, come tu t’inmii” (Paradiso, IX, 81) – es la vida del paraíso, que en la tierra es siempre una experiencia parcial e imperfecta que debe convivir con la necesaria castidad espiritual que sabe detenerse ante el misterio del otro, que no cede ante la tentación de la gula por su sublime belleza. Y es aprender toda la vida a alegrarse por saber contentarse con esos pocos resquicios que, en las mañanas especialmente luminosas, logramos entrever desde la justa distancia; para después descubrir la felicità del ‘quia’ , es decir, de alegrarnos por aquello que nos es dado: “State contenti, umana gente, al ‘quia’” (Purgatorio, III, 37).
Es la castidad frente a aquel núcleo espiritual irreducible que marca, y debe marcar, un límite en la necesaria pericoresis de la interioridad. Cuando se transgrede ese límite, las comunidades se convierten en compañías de convivientes que, en el mejor de los casos, hacen algunas obras sociales y prestan algunos servicios beneméritos y, en el peor, producen dolor, neurosis, violencia.
En cambio, una comunidad sabática es aquella que le pide mucho a todos, donde todos y cada uno viven auténticas relaciones de comunión y de cercanía, donde reina la responsabilidad mutua de todos y para todos, donde cada uno ve a los demás cambiar, evolucionar, sufrir, gozar. Por seis días los acompaña, los escucha, los previene, los alienta, pero en el séptimo día sabe detenerse, sabe reconocer y acoger la ignorancia del misterio de ese día diferente del alma, porque aprende que es en ese jardín inmune donde viven las flores más lindas, que no mueren si somos capaces de no arrancarlas.