Economía de la alegría 8/ Los sueños de poder, cultivados largamente por Nabucodonosor, y nuestra dificultad de reconocer en qué momento nos empezamos a creer invencibles
Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 17/06/2025
“No os imaginéis estar por encima de los demás hombres porque vuestro perfil esté desgastado por los dedos de quienes manejan dinero. Porque en verdad no sois más que vigilantes temporeros y poco seguros de leyes variables, de confines inciertos y de tribus volubles… Y si vuestra índole y dignidad os impulsan a la guerra, haced, en nombre de Dios, la guerra a la pobreza, a la estupidez, a la crueldad; la guerra contra la ignorancia de los instruidos y la barbarie de los civilizados”.
Giovanni Papini, Cartas del Papa Celestino VI a los hombres, ‘A los regidores de Pueblos’, 1946.
El corazón del shabbat, por lo tanto del año sabático y del Jubileo, es una larga y dura formación para aprender la justa relación con el tiempo y con su disciplina, que encuentra un eco en la estupenda secuencia de verbos al infinitivo del capítulo 3 de Qohélet – ‘hay un tiempo para…, y un tiempo para…’. El humanismo sabático es también, y sobre todo, la primera lección fundamental para aprender el oficio del tiempo y de los tiempos. El que aprende esta sapiencia especial se ve dotado de un recurso precioso para gestionar las crisis, para mantener las relaciones, para cuidar una vocación, para procesar los lutos y los grandes fracasos, para no perder el hilo de oro de la vida, sobre todo en su último tramo, que, como en cualquier carrera, es decisivo.
Después de haber visto el declive de Salomón, hoy reflexionamos sobre un episodio que tiene que ver con otro rey, esta vez de Babilonia, el gran Nabucodonosor (siglo VI a.C.), que encontramos en el libro de Daniel. Dos relatos que contienen una enseñanza similar con matices distintos. Ambos hablan del shabbat del corazón, del año sabático del alma, del gran jubileo de nuestra vida individual y colectiva. En particular, el relato de Daniel nos ayuda a entender en su esencia más cruda la terrible lógica de la gestión del poder, del éxito y de la grandeza.
“Paseándose por la azotea del palacio real de Babilonia, el rey dijo: ‘¿no es esta la gran Babilonia que yo edifiqué como residencia real, con la fuerza de mi poder, y para la gloria de mi majestad?” (Daniel 4:29-30). El rey está en sus legendarios jardines colgantes. Está acompañado constantemente de un pensamiento potente, que crece hasta volverse el más dominante, el amo y señor de todos sus pensamientos. El rey está convencido de haber realizado un reino extraordinario, una empresa fantástica, y de que todo aquel éxito es fruto únicamente de la ‘fuerza de su poder’, ‘para la gloria de su majestad’. Contemplaba sus conquistas y se complacía en ellas, se sentía el único dueño, el soberano absoluto y omnipotente. ‘Fingía’ en su pensamiento, encantado por otra ‘infinitud’. Pero es ahí que mientras seguía absorto en esa extraña contemplación, irrumpe una voz del cielo: “A ti se te dice, rey Nabucodonosor: el reino te ha sido quitado” (Dan 4:31).
Este paseo real nos revela una ley constante y profunda sobre el ascenso y caída de los pueblos, las comunidades, las organizaciones y las personas. Cuanda la vida funciona y da frutos y éxitos, sobre todo cuando estos son grandes y sorprendentes, tarde o temprano llega el pensamiento dominante de Nabucodonosor. ¿Cómo sería la gramática? Al principio, en una etapa que generalmente coincide con la juventud, las personas y las comunidades que se encuentran manejando grandes talentos, están demasiado ocupadas por la gestión de la vida que corre y crece como para tener el tiempo y las condiciones para formular una teoría de las causas del propio éxito. Viven y punto, porque los jóvenes están incluso en una sensación de conocimiento insuficiente de los propios talentos verdaderos, y no pocas veces están afectados por el llamado ‘síndrome del impostor’. Luego, en la fase adulta, la relación con el propio éxito empieza a cambiar y a degenerar.
Nos empezamos a convencer de que somos nosotros los dueños de eso que generamos, y un día nos encontramos en el jardín de Nabucodonosor. Nos volvemos los soberanos absolutos de nuestros imperios – ningún dictador nace dictador, se convierte un día paseando en su maravilloso jardín.
Lo que le sucede después a este gran rey es tremendo e increíble: “Fue echado de entre los hombres y comió pasto como el ganado. Su cuerpo se empapó con el rocío del cielo, sus cabellos crecieron como las plumas de las águilas y sus uñas como las de las aves” (Dan 4:33). En el espacio de un pensamiento, en el tiempo de un breve paseo matutino, el rey ve cómo se convierte del más grande soberano en monstruo dantesco, en Caco o en Malacoda. De semidiós a hombre lobo.
Cabe señalar un detalle importante. Si leemos la primera parte del capítulo 4 de Daniel, nos damos cuenta de que Daniel (interpretando su sueño del gran árbol talado) ya le había profetizado a Nabucodonosor la transformación en bestia doce meses antes (Dan 4:29). Por lo tanto, pasa un año entre la profecía y su cumplimiento. Preguntémonos entonces, ¿por qué el rey no se detuvo, por qué siguió cultivando su pensamiento durante todo un año, por qué no hizo un giro en U en su vida? La respuesta probable es triste y despiadada: cuando llegan los horribles sueños de omnipotencia en las noches de los reyes (y en las nuestras), es que el declive empezó desde hace rato: el punto de no-retorno ya ha sido superado.
Las enfermedades espirituales del alma se parecen a las del cuerpo. Por lo general, hay un tiempo largo de incubación o de latencia, meses y años en los que la enfermedad crece pero nosotros no lo sabemos. Podríamos intuirlo, alguna vez, si estuviéramos atentos al tipo de vida que llevamos, a la comida, a los hábitos, al stress, a los dolores espirituales profundos, y si fuésemos capaces de escuchar a los amigos (si conservamos todavía alguno) que nos dicen palabras incómodas porque verdaderas. Pero mientras tanto la enfermedad crece, hasta que supera el umbral crítico y nos damos cuenta al fin en qué nos habíamos convertido, sin saberlo. Ese pensamiento en el paseo solitario en el jardín ya había ocupado desde hacía tiempo el corazón del rey, había ocupado totalmente su alma y su vida. El profeta, por su propia vocación, ve ‘en sueños’ los signos de la metamorfosis que ya había empezado sin ser todavía del todo evidente, el profeta ve bestias donde los otros todavía ven reyes, hombres y mujeres. El profeta es el TAC del alma, es la escintigrafía del corazón de las personas y las comunidades, y que por lo tanto ve antes y ve más la salud y la patología.
Cuando un pensamiento, convertido en el tiempo en ideología, se apodera del corazón, la operación más natural que hacemos es deslegitimar a los profetas, creer que ellos son los delirantes, no nosotros. Porque casi todos preferimos una vida de ilusión y no una vida de desilusión, y alrededor de nosotros existe toda una industria de productores y vendedores de ilusiones, con sofisticadas técnicas de marketing. Después, finalmente, llega el día en que la metamorfosis se hace visible a todo el mundo. Pero ya es demasiado tarde.
El tiempo de la bestia que describe Daniel es un tiempo terrible, y muy largo: dura “siete tiempos”. Tenemos miedo, nos sentimos a merced de la vida y de todos, nos nace una nostalgia enorme de todos los ‘sábados’ que no celebramos, embriagados por nuestro éxito. Es el tiempo del dolor inmenso, del exilio, de la verdadera humillación, la que nace con el hocico entrando en contacto con el humus – si el infierno existe, este es su tiempo en la tierra.
En este tiempo largo muchos mueren, algunos logran renacer.
La gramática descrita por Daniel, ya algo muy serio para una sola persona, se vuelve devastadora cuando se refiere a una comunidad entera, a un movimiento, a una institución, a una empresa. Casi siempre, en su desarrollo, llega el día en que se sienten dueños del ‘reino’. Pasan los días y llega el terrible día de la bestia. Las pocas historias individuales y colectivas que no fueron devoradas por su gran éxito son las que supieron hacer shabbat. Son personas, comunidades o empresas que se detuvieron (el verbo shabbat significa también ‘parar’) y que han hecho el giro en U. Se volvieron pequeños, pobres, humildes, frágiles, y luego en el desierto entonaron el canto de la cierva. Destruyeron intencionalmente sus palacios y sus muchos santuarios, visibles e invisibles, se pusieron a caminar descalzos como el primer día, resucitaron arameos errantes, habitantes nómadas de una carpa móvil.
Este shabbat es (casi) imposible, en la vida lo he visto solo en dos o tres personas. El colapso de los grandes imperios es (casi) inevitable – y quizás está bien que se derrumben, para liberar nuevas energías, para usar las piedras de las ruinas y construir nuevas catedrales. Sin embargo, todos podemos aprender a gestionar la etapa que sigue a la caída del imperio. También una destrucción puede ser creadora de un buen futuro, puede ser la antesala de una nueva temporada de la vida, más humana y más verdadera que la de los éxitos y las grandezas del pasado. Puede empezar el tiempo de la verdadera oración, porque en los jardines de Nabucodonosor no se reza a Dios sino solo a sí mismo.
Este buen resultado posible del ‘tiempo de la bestia’ nos lo anuncia Daniel en el mensaje más hermoso de su terrible capítulo cuarto: “Pero al fin de los días, yo, Nabucodonosor, alcé mis ojos al cielo, y recobré mi razón, y bendije al Altísimo” (Dan 4:34). El tiempo de la bestia no es un tiempo infinito. Un día se termina. Pasados los siete tiempos, el rey-bestia alza de nuevo los ojos, vuelve a ser humano, vuelve a mirar al cielo y bendice a Dios. Los infiernos, en la tierra, tampoco son para siempre, del descenso al infierno se puede salir – lo dice el Crucificado, lo dice Dante, nos lo dice nuestro corazón.
Pero Daniel nos enseña algo importante, quizás algo realmente crucial. Aquellos siete tiempos fueron el año sabático de Nabucodonosor. No lo eligió, no lo conocía, no lo quería. Pero lo vivió, porque la vida se lo donó gratuitamente. También para un rey poderoso y cruel existió el don del shabbat. Estos ‘shabbat de la bestia’ son a menudo el último recurso con el que la vida nos salva, impidiendo nuestra muerte bajo los escombros de nuestros imperios. A nosotros nos parece un fracaso inmenso, infinito: y sin embargo no es más que una salvación misteriosa. Ese tiempo terrible de un shabbat obligado era la única salvación posible para aquel antiguo rey. No hubo tiempo sabático más real que aquel vivido, sin desearlo, por el pueblo de Israel durante el exilio babilónico – ¿quién sabe si el autor del libro de Daniel, hablando del tiempo de la bestia de ese rey, no estaba hablando del exilio-shabbat de su pueblo exiliado?
No hemos entendido el shabbat. Nos olvidamos de la Biblia, de todas las oraciones, nos olvidamos de la disciplina de la tierra, pero el Dios de la vida sigue amándonos y, a veces, sin que lo sepamos, viene el shabbat, nos hiere y nos bendice en la lucha. Nos lo anuncia un sueño, un profeta, un amigo. Llega, no lo reconocemos como un don y sufrimos mucho. Y en verdad nos está salvando, pero no lo sabemos. Es una resurrección, pero nosotros solo vemos tres cruces. Nos convencemos de que el tiempo de la bestia va a ser infinito. Y sin embargo, otro día, nos despertamos afuera del sepulcro.