Economía de la alegría 7/ El shabbat del Jubileo nos hace ver en qué momentos nos estamos convirtiendo en el faraón de nosotros mismos, para aprender así a hacer florecer toda nuestra belleza.
Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 03/06/2025
La cultura sabática, que es la que funda el Jubileo, lleva un mensaje antropológico muy importante, porque toca elementos decisivos en el florecimiento de las personas y las comunidades. Y esto es porque el shabbat, y por ende el año sabático, está enlazado con esa capa subterránea y profunda de la Biblia que es la tradición sapiencial. Sin la sapiencia no se entiende el shabbat, y la sapiencia bíblica no vive ni madura sin entender el shabbat, en una reciprocidad admirable. La sapiencia es un hilo de oro en la Biblia, y de los más firmes. Aquel espíritu que en Grecia se manifestó como sophia y philo-sophia, en la misma época aproximadamente, entre Egipto y el Creciente fértil, se convirtió en sapiencia, que en los textos bíblicos alcanzó grandes alturas. La filosofía se origina con el asombro por un mundo que podría no ser pero que es; la sapiencia, en cambio, nace del descubrimiento de una realidad más profunda que la que se muestra a los sentidos, y que contiene palabras diferentes que enseñan el oficio de vivir. El ser humano también se asombra en la sapiencia, pero su primer y fundamental asombro nace del desvelamiento de otro mundo, que incluye la sabiduría inscrita en los tiempos y momentos de la naturaleza, en el reconocer un nido de pájaros, en el saber arreglar con las manos un arado o una motocicleta, en el aprender la ‘cantidad suficiente’ de sal. Es un movimiento ascendente, tan bajo como la tierra, humilde como el humus, popular, que enseña la vida quedándose en el suelo, y ahí, algún día distinto, se huele un perfume más intenso, el de la vida que coincide con el olor de Dios y de sus espíritus. El hombre bíblico es un soñador de un Adán diferente porque ha sido soñado por un Dios diferente.
Esta sapiencia es el aliento que guió, junto al espíritu, la mano de los escritores de muchas páginas de la Biblia. Una de estas se encuentra en los Libros de los Reyes, particularmente en los relatos que hablan de Salomón, hijo del rey David. La parábola de su reino y de su vida solo se entienden a la luz de la sapiencia bíblica. Dios había dado a Salomón justamente la sapiencia, como respuesta superabundante a lo que él había pedido al empezar su reinado: “Dios concedió a Salomón una sabiduría y una inteligencia muy grandes… Era más sabio que cualquier otro hombre (1 Reyes 4:29-31). Por su sapiencia, “Salomón reinó sobre todo Israel” (1 Re 4:1). El Libro de los Reyes empieza entonces mostrándonos a Salomón en su punto más alto de esplendor y de gloria.(1 Re 4,20).
Pero avanzando en la lectura, nos damos cuenta de que la cima del éxito de Salomón coincide con el comienzo de su declive. En efecto, otro día, aquel rey sabio pierde su sapiencia, el gran talento de su vida: “Y cuando Salomón ya era viejo... su corazón dejó de ser íntegro al Señor su Dios… Salomón hizo lo malo ante los ojos del Señor y no siguió plenamente al Señor” (1 Re 11:4-6).
La Biblia no nos dice por qué empezó la decadencia moral de su rey más sapiente. Quizás calla para dejarnos en silencio un mensaje importante y universal: muchos sabios se pierden sin darse cuenta, abandonan el buen camino pensando, durante largas millas, que siguen caminando por la senda correcta. Si luego leemos estos capítulos sobre la decadencia de Salomón a la luz de la sapiencia y del shabbat, puede emerger un indicio importante acerca de este declive – aunque no sea el único. Intuimos que la decadencia empezó quizás cuando Salomón decide terminar su obra maestra, el templo de Jerusalén: “Salomón edificó el templo y lo terminó” (1 Re 6:14). Y acá entra en juego la cultura jubilar y por tanto la del shabbat, que la funda. La incompletud y la imperfección son, en efecto, dimensiones fundamentales del humanismo bíblico. Moisés, después de haber liberado de Egipto al pueblo, la obra más grande, muere sin llegar a la tierra prometida. Los patriarcas, como David, son hombres imperfectos, y así son presentados por la Biblia, lo mismo las matriarcas y muchas mujeres bíblicas. Estupendas y estupendos porque imperfectos, llenos de defectos, de errores, de limitaciones. La santidad bíblica es diferente a la católica, porque es perfección en la imperfección.
Y nos llega también a nosotros. Cuando un día descubrimos lo que parece ser nuestra misión más grande, la obra maestra de nuestra existencia, con este fantástico descubrimiento-revelación nace y crece también la convicción de que el florecimiento de nuestra vida, su realización, consiste en llevar a término esa misión, que nuestra felicidad está en el cumplimiento de aquella vocación. Y así, desde ahí en adelante, le dedicamos a este objetivo las más grandes y lindas energías – no podría ser de otra manera, y está bien que así sea, sobre todo en los jóvenes. Sin embargo, después, otro día, mucho más tarde, intuimos algunas veces algo nuevo. Que dentro de esa obra maestra que estamos construyendo, junto con nuestra salvación se esconde también nuestra derrota. Entendemos, de una manera un poco vaga al principio, que esa misión estupenda se estaba volviendo con el tiempo una ‘maldición de la abundancia’, que esa enorme gracia juvenil se estaba volviendo nuestra condena. Cuando llega esta intuición, que por su naturaleza misma nunca es lo suficientemente evidente, a menudo maldecimos el pasado, el don y la misión, de las que nos sentimos, de golpe, siervos o esclavos, las percibimos como amos que nos han engañado y robado la vida. Hasta que otro día, y este de verdad maravilloso, logramos entender que en ese engaño también había una bendición, aquella que en el dolor nos permitió entender lo que ahora vemos como el gran secreto de la vida. Y ahí comienza un nuevo rezo, se aprende a agradecer de verdad a Dios, o al menos a la vida. Es el día del shabbat del corazón. Un shabbat especial e invisible, totalmente íntimo y secreto, que brota de manera natural como una hermosa flor en su momento oportuno, siempre que la semilla haya sido echada a un buen terreno que la haya acogido y cuidado. Llega como una luz fuerte y dolorosa, que ilumina más el futuro que el pasado, porque señala el único camino posible para continuar viviendo bien, en el olvido de los frutos pasados y futuros.
En estos momentos, raros pero necesarios, se comprende finalmente una misteriosa ley humana, una de las más verdaderas, que solo la sapiencia nos puede desvelar. Cuando la vida nos dio grandes talentos, y uno más grande y más precioso que todos los otros, llega el día adulto en que su ejercicio empieza a quitarnos algo esencial, sobre todo si ese talento se llama vocación - religiosa, artística, científica, familiar… En efecto, nos encontramos, de repente y sin previo aviso, en una encrucijada decisiva. Es el cruce que separa la calle larga y en bajada sobre la que podemos seguir empujando nuestros éxitos alcanzados hasta ahora, de la otra calle, mucho más pequeña, con baches y en subida, que se llama auto-subversión. Es una segunda callecita humilde que te dice: ‘no consumas tu éxito hasta el final, no sigas explotando tus talentos, deja un espacio en tu corazón sin cultivar. Déjalo ir libre en su momento más bello, y empieza de nuevo, pobre y desnudo como el primer día de la juventud. Esta es para ti la única calle sobre la cual terminar ligero el camino en la tierra. Celebra el shabbat’. Es el día en que Sor Juana entiende que debe regresar Juana para poder seguir siendo, de verdad y de otra manera, Sor Juana; el día en que Mario, poeta, entiende que Mario vale más que el poeta. Nos damos cuenta de que aquella vocación-talento que de jóvenes nos hizo volar, de adultos se vuelve de repente una carga, y que para seguir camino solo tenemos que tirarla al mar, después de haberle agradecido. Se vuelve a los sitios de antes de la vocación buscando ese algo que había al comienzo, porque sabemos que tiene que estar todavía ahí.
Es el día en que la mariposa agradece a la oruga y el resucitado al crucificado. Y ya no volverán atrás. Nuestra vocación, el talento y la misión más grande se cumplen si un día descubrimos esa castidad distinta que no nos deja consumir hasta el fondo nuestra vocación/talento, aún cuando después sigamos en la misma casa de siempre. Y entendemos que esa incompletud es simplemente el cumplimiento de la vocación. Y quizás también nos reconciliamos con aquella comunidad, ya menos luminosa y profética que aquella a la que habíamos ingresado de jóvenes, y que en realidad está precisamente cumpliendo su misión.
El centro de este shabbat reside entonces totalmente en una nueva forma de castidad, porque ya no podemos usar nuestros talentos para nosotros, porque si seguimos haciéndolo nos convertimos en el faraón de nuestra vida, y así la apagamos. Y después de haber gastado toda una vida en la búsqueda de la pureza y la castidad, nos damos cuenta de que la castidad esencial es otra, y muy distinta. Es la castidad que hay que vivir contra nosotros mismos, la que nos posibilita no auto-devorarnos rentabilizando toda nuestra alma y nuestra belleza – castidad significa no devorar la belleza de los otros, lo sabemos, pero primero significa no devorar nuestra belleza. Entendemos que llegó finalmente el séptimo día, el séptimo tiempo sabático, el de la gratuidad verdadera, y decimos: shabbat shalom; que la tierra que no se pone en renta y se deja reposar después de 49 años es nuestro corazón, y que el esclavo que hay que liberar somos nosotros. Y así arrancan muchos descubrimientos, todos hijos de este shabbat del corazón: que nuestra más linda sinfonía es aquella inacabada; que nuestra verdadera obra maestra es aquella que no hicimos de la forma en que la habíamos querido y pensado; que el libro más hermoso es el que no escribimos y nunca escribiremos. Este shabbat es un no-trabajo duro que consiste en dejarse trabajar, es el tiempo de la mansedumbre, de aceptar y recibir la mano del buen pastor que pasa por el lomo del corazón. Es el día del don de la sapiencia adulta.
Esta lógica solo puede enseñarla la sapiencia. Somos más grandes y más hermosos que las cosas más grandes y hermosas que podemos hacer, somos más grandes y hermosos que nuestros talentos, que nuestras misiones, que nuestras obras maestras, incluso que nuestra vocación. Porque fuimos creados por amor y no por utilidad, ni siquiera para ser útiles al Reino de Dios y a sus templos. Todo esto lo enseña el shabbat.