Economía de la alegría 6/ - Con el Año Santo redescubrimos la ley impuesta por Dios en el descanso del yugo que domina el flujo de nuestras vidas
Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 20/05/2025
«Si hay un Dios, hoy necesita más de alguien que, si no sabe decir quién es Él, diga al menos quién no es, en el sentido de una destrucción (o una tentativa de destrucción) del ídolo metafísico e imperial que cambiamos por Dios. La fe puede prescindir de esta operación, pero también puede sucumbir ante este Dios que no existe».
Paolo de Benedetti, Quale Dio?
Hay una relación profunda entre el Jubileo y las Bienaventuranzas. Las Bienaventuranzas son el shabbat del evangelio, el Jubileo de la Biblia entera, el año sabático de la historia, ese tiempo diferente al que tienden, proféticamente, todos los demás tiempos. Son el anuncio de otra alegría, de la tierra prometida libre y no ocupada por nuestros negocios y nuestras armas. Son ‘el país del no-todavía’, que desde hace dos mil años juzga a ‘nuestra tierra del ya’ y siempre la juzgará para tratar de convertirla, y llamarla a un más allá. Las Bienaventuranzas son el mapa para alcanzar el reino y son también la puerta de ese reino que atraviesa, como promesa, las diferentes bienaventuranzas de Lucas y de Mateo. Hablan por lo tanto de esta vida, no de la vida futura, tienen el sabor de los frutos de la tierra nuestra de hoy. Toda su profecía infinita está en ese ser una ‘cosa de tierra’, ahí está su paradoja, porque hablan de nuestros pobres, de nuestros perseguidos por la justicia, de nuestros humildes, de nuestros constructores de paz; y en su terrestralidad está su escándalo y su olvido, junto al sarcamo del que estamos rodeados, ayer y hoy.
Borrar la profecía de las Bienaventuranzas es muy simple: basta con leerla como un anuncio que habla de la vida futura, de la vida más allá de la muerte - los pobres aquí en la tierra son infelices, pero en el paraíso serán al fin bienaventurados. La verdadera fuerza paradójica y extraordinaria de las Bienaventuranzas está, por el contrario, en pensarlas como dichas y escritas para esta vida nuestra bajo el sol, para el aquí y el ahora, para tí y para mí. El reino es una promesa para esta tierra: ‘… porque de ellos es el reino de los cielos’, un verbo ‘ser’ conjugado en presente (‘es’) y no en futuro (‘será’). Basta con transformar ese verbo en futuro para deformar la naturaleza de las Bienaventuranzas – el verbo en los evangelios es algo muy serio. Las Bienaventuranzas están en el Evangelio como un mecanismo de auto-protección ante cualquier intento de convertir la Iglesia en un Club de Ciudadanos Comunes, tranquilos y éticos bienpensantes, porque desde hace dos mil años siguen llamando ‘bienaventurados’ a todos aquellos que, sin embargo, descartamos continuamente en base a nuestra moral.
El cristianismo siguió al Evangelio en muchas cosas, pero muy poco en las Bienaventuranzas. Las amó, las meditó, las oró, las cantó, pero nunca se convirtieron en el humanismo de los cristianos y, mucho menos, de la Christianitas – ¿Qué hubieran podido ser Europa y el mundo, su economía y su política, si la civilización cristiana se hubiera convertido en la civilización de las Bienaventuranzas? Por el contrario, fueron consideradas como una excepción dentro del mismo Evangelio, casi como si fueran acogidas en casa de un amigo. Los cristianos no se convirtieron en el pueblo de las Bienaventuranzas. Todo el Evangelio ha sido desde sus inicios un grito incontenido y una gran incompletud, lo sabemos y lo vemos, en la historia y en cada día. Pero las Bienaventuranzas son la incompletud de la incompletud, el grito del grito desatendido. Todo el Evangelio espera desde hace dos milenios ser tomado realmente en serio por las comunidades y las sociedades, pero al interior del Evangelio, las Bienaventuranzas son las que más esperan y más sollozan. Los pobres, los que lloran, los que tienen hambre y son perseguidos, los pacificadores, los humildes, no son llamados ‘bienaventurados’ ni siquiera por los cristianos. No se entra en la lógica de las Bienaventuranzas y en su cielo distinto sin vivir la paradoja, sin entrar en la lógica inédita del reino, un reino que pierde sal y levadura cuando queremos explicarlo y vivirlo saliendo de su paradoja esencial, que empieza con aquel ‘bienaventurados los pobres’, que es el primero de la lista porque sintetiza a las otras que siguen. El reino es, de hecho, la clave para entrar en el ‘bienaventurados los pobres’, porque de ellos es el reino de los cielos (Lucas 6:20). Por fuera del reino, las Bienaventuranzas no solamente no se entienden, sino que se pervierten, como lo saben muy bien aquellos que buscan aliviar las condiciones de las personas necesitadas y se ven a veces frustrados por interpretaciones perversas del ‘bienaventurados los pobres’.
Nosotros estamos afuera de la tierra distinta del reino. Si somos honestos lo tenemos muy en claro, y a veces quizás sufrimos cuando nos embarga un dolor profundo y sutil por una nostalgia de otra casa. Pero podemos al menos vislumbrarla desde lejos si no dejamos de desearla, mientras nos alimentamos con las bellotas, quizás en restaurantes galardonados con estrellas. Nos podemos figurar así que las Bienaventuranzas se entienden a la luz del shabbat, y que el sentido cristiano del shabbat se desvela a la luz de las Bienaventuranzas, en una reciprocidad admirable. Si, de hecho, el Dios bíblico y de Jesús ha querido cada siete días un día distinto, si en ese día imprime una ley que invierte la ley de los otros seis días, entonces los pobres, los afligidos, los dolientes, aquellos que son los más infelices según las categorías corrientes y los días corrientes de la vida, pueden ser felices, y lo son, en el mundo al revés del shabbat. Hay un día en el que los descartados, los derrotados, los perdedores pueden sentirse llamados ‘dichosos’ o ‘bienaventurados’: es el séptimo día, y es un nombre verdadero, no de consuelo. El Jesús histórico criticó y puso en crisis la carta del shabbat – basta con leer los evangelios para darse cuenta – no para negar una de las perlas de la Torá y de los profetas, sino para afirmar una visión radical y escatológica del séptimo día. Su shabbat, el día verdadera y radicalmente diferente, es el día de sus bienaventuranzas. No una cosa de culto, de reglas, de normas, no un día distinto que una vez que pasa se olvida con la praxis de los otros seis, sino un día-juicio sobre todos los demás días de la historia. Otro mundo, otra sociedad, otra economía, un terreno nuevo, fuera de los muros, a donde ubicar nuestro puesto de vigía y desde ahí mirar nuestro tiempo, juzgarlo desde la base de nuestras no-bienaventuranzas, y luego llamarlo a transformarse en la espera de aquel reino donde los pobres son llamados ‘bienaventurados’ porque lo son realmente. El Shabbat no es la excepción que confirma la regla, es la excepción que posee la fuerza de hacer explotar la regla-Ley, si se la toma realmente en serio, en todo su alcance.
Desde la posición de vigía del shabbat se puede ver que ‘bienaventurados los pobres’ es también la bienaventuranza de los niños y los moribundos, que nos recuerda que la vida buena no debe nunca olvidar la terrible y estupenda verdad del comienzo y del fin, y vivir luego lo demás a la luz de este alfa y omega. En nuestro último shabbat escucharemos resonar otra vez en la voz del ángel de la muerte: ‘bienaventurados los pobres’ – y los que hayan logrado mantener una verdadera pobreza hasta el final se sentirán bendecidos con este bellísimo nombre.
Si las Bienaventuranzas son el desvelamiento del reino de los cielos, entonces son realmente esenciales, si es verdad que el corazón del anuncio de Jesús está a la espera continua de la inminente llegada de su reino. El cristiano es alguien que a la noche se va a dormir con la esperanza de que al otro día llegue por fin el reino, de que vuelva el Resucitado, y apenas se despierta a la mañana se entristece si no ha llegado todavía. Y luego sigue esperando, obrando en la espera, y al día siguiente vuelve a dormirse con la misma esperanza-sueño: esta es la esperanza cristiana.
Todo el reino de los cielos está en el breve tiempo del séptimo día, porque la lógica del shabbat cambia la naturaleza del tiempo y lo vincula al espacio. Así como entrar en el día del shabbat – un acto marcado en el eje del tiempo – rompe el ritmo lineal del tiempo y lo convierte en otro, también pasar el umbral del templo – un acto marcado en el eje del espacio – hacía entrar al fiel en otro templo, ya no regido por la ley despiadada de Kronos. El shabbat es el templo del tiempo. Por eso salvó al pueblo de Israel en el exilio: expatriados y con el templo destruido, cada semana esos deportados entraban al templo al entrar en shabbat – ‘Shabbat shalom’.
La profecía de Francisco, con su oeconomia distinta, se entiende solamente si la miramos ubicándonos dentro de esa primera bienaventuranza, poniéndonos con el alma entre ‘bienaventurados los pobres…’ y ‘… porque de ellos es el reino’. Francisco quería ser un habitante de aquel reino del Evangelio, y por eso se comprometió con la altísima pobreza, que vio como el buen camino para encontrarlo y entrar en él. Este es el milagro de Francisco, esta es su paradoja y su escándalo generativo. Si no lo leemos teniendo en cuenta el reino y las bienaventuranzas desvirtuamos su misterio, y terminamos por decir que Francisco era pobre, pero no ‘pauperista’, que amaba la pobreza pero no la ‘miseria’, que era alguien que iba con los pobres ‘para ayudarlos’ – la maravillosa parábola del buen samaritano no ayuda a comprender a Francisco. El Evangelio muere cada vez que lo queremos llevar a la lógica del sentido común, la prudencia, el equilibrio o la justa medida. Lo hacemos todos los días, y de hecho todos los días el evangelio muere, y rara vez resucita.
El Jubileo es realmente el tiempo de las Bienaventuranzas. Realmente podría ser, debería, el día distinto. Un tiempo dado para comprender nuestras no-bienaventuranzas de deudas no perdonadas, de esclavos no liberados, de una tierra cada vez más asfixiada por nuestros deseos equivocados. Y luego seguir, cada noche, soñando con la llegada de un reino diferente. Y no parar nunca.