Economía de la alegría 5/ - El Año Santo como tiempo propicio para hacer memoria de la propia liberación y convertirse en un liberador para los otros
Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 06/05/2025
La libertad es un bien especial. Amamos muchas cosas, pero aquello que amamos es bello y bueno si y porque somos libres. Y si no somos libres sacrificamos todos los otros bienes, incluso la vida, con tal de ser libres, aun sabiendo que nunca lo seremos total y definitivamente, porque el camino de la existencia es un pasar continuo de una liberación a otra. Existe, de hecho, un profundo vínculo entre libertad y liberación. Aunque no seamos siempre conscientes, lo que nosotros experimentamos como libertad – libertad de, libertad por, libertad para, libertad con… - es fruto de una liberación, de muchas liberaciones. Se es libre porque se es liberado, por aquella primera liberación maravillosa y esencial del seno materno, para continuar luego con las muchas liberaciones de la infancia y la juventud (de la ignorancia, de la dependencia económica, material, afectiva, etc.). Y así durante toda la vida, cuando la liberación toma la forma de escape de la ‘trampa de pobreza’, a donde nos conducen la mano de la vida, de los otros y/o la nuestra. Hasta llegar a la última liberación de la mano del ángel de la muerte. En un día adulto de la vida descubrimos que aquella nostalgia que nos sorprende una tarde cualquiera, o que se cuela en un sueño recurrente, no es más que un profundo deseo de liberación. Nos vemos ansiosos por ser liberados por alguien. Y finalmente entendemos que también en las que parecían auto-liberaciones , y quizás lo eran, estaba la presencia, invisible, de otra mano que sostenía la nuestra: “El puente levadizo está en la otra orilla, y es desde la otra orilla que deben comunicarnos que somos libres” (Jacob Taubes). La esencia de la fe está en la consciencia, o al menos en la esperanza, de que no solo la vida es don, sino también la libertad. Y también cuando la que nos liberó fue la mano de una persona concreta, o fuimos nosotros – esta liberación ‘de segunda mano’ que atribuye a Dios nuestras liberaciones, es un don colateral del don de la fe, porque nos libera de las grandes deudas espirituales y morales hacia nuestro liberador terrestre: le somos agradecidos, pero no nos sentimos sus deudores. Sentirnos liberados nos libera de la soberbia-hybris de la auto-suficiencia y omnipotencia de nuestra mano, que se está volviendo la religión más difundida de nuestra época, donde el ego se convierte en el único creyente, sacerdote y dios. El mercado capitalista ama mucho esta nueva ‘religión’ de masa, que ya tomó en Occidente el lugar del cristianismo.
Liberación es también el otro nombre del Jubileo y del año sabático, del que es su raíz. Liberación de los esclavos de sus patrones, de los deudores de sus acreedores, de la tierra de nuestro yugo. En cada liberación de la Biblia hay siempre un eco de la gran liberación de los esclavos de Egipto. Todo shabbat es un memorial de aquella liberación, en todo año sabático y en todo Jubileo revive Moisés, se reabre el mar, el pueblo vuelve a quedar libre y se vislumbra la primera porción de tierra prometida en la línea profunda del horizonte. Toda la Biblia nos habla del Jubileo, cada libro suyo está irrigado por su espíritu. Inclusive el pequeño libro de Jonás, donde no lo esperaríamos.
Jonás le había dicho que no a la orden de Dios, que lo había mandado a Nínive. Huye, se embarca en dirección opuesta, hacia Társis. Se desata una fuerte tormenta y la nave queda a punto de hundirse. Pero por un fenómeno de ‘chivo expiatorio’ (René Girard), Jonás es lanzado al mar por los marineros como víctima sacrificial, para calmar a los dioses del agua. Los marineros lo consideraban, en efecto, la causa del mal que se había desatado, y Jonás termina convencido de ser realmente él, por su desobediencia a Dios, el origen de aquel desastre inminente. Jonás acaba entre el oleaje pero no muere, porque un pez-hembra (‘daga’, en hebreo) lo hospeda en su útero bueno, y tres días despúes lo devuelve sano y salvo a la orilla. Como en la liberación de Egipto, las aguas se vuelven un lugar de extraordinaria salvación, otra liberación de una muerte que parecía segura.
La historia de Jonás tiene mucho que decirnos para entender la cultura del Jubileo. Las enseñanzas principales son dos. Primero, cuando vive la experiencia de la liberación en el vientre del pez, Jonás reza: “En mi angustia he invocado al Señor y él me respondió; desde las profundidades del infierno grité, y tú me escuchaste… Mi oración llegó hasta ti… La salvación viene del Señor” (Jonás 2: 3-10). Jonás, dice la Biblia, era un profeta, por lo tanto ya sabía rezar. Pero la primera y única oración que encontramos en su libro llega después de la salvación de la muerte. Así que en esta oración de Jonás podemos encontrar una gramática del arte de volver a rezar luego de una gran prueba que nos había quitado la fe o la oración, o generalmente las dos. Jonás reza porque tuvo la experiencia de una liberación, y luego - condición suficiente - atribuye aquella liberación a su Dios. Descubre la cara de Dios como liberador, lo llama entonces por su primer nombre. De adultos – la historia de Jonás es también una iniciación de los profetas a la vida adulta – muchas personas que habían tenido una juventud de fe y de oración dejan de rezar; la oración no vuelve si no se vive la experiencia de una liberación y un liberador. Porque después de haber sido liberados (de una enfermedad grave, de un luto que parecía infinito, de una depresión, de un remordimiento devorador), empieza en el alma algo verdaderamente importante, una auténtica resurrección. Se descubre rezando sin darse cuenta, el reconocimiento brota naturalmente en oración del corazón – la resurrección es el centro de la fe cristiana porque sin resucitar no vuelven a encontrarse la fe y la oración. Cuando en la vida llega esta consciencia de haber sido salvados por alguien, empieza una temporada totalmente nueva y estupenda de la existencia. Nace la verdadera gratitud, entendemos qué es la gratuidad, descubrimos otra reciprocidad, empieza la época de la buena humildad, que los demás reconocen aunque desconozcan el origen.
Por esta razón, el Jubileo se puede convertir en un tiempo para recomenzar a rezar en una fe adulta, o para descubrir nuevas dimensiones del rezo. Y si incluso no logramos tener esta experiencia de ser liberados – estas experiencias no se compran en el mercado, no se ordenan, no se piden: ocurren y punto, son puro don –, podemos probar, de todos modos, con dos vías que producen los mismos frutos. La primera es hacer memoria de las liberaciones que hemos tenido hasta hoy en nuestras vidas, encontrar al menos una, atravesar esa puerta y encontrarse en el tiempo nuevo de la oración, o al menos de la humildad. Porque recordar hoy un evento decisivo de ayer y llamarlo con el nombre justo (liberación), es como vivirlo por segunda vez. La otra posibilidad es volverse sujeto de liberación para otros, intentar liberar a alguien de una esclavitud. Hacer, con esto, el papel de Dios, imitarlo en tanto liberador. El Jubileo pasará como si nada si no intentamos al menos una de estas liberaciones, si no pasamos por una de estas puertas.
Por último, la conclusión del libro de Jonás nos revela otra importante dimensión de la cultura jubilar. Después de que Jonás fue salvado por el pez y rezó, finalmente obedece a la orden de Dios, y se dirige a Nínive a predicar y a anunciar al pueblo: “Dentro de cuarenta días Nínive será destruida” (Jonás 3:4). La ciudad – sorprendiendo incluso a Jonás que se enoja mucho con esto – cree en la palabra de Jonás, y se convierte: “Proclamaron ayuno, y se vistieron de cilicio desde el mayor hasta el menor de ellos” (3:5). El rey luego emite un decreto para llamar a una gran penitencia general de todo el pueblo, con un detalle extraordinario: “Hombres y animales, bueyes y ovejas, no gusten cosa alguna, no pasten ni beban agua. Hombres y animales cúbranse de cilicio” (3:7-8).
También los animales ‘se cubren de cilicio’, es decir, su penitencia también es necesaria para la conversión y el perdón. Un pasaje de alta profecía, que hoy debería hablarnos fuerte, más que ayer. Los animales - con las plantas y toda la creación – no eran responsables de los pecados de Nínive, así como no son responsables hoy de la degradación ecológica de nuestro planeta. Pero no podremos salvarnos y salvarlos sin una implicación por parte de todas las especies vivas en la solución del problema. El problema lo generamos nosotros los humanos, pero, por una solidaridad real y objetiva de toda la creación, no saldremos de esta crisis ambiental grave si las plantas y los animales ‘no se visten también de cilicio’. Ya el mal es común, el bien también deberá serlo. Quien ha intentado una solución seria y verdadera de un problema colectivo y comunitario sabe que el análisis de las culpas pasadas puede agravar la crisis si un día no nos decidimos, todos juntos, inocentes y culpables, a ‘portar el cilicio’ y mirar por fin al futuro. Esta participación de los animales en la conversión de Nínive es una expresión plena de la cultura del shabbat: si en el ‘séptimo día’ los animales también participan en el reposo de la creación, si ese día también los animales dejan de trabajar, entonces los dos trabajos, los dos destinos están entrelazados y son inseparables, en el bien como en el mal.
La noticia maravillosa es que los animales y las plantas ya están vistiendo el cilicio. Los árboles y los océanos están absorbiendo mucho del CO2 que nosotros producimos, paliando de esa manera los daños que, sin ellos, habrían vuelto invivible (para nosotros) el planeta. Ellos, inocentes, ya se pusieron el cilicio, ya empezaron la penitencia de la tierra: pero nosotros, humanos, ¿cuándo lo portaremos?