Economía de la alegría/10 – Una reflexión sobre la distancia que separa el capitalismo de la cultura sabática completa nuestro recorrido por las raíces bíblicas del Año Santo
Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 15/07/2025
Empezamos esta serie de artículos con la relación entre capitalismo y Jubileo, y con ese gran tema hoy la cerramos. El capitalismo, tal como se vino configurando en estos últimos dos siglos, ha generado una cultura que se ubica en las antípodas de la cultura jubilar, y por tanto sabática, esa cultura que la Biblia nos enseña. No hemos sabido dejar descansar a la tierra, no hemos generado una economía que libere a los esclavos y perdone las deudas, que devuelva a los deudores el manto que entregaron como prenda: “Sin falta le devolverás la prenda cuando el sol se ponga, para que duerma en su ropa y te bendiga” (Dt 24:13). El manto sigue siempre en manos del acreedor, el pobre endeudado pasa frío por las noches, y no son pocas las veces en que muere. Y perdemos la bendición de los pobres. Un capitalismo que no conoce la tregua, que nunca saca su yugo pesado de las espaldas de los trabajadores, de la tierra, de los océanos, de las plantas, de los animales.
El espectáculo del consumo debe continuar a cualquier costo, los estilos de vida cambian poco y muy lentamente, el futuro de nuestros hijos y nietos no es un activo en los índices de nuestras bolsas de valores. Aumentan las guerras, y a las armas tradicionales se les suman los aranceles. Deberíamos dejar de lado la cantidad en favor de la calidad del desarrollo, reducir las mercancías y aumentar los bienes, multiplicar los bienes comunes y limitar los bienes privados – pero no lo hacemos.
En el capítulo XV del Purgatorio, Dante nos da una definición de amor divino: “cuanto más allí se dice "nuestro", tanto del bien disfruta cada uno” (PG XV,55-56); y entonces Dante se pregunta: “¿Cómo puede un bien, entre muchos repartido, hacer más ricos de él, que si pocos lo tuvieran?” (61-63). Aquí el Poeta está hablando del ágape o de la caridad de Dios, que tiene dos grandes características: a) la experiencia de lo ‘nuestro’ no solo no reduce a la del ‘mío’, sino que cuanto más crece el nuestro más crece el propio, como en un juego de espejos recíprocos: “Y así cuanta más gente ama allá arriba, hay allí más amor, y más se ama, y unos y otros son como un espejo” (73-75); b) el valor de ese bien particular aumenta cuanto más son las personas que lo disfrutan. Dante se da cuenta de que está hablando de algo que no tiene que ver con el disfrute normal de los bienes o con el uso de estos en la tierra, cuando sucede exactamente lo contrario: el crecimiento de aquel ‘nuestro’ necesita de la disminución del ‘propio’, y la extensión del número de ‘poseedores’ del bien reduce la parte que le corresponde a cada participante individual. Esta definición que da el poeta es una de las más lindas y originales del amor agápico - y del Bien común -, una dimensión del amor distinta a las formas más tradicionales y conocidas, la de la amistad (philia) y la del eros, que constituyen la base del humanismo griego y de buena parte de las comunidades de ayer y hoy. La philia y el eros tienen solo la primera característica dantesca, porque, como sabemos, lo más típico y sublime de los amigos y amantes está precisamente en ese juego recíproco de espejos en el que mientras cada uno dice ‘yo’ ve cómo crece el ‘nosotros’, y viceversa, en un espiral ascendente admirable, que está entre las realidades más extraordinarias posibles bajo el sol, que hace el oficio de vivir posible y, a veces, bueno para todas las edades. Pero tanto en el eros como en la philia falta la segunda característica que Dante le atribuye al ágape, porque los amantes y los amigos son electivos, necesitan una reciprocidad escogida y directa (A=>B; B=>A), y es por lo tanto esencial la línea que separa a los amantes de todo lo demás, a los amigos de los no amigos. En el ágape no: no está confinado, como el eros, al círculo del deseo recíproco, ni está bloqueado por la reciprocidad de la amistad. El ágape ama incluso al que no es deseable, ama al enemigo. Por eso, el que está movido por el ágape no solo no se entristece si a su círculo mágico entran nuevas personas recíprocamente elegidas (philia) o deseadas (eros), sino que su alegría-riqueza aumenta cuando cualquier persona se suma al baile del ágape. La lógica agápica no es la lógica de las carreras de ciclismo, de atletismo o de natación, en la que el ganador llora de alegría y el perdedor de dolor – es por eso que la metáfora deportiva gusta tanto en nuestros negocios, un mundo dividido en ganadores y perdedores.
En la ciudad del ágape todos lloran y ríen por las mismas razones.
Para entender la lógica del ágape en Dante, así como en el evangelio, hay que tener presente que el capítulo XV del Purgatorio es el desarrollo del discurso sobre la envidia que empieza en el capítulo XIII. Allí Dante y Virgilio se encuentran con los envidiosos, y los encuentran con los ojos cocidos (“pues un alambre a todos les cosía”: Pg XIII,70). Para decirnos que el gran pecado social de la envidia (in-videre) nace de un uso errado de los ojos, de un vicio en la mirada (‘mal de ojos’), de ojos pervertidos, del gozar por las desventuras de otros y de sufrir por su felicidad. Como nos lo muestra su diálogo con la sienesa Sapia: “Fui con las desgracias de los otros aún más feliz que con las dichas mías” (109-11). A los envidiosos se los reconoce porque no logran mirarte a los ojos, no sostienen mucho la mirada frente a la persona envidiada. La envidia es una raíz del fratricidio de Caín, del conflicto entre José y sus hermanos, de la desobediencia de Adán y Eva que creyeron en el razonamiento envidioso de la serpiente, de la envidia contra el profeta Daniel. La envidia no descarga contra “superiores” o “inferiores” sino solo contra los pares. Caín envidia a su hermano Abel, no a Dios ni a sus padres. Los envidiosos con los jefes solo son rufianes, porque son grandes manipuladores (todo rufián manipula), haciéndolo sentir como un dios en la tierra. Saben que esta es una tentación imbatible para el “rey’’.
La envidia necesita además de la convicción de que los talentos del envidiado son reales. Si creemos que nuestro colega está involucrado en talentos fingidos o en engaños, la envidia no se dispara, sino que aparecen otros sentimientos (rabia o desdén); y para que se arraigue bien la semilla malvada de la envidia tenemos que creer que el otro es de verdad mejor que nosotros, y que su talento nos hará daño – aunque en los casos más graves la envidia se alimenta sólo del talento del otro, incluso cuando ese talento no le causa ningún daño directo. La envidia es hermana de los celos, pero mientras que la envidia es binaria – A envidia a B –, los celos tienen una estructura ternaria: A está celoso de B a causa de C (no se puede ser simultáneamente celoso y envidioso de la misma persona). La envidia además desencadena espirales de reciprocidad negativa cuando el envidiado goza de la envidia que provoca en los envidiosos: como sé que estás sintiendo envidia por mi éxito, también yo siento un placer sutil al contarte mis logros. La envidia es el primer mal relacional, se encuentra al origen de círculos morales viciosos que solo pueden ser destruidos por personas anti-envidiosas, o sea por quien se alegra de mis alegrías y sufre por mis dolores. Los círculos viciosos de la envidia son un indicador infalible de la decadencia comunitaria, que se revela cuando volvés a casa por la noche y no podés contar las cosas lindas del día porque sentís que tus amigos se amargan escuchándote. El envidioso, además, no tiene como objetivo solamente tomar el puesto del envidiado; antes está el placer malvado de obligarlo a cambiar de vida, de condicionarle la existencia hasta invertírsela totalmente. Por eso, lo único bueno que se puede hacer frente a los ataques de los envidiosos es seguir adelante con la misma vida de siempre.
La envidia se cura de raíz solamente con el ágape, porque el ágape es intrínsecamente anti-envidioso. Las personas capaces de ágape, los anti-envidiosos, son un bien precioso en las comunidades, en las instituciones y es las empresas porque, al igual que los álamos, absorben el veneno de la tierra. La calidad moral de una comunidad depende básicamente de cuántas personas anti-envidiosas ha sabido generar, atreaer y mantener. Y cuando no se cuenta ni siquiera con un amigo, una esposa o un padre anti-envidioso, la vida se vuelve muy dura, hasta quizás imposible – la fe es también el don de la certeza o de la esperanza de que exista en algún lado al menos un Amigo anti-envidioso.
Los círculos sociales envidiosos, por otra parte, son peligrosos particularmente en las llamadas ‘culturas de la vergüenza’, como las meridionales y comunitarias (países católicos, Asia, África, Sudamérica), que contrariamente a las ‘culturas de la culpa’ (países protestantes, por ejemplo), son particularmente sensibles a la mirada de los demás, tanto en los castigos como en los premios. En las culturas de la vergüenza, ser rico vale poco si nadie lo sabe ni lo ve. Por lo tanto, aquí el reconocimiento social es esencial, así como es imbatible la necesidad de ser envidiado. Al mismo tiempo, en la otra cara de la moneda, la envidia es muy temida y exorcizada – los muchos ritos que hay para librarse del mal de ojo y de los ‘hechizos’ existen en las culturas de la vergüenza.
La lógica capitalista penetró poco en los países con cultura de la vergüenza, mientras todavía era un capitalismo de la fábrica y del trabajo; pero con el nuevo milenio el capitalismo fue sobre todo del consumo, e inmediatamente conquistó el alma de las civilizaciones de la vergüenza, como la nuestra. El mundo católico es una civilización del consumo, de las fiestas, de las propiedades de Mazzarò, de las procesiones, de los matrimonios ostentosos y de los fuegos artificiales, todas cosas relativas al ‘ojo’. La envidia, presente desde hace milenios, se convirtió en el gran motor de este nuevo mundo de consumos, inundando y ahogando lo poco que quedaba del ágape cristiano – pero las iglesias no se dieron cuenta, y recibieron esta revolución cultural de las masas casi que con entusiasmo: las iglesias se vaciaron porque los cultos consumistas tomaron el puesto, primero que todo el del alma.
Para una civilización jubilar sería necesaria una economía del ágape, o sea, anti-envidiosa. Una economía centrada en los bienes relacionales, en los bienes comunes y en el Bien común, bienes que compartan alguna de las dimensiones del amor de Dante, y que reduzcan, por ende, el consumo de los bienes privados con sus espirales envidiosas. El Jubileo cristiano debería ser la celebración del ágape como factor de cambio de la sociedad y del capitalismo, cambiarlo hasta tranformarlo en algo completamente distinto. Todavía no lo conseguimos, nos hemos detenido en los aspectos litúrgicos e individuales del Jubileo, y estamos dejando pasar una emorme ocasión – no digo que para cambiar el capitalismo, pero al menos para abrir una profunda reflexión crítica sobre el tema. ¿Todavía estamos a tiempo?
Hoy termina esta serie de diez artículos sobre la cultura jubilar. Hemos explorado algunas dimensiones de esta estupenda y profética institución bíblica olvidada. Otras quedaron implícitas, y cada uno podrá continuar con su propia reflexión. Gracias a Avvenire, al Director Marco Girardo y a la redacción que me acompañó. Gracias a ustedes, lectores y lectoras, que en estos catorce años se convirtieron en amigas y amigos necesarios, en un camino común movido por ‘ese amor que en la mente me razona’..