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Toda palabra verdadera es testamento

Profecía e historia / 2 – Las últimas voluntades de un gran rey, pequeñas y duras, confirman que nadie es como Dios.

 Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 09/06/2019

«David fue un hombre excelente, dotado de todas las virtudes que son deseables en un rey. Era prudente, moderado, amable con los que sufrían, justo y humano. No cometió ninguna ofensa, excepto en el asunto de la esposa de Urías».

Flavio Josefo, Antigüedades de los Judíos.

Entramos en la historia de Salomón. Las intrigas y los enredos continúan y a contraluz nos revelan otros mensajes esenciales del humanismo bíblico.

Las grandes historias bíblicas nos siguen hablando porque, aunque sean más grandes y hermosas que nosotros, se nos parecen. En los exilios es donde las comunidades humanas son capaces de escribir sus capitales narrativos más valiosos. El gran sufrimiento de los años de destierro, la patria «tan bella y perdida», las humillaciones, los trabajos forzados y las grandes oraciones con los salmos cantados en las orillas de los ríos de Babilonia generan en el pueblo de Israel una pietas, nueva y muy profunda, que se convierte en una mirada nueva sobre la humanidad entera. En los desiertos es donde se aprende el valor del agua. En contacto con las limitaciones humanas de los hombres y de las mujeres heridas y humilladas es donde se aprende el valor infinito de los seres humanos. El sufrimiento propio y ajeno transforma la ética en misericordia, la única capaz de hacernos cantar las heridas humanas porque sabe ver en ellas bendiciones. Se necesita toda una vida, si no es más, para aprender a encontrar a Dios dentro de los pecados del mundo.

Dejamos a Adonías, hijo mayor del rey David, príncipe heredero y pretendiente al trono, en un banquete sagrado con los líderes de su “partido”, rival de Salomón, el otro hijo de David. En todas las religiones y cultos antiguos hay banquetes sagrados. En muchas civilizaciones, la comida es el primer don que se ofrece a las divinidades. Cada pueblo ofrece a su propio dios animales sacrificados, mientras consume la comida que a menudo se convierte en sacrificio de comunión entre los miembros de la comunidad. Los animales muertos, y por tanto la sangre y la violencia, son el lugar y el lenguaje del diálogo de los hombres con los dioses y de los hombres entre sí. La comida es un recurso esencial de la vida. Es imagen de la vida misma. Es mucho más que alimento. Por eso, la comida debe quedar al margen de las leyes de la fuerza y las habilidades individuales y debe ser compartida comunitariamente. En el clan, en la tribu y en la familia, todos tienen que alimentarse, sobre todos los más débiles. Esta es la primera norma evolutiva que protege las sociedades de la extinción. Por eso no debe sorprendernos que en la Biblia y en otros textos sagrados antiguos los homicidios y los delitos se cometan durante los banquetes sacrificiales, dado que el acto mismo del sacrificio conlleva una dimensión intrínseca de violencia y muerte (si bien, paradójicamente, orientada a la vida). También hoy, muchas reuniones de políticos y de hombres de negocios se celebran con una comida, porque en ella suelen crearse bienes relacionales que a su vez engrasan las dinámicas decisionales. Muchos conflictos y separaciones comienzan también en la mesa o mediante el rechazo de una comida preparada. Cuando renacen las relaciones heridas y muertas, también es frecuente celebrarlo con una comida común, para poder resurgir nuevamente como compañeros – cum panis.

El viejo David no logra calentarse ni siquiera con Abisag, su nueva y hermosa concubina. Otra mujer, su esposa Betsabé, se acerca a su cabecera. Pero antes recibe la visita del profeta Natán, quien le cuenta el sacrificio-banquete de Adonías, interpretado por el profeta como un intento de autoproclamarse como nuevo rey: «Natán dijo entonces a Betsabé, madre de Salomón: “¿No has oído que Adonías, hijo de Jaguit, se ha proclamado rey sin que lo sepa David, nuestro señor? Pues bien, te voy a dar un consejo: (...) ve a presentarte al rey David y dile: Majestad, tú me juraste que tu hijo Salomón me sucederá en el reino y se sentará en mi trono. Entonces, ¿por qué Adonías se ha proclamado rey?”» (1 Re 1,11-14).

A Natán lo conocimos en el segundo libro de Samuel, después del delito de David contra Urías, el hitita, que le permitió arrancarle a Betsabé. En uno de los episodios emotivamente más fuertes y tremendos de la Biblia, el profeta acusó a David con la narración de la parábola de la oveja y obtuvo del rey el reconocimiento de su pecado («He pecado contra el Señor»: 2 Sam 12,13). Ahora Natán parece otra persona. En la lucha fratricida por la sucesión, se pone claramente de parte de Salomón, y conspira. Confiando en la precaria condición de salud del rey, probablemente se inventa la historia del juramento hecho por David a Betsabé («tu hijo me sucederá en el reino»), del que no hay ni rastro en los libros de Samuel. Se comporta como un profeta de corte, como un Richelieu, hábil maquinador de intrigas palaciegas. Sin embargo, por la historia anterior sabemos que no se trata de un falso profeta. Incluso un profeta verdadero puede realizar acciones moralmente dudosas y ambiguas. La Biblia nos dice que también los profetas son personas frágiles e incluso pecadoras. Sus debilidades y pecados no les hacen falsos profetas. La profecía no es una cualidad moral de las personas. Ha habido y hay falsos profetas moralmente irreprensibles, que son falsos no por mentirosos o por mala fe, sino porque hablan en nombre de una voz que objetivamente no existe. Del mismo modo que ha habido y hay, en la Biblia y en la vida, profetas verdaderos que han cometido delitos y pecados, pero estaban y están habitados por una voz verdadera, que es la que honestamente refieren a su pueblo. Sería demasiado sencillo que bastara la conducta moral de una persona para revelarnos la verdad de su vocación. La vocación y la santidad de una persona son dos cosas distintas, aunque a menudo interactúan (pero no siempre y no en todos de la misma manera). Esta distinción es la principal razón que explica por qué las comunidades no consiguen casi nunca reconocer a los profetas verdaderos y los confunden con los falsos ya tengan buena o mala fe.

Betsabé escucha el consejo de Natán, va a ver a su marido David y le cuenta la historia sobre Adonías. Mientras los dos hablan en la habitación, llega Natán (según lo acordado), quien refuerza la versión de Betsabé. También en esta ocasión, David sigue escuchando, creyendo y obedeciendo a las mujeres: «El rey David dijo: Llamadme a Betsabé (...) “Te juro por el Señor, Dios de Israel, que tu hijo Salomón me sucederá en el reino y se sentará en mi trono. ¡Hoy mismo daré cumplimiento a lo que te he jurado!”» (1,28-30).

Es probable que Natán supiera lo que Betsabé representaba para David, la mujer hermosa que le había encantado y le había alterado la vida. Como agudo estratega, recurre al arma más poderosa para manipular a David. Han pasado muchos años desde que David la vio desde su terraza. Ha envejecido, pero hay una cierta fascinación y un brillo distinto en sus ojos que no envejece nunca. El tiempo no puede borrar algunas bellezas, al menos una. Su encanto dura toda la vida. Si así no fuera, no podríamos volver a ver en el último saludo la misma mirada del primer encuentro.

David ordena a Natán y al sacerdote Sadoc que unjan rey a Salomón (1,34-35). Las argucias de Natán dan resultado. En este episodio decisivo de la historia de Israel encontramos otra constante narrativa de la historia bíblica. Ante muchas elecciones decisivas, la voluntad divina no sigue las reglas de la Ley: el primero se convierte en el último y el último en el primero. Esta inversión del orden natural-divino de las cosas ocurre casi siempre cuando se entromete un profeta y/o una mujer. La profecía es un principio que echa por tierra las leyes del orden constituido y altera la marcha natural de las comunidades. Sin profetas (y sin algunas mujeres), los fuertes y poderosos nunca serían derribados de sus tronos, los últimos serían últimos para siempre, la vida no nos sorprendería nunca y todo sería tremendamente aburrido y predecible, los humildes nunca serían exaltados y ningún pobre sería llamado “bienaventurado”.

Una vez consagrado Salomón, David muere y deja su testamento: «Yo emprendo el viaje de todos. ¡Ánimo, sé un hombre! Guarda las consignas del Señor, tu Dios, caminando por sus sendas, guardando sus preceptos, mandatos, decretos y normas, como están escritos en la Ley de Moisés» (2,2-4). David pronuncia sus últimas palabras. El compositor y cantor de salmos, el poeta y el enamorado de Dios, termina su vida impartiendo disposiciones para arreglar algunas cuentas pendientes con algunas personas que los lectores de los libros de Samuel conocen muy bien: «Ya sabes lo que hizo Joab, hijo de Seruyá (...). Haz lo que te dicte tu prudencia: no dejes que sus canas vayan en paz al otro mundo. En cambio, perdona la vida a los hijos de Barzilay, el galaadita (...). Tienes también a Semeí, hijo de Guerá, benjaminita, de Bajurín. Me maldijo cruelmente (...). Sabes lo que has de hacer con él para que sus canas vayan al otro mundo manchadas de sangre» (2,5-9). Cabía esperar algo distinto y mejor del testamento de David, un personaje tan querido por la Biblia. Otros patriarcas murieron dejándonos en herencia palabras mucho más divinas y humanas. En cambio, David permanece envuelto en la ambigüedad moral hasta el final. Con este eficaz lenguaje la Biblia nos dice: nadie es como Dios. Por eso los hombres, incluso los más grandes, no deben convertirse en ídolos. La lucha anti-idolátrica de la Biblia también se expresa a través de la pintura de frescos éticos no idealizados de sus hombres y mujeres más grandes. De este modo los hacen mejores: curan sus llagas morales mientras nos las muestran.

Para terminar, llaman la atención las palabras relativas a Semeí, el benjaminita del partido derrotado de Saúl. David, años después, a punto de morir, sigue sintiendo el peso de las palabras de maldición pronunciadas contra él. En el humanismo bíblico las palabras son muy importantes. La palabra crea, fecunda, resurge. Las palabras de YHWH y – de forma distinta pero verdadera – también las nuestras. La bendición de Dios y la de un amigo son el don más grande que podemos recibir, cuando esa palabra buena nos alcanza, nos ama, nos cambia y se convierte en viento-ruah que resucita nuestros huesos de corazón reseco. Las palabras no son vanitas – soplo y humo – porque actúan en nuestra alma y en nuestro cuerpo; porque son carne. Pero la Biblia es demasiado verdadera como para no asumir también la responsabilidad del coste: si las palabras buenas nos bendicen y nos hacen bien, las malas nos maldicen y nos hacen mal. Siguen vivas, actúan como una bacteria moral en el corazón. Semeí había pronunciado palabras terribles contra David. Y ahí siguen, en su cabecera, susurrándole las últimas palabras. Le siguen doliendo, tal vez porque son palabras verdaderas («tú, David, mereces la guerra que te está haciendo tu hijo Absalón porque tú también luchaste contra tu “padre” Saúl»). Solo las palabras verdaderas, pero pronunciadas sin amor, son capaces de maldecirnos. Las palabras verdaderas deben ser manejadas con un cuidado infinito. Son testamento porque tienen la fuerza de la vida y de la muerte.

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