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Con el dolor de las mujeres, el mercado se convirtió en divino

La feria y el templo/19 - La Contrarreforma fue decisiva para la cultura económica y social de la Europa meridional.

Luigino Bruni

Publicación original en Avvenire el 15/03/2021

Las monjas daban sentido a su reclusión como víctimas de penitencias incluso extremas, y para la Iglesia y la sociedad aquellas vidas recluidas pero “productivas” tenían valor.

La época de la Contrarreforma fue decisiva para la cultura económica y social de los países de la Europa meridional. Algo se interrumpió en la evolución de la ética del comercio, que había convertido a Florencia, Venecia o Aviñón en lugares de extraordinaria riqueza económica y civil. La edad moderna tiene muchas caras. Una de ellas, poco conocida porque ha permanecido escondida e incluso ha sido ocultada, tiene como protagonistas a las mujeres. Me refiero concretamente a la vida monástica femenina. 

El Concilio de Trento reintrodujo la clausura estricta para las monjas. Los obispos y las congregaciones romanas endurecieron los controles y las normas sobre los monasterios femeninos. Frente a una Iglesia reformada, que anunciaba la salvación por sola gracia, que criticó la vida consagrada hasta abolirla, que redimensionó en gran medida el papel de los sacramentos, que confutó radicalmente la teología de los méritos y por consiguiente de las indulgencias, y abolió el Purgatorio…, la Iglesia de Roma relanzó con fuerza la importancia de las obras del hombre para la salvación, multiplicó los institutos de vida consagrada, reforzó la pastoral de los sacramentos, incluida la confesión, y volvió a poner en el centro el mérito, las indulgencias y el Purgatorio.

En esta gran batalla teológica, las primeras víctimas, y también las más numerosas, fueron, también en este caso, mujeres. Sobre todo las recluidas en los monasterios y en los conventos. Se traba de un movimiento enorme, si tenemos en cuenta que, en el siglo XVII, entre coristas, conversas y terciarias, en algunas regiones italianas las monjas suponían el 10-15% de la población femenina “adulta” (mayor de doce años). Así pues, saber un poco más acerca de la vida de estas mujeres significa entender mejor la historia de Europa y también nuestro presente.

Pero ¿por qué debería existir una relación entre la vida de los monasterios femeninos y la economía? A lo mejor, lo primero que nos viene a la mente es el ora et labora, pero este primer pensamiento no es el más interesante ni el más correcto, porque donde la lógica económica tuvo más peso en la vida de las monjas fue, paradójicamente, en la espiritualidad, en la ascética y en la mística. El Medievo ya había producido una “religión económica”. Pero después del siglo XIII, las penitencias tarifadas de los monjes, donde a cada pecado le correspondía una pena con su correspondiente tarifa, se convirtieron en objeto de comercio, como si se tratara de mercancías. La penitencia se objetivó y se separó del pecador. Eso permitía que una culpa pudiera ser pagada por una persona distinta del culpable. De ahí todo el comercio de oraciones y peregrinaciones que surgió, hasta el famoso mercado de las indulgencias.

La Contrarreforma conoció una fuerte recuperación de la dimensión económico-retributiva del catolicismo, aunque con novedades importantes. Una de ellas afecta directamente a las mujeres. Mientras que en el Medievo los actores del comercio religioso eran casi exclusivamente varones, en la primera edad moderna las primeras operadoras de esta extraña versión de la religión católica fueron las mujeres. Las principales plazas de estas originales Bolsas de valores fueron los monasterios y los conventos, sobre todo los femeninos. Y el capitalismo latino se volvió divino. Veamos cómo. Todo gira alrededor de una particular (y extravagante) interpretación del significado y del uso del dolor humano, interpretado en relación con el dolor de Cristo. Sabemos que en el Nuevo Testamento existe una tradición que interpreta la pasión y la muerte de Jesús como pago de un precio al Padre para lucrar el perdón de los pecados. Esta idea de un Dios Padre cuya “satisfacción” exige la sangre de su Hijo (porque solo un precio de un valor infinito puede extinguir una deuda infinita), atravesó el primer milenio y fue sistematizada por San Anselmo de Aosta.

Pero no pasó de ser un asunto entre teólogos hasta que, en los monasterios, con la Contrarreforma, se convirtió en algo espectacular e impensado, en una columna de la época barroca. La antigua teología de la expiación se transformó en una auténtica cultura de la expiación, que se apoderó de las prácticas religiosas y de la piedad popular. El dolor humano se convirtió en la principal moneda para pagar las deudas/culpas propias y ajenas. Lo que en el Medievo fue un comercio de indulgencias y peregrinaciones, en la edad de la Contrarreforma se convirtió en comercio del dolor, en forma de penitencias, humillaciones y mortificaciones. Un dolor principalmente femenino. El lenguaje de los manuales para confesores, que se multiplicaron durante este tiempo, revela este cambio radical: “obras penales”, “obras satisfactorias”, “reparación”, “almas-víctimas”. El confesionario se convirtió en el principal mecanismo de transmisión de este comercio del dolor.

Una expresión destaca sobre las demás: sufrimiento vicario. Se empezó a pensar (y a actuar) que era posible sufrir en provecho de otros, que alguien podía pagar en su persona para expiar culpas ajenas, en vida o en el Purgatorio. En base a algunas citas de la Escritura (por ejemplo, de la carta deuteropaulina a los colosenses: “completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo”: Col 1,24) y a un uso original de la categoría de Iglesia como “cuerpo místico” (donde lo que sucede a un miembro repercute en todos los demás), se creó un inmenso mercado del dolor y de los sufrimientos. Y así, mientras la Europa del Norte desarrollaba mercados “reales”, en el Sur las categorías económicas se aplicaban a la religión y a las mujeres. Un ingrediente de este originalísimo sistema de intercambios fue el llamado “Tesoro de los méritos” de Cristo y María, méritos tan grandes como para superar la deuda de los pecados humanos. La Iglesia podía “vender” la parte excedente de aquel tesoro para perdonar las deudas de otros pecadores, mediante las indulgencias. Pero el golpe de genio teológico consistió en pensar que las penitencias y el ofrecimiento de los sufrimientos humanos podía aumentar el Tesoro, y por tanto también la parte excedente disponible para los pecadores vivos y aún más para los que estaban en el Purgatorio: «Dios quiere que la deuda se pague» (Divina Comedia, X,108). Entonces los monasterios femeninos se transformaron en “centrales de producción” de esta riqueza espiritual: con su dolor debían incrementar el Tesoro. Como le gustaba decir a Veronica Giuliani: «Muchas almas van al infierno porque no hay quien haga sacrificios por ellas».

De ahí la proliferación en los monasterios femeninos de penitencias cada vez más extremas, a menudo ordenadas por los confesores, gracias a su enorme poder sobre las monjas. Pero el sistema alcanzó su perfección cuando las monjas interiorizaron el valor de su dolor y en consecuencia se autoinfligían mortificaciones y humillaciones, causándose de buena fe toda clase de dolores con el fin de salvarse a sí mismas y sobre todo a los demás. El equilibrio era perfecto: las monjas atribuían un sentido y un valor al hecho de ser “víctimas recluidas” interpretando su sacrificio como ofrenda agradable a Dios y a los hombres, y la Iglesia y la sociedad atribuían un valor social y religioso a aquellas existencias recluidas pero “productivas”. Son impresionantes las biografías o autobiografías de algunas monjas: «El confesor convino en que dos horas de sueño cada noche, con una sábana raída como única cubierta, serían suficientes. Le dio un nuevo cilicio provisto de más de quinientos aguijones y un látigo con punta de hierro, y no puso objeción a que María Magdalena llevara cadenas dentadas en los brazos y en las piernas» (Anne J. Schutte, "Orride e strane penitenze", pp. 159; 266). En otra biografía se lee: «Parecida respuesta recibió de Dios cuando, durante una Nochebuena, sor Margarita pidió ser admitida entre el buey y la mula para adorar al Niño Jesús: En el pesebre no hay puesto para ti porque, en comparación contigo, los animales tienen cualidades más numerosas y meritorias» (Mariano Armellini, "Margherita Corradi monaca benedettina" (1570-1665), 1733). Y en la conocida historia de sor María Crucificada se lee: «Antes de la comida, cuando estaban las hermanas en el refectorio, me acerqué como una bestia, o sea encadenada a cuatro patas, besando los pies de las hermanas» (Francisco Ramírez, 1709).

Otra fuente esencial son los libros espirituales para monjas: «En cuanto os despertéis, imaginad que sois un reo encadenado y conducido al tribunal para ser juzgado, o un leproso lleno de llagas; y con estos y otros pensamientos semejantes, comenzad a vestiros» (Giovanni Pietro Pinamonti, "La religiosa in solitudine", 1697, p. 31). Y en un manual para confesores muy extendido en el siglo XVIII, el de Alfonso María de Ligorio, se lee: «La penitencia no solo debe ser medicinal para remedio de la vida futura, sino también penal y vengativa de la vida pasada. Una penitencia generalmente útil para todos es la entrada en alguna congregación» (Alfonso M. de Ligorio, "Il sacerdote provveduto", p. 240). Se consideraba que entrar en una congregación era una forma de penitencia útil para todos. Estas ideas y estas prácticas han durado siglos, en muchos casos hasta el Concilio Vaticano II. En un texto del siglo pasado aún se lee: «En el convento de las Dominicas de Vercelli, había una regla entre otras que prohibía beber entre una comida y otra sin permiso de la superiora, la cual, sin embargo, lo concedía en rarísimas ocasiones, animando a las hermanas a este pequeño sacrificio en memoria de la sed que padeció Jesús en el Calvario» (Luigi Carnino, "Il purgatorio nella rivelazione dei Santi", cap. 17, 1946). No me ha resultado nada fácil pensar y escribir este artículo. Lo he escrito con el mismo espíritu con que se escribe una lápida, una estela en memoria de aquellas mujeres víctimas casi siempre desconocidas. Un lugar donde detenerse ante ellas, reflexionar, llorar y después escribir, entre otras cosas para pedirles perdón, siglos después – disculpas vicarias que pido como hombre por cuenta de otros hombres del pasado.

El dolor humano puede tener sentido. Quizá algunas o muchas de estas monjas fueran más grandes que su destino o que las teologías erróneas y violentas con el cuerpo de las mujeres. Quizá. Pero primero Job y después los Evangelios nos dijeron que solo los ídolos disfrutan con la sangre de sus fieles. El Dios de la Biblia es distinto. Solo una visión equivocada de los hombres y sobre todo de las mujeres puede pensar en usar su sufrimiento como moneda agradable a cualquier Dios.

Una última nota. Todo este comercio de sangre y de dolor femenino era totalmente gratuito. La Iglesia, en sus hombres, vendía las indulgencias y pedía a los laicos limosnas para compensar los pecados: «La regla es: para los pecados de avaricia, limosnas» (Alfonso M. de Ligorio, cit.). Sin embargo, el comercio religioso que se producía sobre el cuerpo de las mujeres era puro don, y por tanto gratis. La mujer como icono del sacrificio gratuito, para protegerla del comercio mercenario. Han pasado décadas, siglos. Las monjas que hoy entran en los monasterios y en los conventos son muy distintas, y a menudo ni siquiera conocen estas historias. Las antiguas penitencias han sido eliminadas por el Concilio Vaticano II, si bien todavía está radicada en muchos cristianos la idea teológica de que nuestro dolor puede ser una “moneda” que el Dios-acreedor de los hombres acepta de buen grado, y que por tanto a Dios le agrada el dolor de sus hijos, lo que le hace peor que nosotros. Pero en la vida civil y económica, las mujeres todavía siguen practicando demasiadas expiaciones vicarias, y siguen pagando en su carne por las familias y por la sociedad. Su trabajo no es reconocido y es infravalorado, muchas veces en nombre del don. Son mujeres muy distantes y distintas, pero con sufrimientos aún demasiado semejantes.

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