El exilio y la promesa

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La falta buena de plenitud de la vida

El exilio y la promesa/14 – Otra mano, no la nuestra, cerrará nuestros ojos por última vez

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 10/02/2019

«Cuando el alma está angustiada, cuando el dolor no deja salir ninguna oración de la garganta, el puro reposo silente del Shabat nos lleva al reino de una paz sin fin. La eternidad señala un día. Shabat»

A.J. Heschel, El Shabat

Los desórdenes morales son expresión de desórdenes espirituales. La ética es segunda. Detrás de una maldad cometida contra otro se cela un malestar más radical y profundo dentro del alma. La ofensa y el ultraje al nombre del otro son hijos del ultraje y la ofensa al propio nombre. Toda crisis moral se cura en el centro, poniendo el corazón en el único lugar donde puede reposar, encontrarse a sí mismo y sentirse llamado. El primer movimiento para curar las enfermedades profundas de la vida es teológico, pues tiene que ver con la naturaleza de nuestro nombre, que no puede llamarse, solo ser llamado. De niños descubrimos nuestro nombre cuando lo oímos en boca de las personas que nos quieren. Nos hacemos malos cuando dejamos de darnos la vuelta al oír que alguien pronuncia nuestro nombre, ya sea porque lo hemos olvidado o porque nadie lo dice con suficiente agape como para poderlo reconocer.

«La sangre que derramaste te condena, te han contaminado los ídolos que fabricaste… En ti desprecian al padre y a la madre, en ti atropellan al forastero, en ti explotan al huérfano y a la viuda… Profanas mis sábados» (Ezequiel 22,4-8). La caída de Jerusalén está próxima. Ezequiel y los pocos profetas verdaderos de Israel lo saben. Lo saben no porque vean el futuro, sino porque ven el presente de una forma distinta y más profunda, y en él leen también las señales del futuro, a medida que se va haciendo realidad instante tras instante. La profecía es una inmersión total en el presente, el único lugar donde es posible escuchar una voz que habla y llama. Aquellos que han aprendido en la vida palabras de vida espiritual auténtica, se hacen maestros del presente, capaces de tocar o rozar la eternidad, sumergidos como están en un presente infinito. La única eternidad posible es la que nos envuelve ahora mientras estamos sencillamente viviendo.

Para Ezequiel el diagnóstico de la ruina de su pueblo es inmediato: es la consecuencia natural de una corrupción teológica convertida en corrupción moral y social. Nosotros podemos leer la caída de Jerusalén a la luz de la geopolítica del tiempo y dar así explicaciones alternativas a las de los profetas. Podemos hacerlo con el pasado como lo hacemos con el presente, cuando explicamos las guerras, las destrucciones y el dolor inmenso de nuestro tiempo sin hacer referencia a la fe ni a los pecados, ni a Dios. Pero donde hay un profeta vivo, desde su solitario puesto de vigía accede a otra dimensión de la realidad, y por tanto a otras perspectivas y a otros horizontes distintos que no conocemos. ¡Qué bien nos vendrían hoy estas lecturas más amplias, más profundas y más altas! Sin embargo, respondemos a la carestía de profecía negando la necesidad de su cuarta dimensión. Nos hemos adaptado a un mundo reducido y hemos dejado de soñar con el paraíso, convencidos de que ya no existe.

Aquí Ezequiel nos dice que hay un nexo lógico y tremendo entre los mandamientos teológicos de la Ley y los mandamientos sociales. La renuncia a la idolatría, corazón de la primera parte del decálogo, es la raíz de toda la Torá. Si deshonrar al padre y a la madre o no ser solidarios con el pobre y el forastero son expresiones de la idolatría, eso implica que cuando se pierde el centro teologal de la vida toda maldad se hace posible y concreta.

En esta síntesis de la Ley que Ezequiel nos da hay otras dos palabras que resuenan con una fuerza enorme en nuestro presente: el pecado contra el forastero y el pecado contra el sábado/shabat. El extranjero residente, el gher, o el visitante de paso (nokri), eran figuras habituales en Judá, una región de desplazamientos y migraciones. Eran comerciantes, trabajadores, militares, nómadas y fugitivos, migrantes políticos y económicos que se encontraban durante un periodo más o menos largo viviendo en medio del pueblo de Israel. En comparación con las normas de las poblaciones vecinas, la Ley de Moisés era especialmente acogedora y generosa con respecto a los forasteros: «No oprimas al gher: ya sabéis lo que es ser gher, porque gherim fuisteis vosotros en la tierra de Egipto» (Éxodo 23,9).

Cuando Ezequiel detalla los cargos contra Jerusalén, dice que el pueblo ha violado la ley sagrada de la hospitalidad y no ha acogido ni respetado al extranjero («en ti atropellan al forastero»). Los inmigrantes, los extranjeros, los nómadas, siempre han sido maltratados porque se encuentran en una situación objetiva de vulnerabilidad y de exposición al abuso. La historia nos dice que la posibilidad del abuso se traduce casi siempre en abuso efectivo. De esta deformación del comportamiento posible en efectivo nacen las leyes y las instituciones. La Torá y los profetas protegen al forastero porque saben que el pueblo de forma natural no lo haría y por tanto perdería el alma y la bendición de YHWH, que es un Dios distinto y verdadero porque, entre otras cosas, acoge y protege al extranjero.

La piedra angular de esta legislación es la experiencia propia de los hebreos en Egipto. El hecho de haber sido forasteros oprimidos allí es la razón primera y suficiente para no contribuir a que esa mala experiencia se repita una y otra vez en la tierra. Nosotros no fuimos acogidos ni respetados por los egipcios, ya que nuestros padres experimentaron la humillación y el sufrimiento de la migración. Por eso tenemos el deber teológico y ético de ser distintos, generosos y acogedores con nuestros forasteros. Nuestro dolor de emigrantes no acogidos de ayer fundamenta la acogida a los extranjeros de hoy. Estas catarsis inter-temporales son el fundamento de las buenas normas: la experiencia y el recuerdo de un derecho negado en el pasado se convierten en la razón para reconocer ese derecho a quienes hoy se encuentran en situación parecida. Las civilizaciones progresan cuando el ejercicio de la memoria no produce rencor o venganza sino pietas y deseo de reducir el sufrimiento en el mundo. Cuando, ante un gran dolor mío o de otros, alcanzo a gritar “¡nunca más!”, ese dolor se convierte en una bendición para mí y para todos. Así es como han nacido muchas Constituciones después de las guerras, y así es como nació la magnífica legislación sobre el respeto y el trato al forastero en la Biblia, que en todo tiempo juzga nuestras acciones y nuestras palabras.

Una de las consecuencias morales y sociales del dominio de las finanzas, que marca el comienzo de este milenio, es la desaparición de la memoria como recurso ético y espiritual del presente y del futuro. El único tiempo que conocen las finanzas es el futuro, entendido como apuesta y como expectativa de ganancia. El monopolio del registro económico-financiero ha amputado de nuestra civilización el tiempo pasado, porque ningún pacto estipulado ayer condiciona verdaderamente los actos de hoy, ni el dolor de los padres genera normas válidas para orientar la actuación de los hijos.

Finalmente está el tema del sábado, el shabat: «Profanas mis sábados». El shabat es una de las grandes novedades de la ley de la cultura de Israel, un inmenso e inédito regalo que la Biblia ha hecho a la humanidad de todos los tiempos. En el exilio, en una tierra sin templo y por tanto sin un lugar que señale el espacio y distinga con su umbral la tierra sagrada de la profana, los hebreos, debido a la muerte de la sacralidad del espacio y gracias al shabat, aprenden la sacralidad del tiempo. En un espacio totalmente profano, sin un lugar donde pararse a tener un encuentro con YHWH, Israel se encuentra con un día distinto que desempeña en el orden del tiempo la misma función que el templo en el orden del espacio. La u-topía del templo genera la u-cronía del shabat, un templo móvil que solo el inmenso luto por la destrucción del templo y el exilio podía generar. Entrar en el shabat es entrar en el templo del tiempo.

Pero ahí el lenguaje para hablar con Dios no es el de los sacrificios de palomas o corderos sino el de unas relaciones sociales y cósmicas distintas, signo y sacramento de la fraternidad universal que un día llegará también a los seis restantes días de la semana de la historia. Esa igualdad radical que en el séptimo día aúna a ciudadanos y forasteros, a hombres y mujeres, a libres y esclavos, a seres humanos y animales, a animales, plantas y tierra, expresa por sí misma la esencia del humanismo bíblico. El pueblo de Israel ha salvado el shabat durante milenios, y el shabat ha salvado a Israel.

La creación bíblica (Génesis 1) se cierra con el reposo/shabat de Elohim, con la separación de Dios con respecto a su creación. Esa separación crea el espacio de libertad donde los seres humanos pueden seguir transformando la tierra y haciéndola mejor de como la dejó Elohim antes de separarse de ella. Pero el shabat es también un dispositivo de salvaguardia de las relaciones sociales y cósmicas. La promesa no morirá mientras mantengamos viva en el ciclo vital de los días la memoria de la socialidad y la tierra del séptimo día, distinta de la plasmada por nuestras relaciones de poder durante los seis primeros días. Podemos anunciar una tierra de fraternidad que todavía no existe porque ya la estamos experimentando. No se salvaguarda la tierra ni las relaciones sociales si el Adam es dueño y señor todos los días de la semana. Sin el don del séptimo día, la respiración de la tierra es la respiración del extranjero humillado.

Dios se detuvo el sexto día, el número de la imperfección. Mantuvo el séptimo día fuera de nuestro control, para dejarnos ser indigentes de plenitud y padres de posibilidades. En el valor de esta falta buena de plenitud radica el sentido de una de las actividades (melajot) que la ley hebrea prohíbe realizar en el shabat: «Dar la última mano para culminar un trabajo» (nº 38). Dejar un trabajo sin culminar es un símbolo de la falta de plenitud de la vida. No somos nosotros quienes damos la última mano a nuestra existencia. Será otra mano, no la nuestra, la que cerrará nuestros ojos por última vez. Somos relación, no somos propietarios de las últimas palabras de nuestra historia. Bajo el sol, también las cosas maravillosas se interrumpen un día antes del último, para que otro pueda dar la última mano y completar la obra maestra.

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