Algo esencial

Bienes relacionales - Léxico para la vida buena en sociedad/4

por Luigino Bruni 

publicado en Avvenire el 20/10/2013 

logo_avvenire La sabiduría popular siempre ha tenido claro que los bienes y los males más importantes para nosotros son las relaciones interpersonales. Los mitos, la literatura, las leyendas y las tradiciones llevan milenios contándonos que hay riquezas que se convierten en grandes males a causa de relaciones equivocadas y que hay pobrezas materiales donde lo poco que hay se multiplica al compartirlo en comunión.

Hace algunos años comenzaron a darse cuenta también los científicos sociales y algunos economistas (el primero fue Benedetto Gui, en 1986), que empezaron a usar la expresión ‘bienes relacionales’ para referirse a un tipo de bienes en los que lo que constituye el bien es la relación entre las personas.

El término bienes relacionales hoy se aplica a muchas cosas distintas. Algunos llaman bienes relacionales a los servicios a las personas, cuyo valor depende principalmente de la calidad de la relación que se establece entre ellas. El bienestar que proporciona una velada en un restaurante con los amigos depende ciertamente de la calidad y del precio de la comida, la bebida y el local, pero sobre todo (en un 80% o 90%) de la calidad de las relaciones que se construyen juntos. Tanto es así que si, por cualquier causa, al final se produce una discusión, quedará muy poco “bienestar”, por muy exquisita que haya sido la comida. La satisfacción (o insatisfacción) que obtenemos de la asistencia y los cuidados depende en gran medida de la calidad de las relaciones y los encuentros humanos. Sobre todo en la educación y en la salud, cuando hablamos de niños, de largas estancias en los hospitales o de relaciones con nuestros ancianos padres.

En los bienes relacionales juegan un papel muy especial las motivaciones y las intenciones de las personas, que simultáneamente ‘producen’ y ‘consumen’ estos bienes. Los “porqués” son decisivos. Por ejemplo, si un consultor o un asegurador se interesan por nuestros hijos y nuestra familia ‘porque’ saben que creando un ambiente familiar es más fácil (y más conveniente para ellos) que firmemos el contrato y nos damos cuenta, ese diálogo pre-comercial no genera ningún bien relacional (sino probablemente un ‘mal relacional’).

El bien relacional es un bien de gran valor siempre que no intentemos asignarle un precio, transformarlo en mercancía y ponerlo en venta. Si el bien relacional pierde el principio activo de la gratuidad, muere. Los bienes relacionales orientan y condicionan nuestras decisiones, desde las más pequeñas y cotidianas hasta las más grandes y decisivas.

Bastaría que pensáramos de vez en cuando en cuánto pesan los bienes (y los males) relacionales en la calidad de nuestro trabajo, por ejemplo cuando nos vemos en la tesitura de seguir en una empresa o abandonarla. Nos cambiamos de barrio y de vez en cuando volvemos a desayunar al viejo bar, porque además del croissant y el café con leche “consumimos” también otros bienes hechos de encuentros, chistes, e incluso polémicas futbolísticas con los amigos. Sin tomar en consideración este tipo de alimento no entenderíamos, por ejemplo, por qué tantos ancianos y ancianas hacen varios viajes al día para comprar el pan, la verdura y la leche. Junto a estos productos “consumen” bienes relacionales y se alimentan de ellos. Si los bienes relacionales desaparecen del horizonte de la política y del de sus técnicos y asesores, no conseguiremos entender ni amar nuestras ciudades, con sus verdaderas pobrezas y riquezas, ni comprender los verdaderos costes e ingresos que conlleva el cierre de las tiendas de barrio.

Con todo, estos bienes relacionales no agotan la naturaleza relacional de los bienes. Todo bien, no sólo los que hoy llamamos relacionales, lleva grabada la impronta de las personas y las relaciones humanas que lo han creado. El peso, la forma y la visibilidad de esta huella varían de unos bienes a otros, pero nunca desaparece del todo, si queremos y sabemos verla. Desde este punto de vista, todos los bienes se convierten en bienes relacionales. Para entenderlo mejor, pensemos en los productos artesanales. En la cultura artesana, que no ha llegado nunca a ser completamente suplantada por la industrial, un violín, un mueble o una arcada podían reconocerse antes de leer la firma del autor (que muchas veces incluso no estaba porque no era necesaria). Del objeto se pasaba con facilidad al sujeto, de la creatura al ‘creador’. Pero donde esa huella personal es más visible, hasta el punto de identificarse con el autor de la obra, es en la creación artística. Un artista nunca llega a ‘enajenar’ completamente una obra aunque la venda, porque esa escultura contiene un trozo de su vida, de su amor y de su dolor, para siempre.

En nuestra sociedad de mercado, después de algunos años dominados por los productos de consumo masivo, anónimos y despersonalizados, hoy hay una tendencia cada vez más fuerte a personalizar de nuevo los bienes. Se quieren recuperar las "relaciones entre personas, ocultas bajo el caparazón de la relación entre las cosas” (Marx, El Capital). En las estanterías de los mercados y en la web vemos mercancías y servicios, pero por debajo de ellos hay relaciones de trabajo, producción y poder, amores y dolores humanos invisibles pero muy reales. Debemos entrenar nuestra mirada y aguzar el oído para ver los rostros y oír las voces de las personas que hay no sólo detrás del puesto de la fruta o la caja de la tienda, sino también detrás de los frigoríficos, los zapatos, la ropa y los ordenadores, porque existen realmente. Un café consumido en un bar que ha  optado por quitar las tragaperras, sobre todo si es en compañía de amigos, no es el mismo café que se toma en otro bar, aunque esté hecho con la misma mezcla y con la misma máquina. Sabe distinto, pero necesitamos glándulas espirituales y civiles para gustar la diferencia, glándulas que se nos están atrofiando.

Deberíamos aprender a pedirles cada vez más a nuestros bienes (y a nuestros males), a preguntarles, a dialogar con ellos. Ya no es suficiente con que nos hablen de cualidades de producto y de precio. Queremos que nos cuenten historias hechas de personas y de medio ambiente, que nos hablen de justicia, de respeto, de derechos, que nos revelen lo que es invisible a los ojos pero que para muchos de nosotros se está convirtiendo en lo esencial. Algo de esto, que es invisible, nos lo empiezan a decir ya algunas etiquetas que se colocan en los productos y las marcas de calidad. Pero es demasiado poco, porque en los bienes hay todavía muchas historias importantes y decisivas que no conocemos. Esas etiquetas no nos suelen decir todavía si los salarios pagados a los trabajadores del cacao y los vaqueros son justos ni dónde se encuentra la sede fiscal de la empresa. Nos ocultan si a las mujeres y madres se les permite trabajar bien. No nos dicen qué se hace con los beneficios ni cuántas o cuáles acciones de otras empresas tiene en cartera la empresa que nos vende el producto. El recorrido ético de los productos es todavía demasiado corto, terriblemente corto. Termina donde empiezan las cosas importantes, que cada vez lo serán en mayor medida para la democracia.

Nuestra cultura capitalista nos está llevando a atribuir cada vez más importancia a las calorías, las sales y los azúcares. Pero no podemos y no debemos olvidar que existen calorías sociales, sales de justicia y azúcares excesivos que producen infartos, obesidades y diabetes civiles y morales.

Los bienes son símbolos y como todos los símbolos, con su presencia-ausencia nos señalan algo (o alguien) presente y vivo en otro lugar. Algo o alguien a quien se puede ignorar, hacer como que no existe, negar, olvidar. Pero no por eso deja de estar vivo y de ser real. Y nos sigue hablando, contando historias, esperando.

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