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Casa in-finita es la plenitud.

Profecía e historia / 4 – Las sinfonías más preciosas de la vida, nuestras verdaderas obras maestras, son las inacabadas.

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 23/06/2019

«Yo digo: “sabiduría, sabiduría”, pero estoy lejos de ella. La existencia es lejanía y profundidad profunda. ¿Quién puede comprenderlo?»

Qohélet 7,23-24

La Sabiduría bíblica es una trama que se entrelaza con los acontecimientos históricos. Nos recuerda que somos más grandes y bellos que las cosas más grandes y bellas que podemos hacer, porque hemos sido creados por amor y no por utilidad.

La sabiduría es uno de los hilos conductores de la Biblia. Es la flor de una de las primaveras más extensas, coloridas y variopintas de la historia de la humanidad. Lo que en Grecia se manifestó como filosofía, entre Egipto y la Media Luna Fértil se convirtió, más o menos al mismo tiempo, en sabiduría. El mito antiguo y sus símbolos alcanzaron una nueva era, más adulta y sobre todo más capaz de expresar conceptos y realidades que antes quedaban envueltos por la luz cegadora (y por la oscuridad) del misterio del todo. El Mythos alumbró al Logos y con él llegó la invención de la palabra como nueva epifanía de la vida y por tanto del hombre, del mundo y de Dios. Aunque las palabras de la filosofía no coinciden con las de la sabiduría, se parecen mucho. Job no es el Timeo de Platón y el Cantar de los cantares no es el Simposio. Sin embargo, pueden hablar y entenderse mutuamente.

La filosofía nace de la maravilla por un mundo que podría no ser y sin embargo es. La sabiduría nace del descubrimiento de que la realidad, bien mirada, contiene reglas, leyes y palabras que desvelan el sentido de la vida y enseñan el oficio de vivir, pero no es el libro de la naturaleza. En la sabiduría bíblica es esencial la experiencia de la Ley y los profetas, la presencia de palabras reveladas que son enteramente don, un mapa esencial para penetrar en las realidades del mundo, Dios y el hombre e indagar en ellas. El hombre también se maravilla ante la sabiduría, pero la primera y fundamental maravilla del humanismo bíblico nace de la experiencia de un mundo habitado por YHWH, por su presencia y su palabra. El hombre bíblico es un soñador de un hombre distinto porque es un soñador de un Dios distinto. La sabiduría que encontramos en la Biblia no es solo ética ni teología. Es, en mayor grado que la filosofía griega y las éticas asiáticas contemporáneas, historia. La presencia estable de YHWH en el mundo hace que las vicisitudes humanas sean verdaderas y no simples sombras de un mundo verdadero que se encuentra por encima del sol. La Alianza es un acontecimiento decisivo en la historia bíblica porque tiene lugar en el tiempo y, al hacerlo, da sustancia y verdad al tiempo y a la historia. La sabiduría se entrelaza con la trama de los acontecimientos de la historia para dar vida al tapiz del mundo. La sabiduría es también palabra humana que dialoga con la palabra de Dios en un coloquio íntimo de amor que dura milenios, y continúa.

Es el soplo que ha inspirado a los escritores de muchas páginas bíblicas y la clave de lectura de libros que tratan materias muy distintas (historia, profecía, derecho…). Por eso, para comprender el sentido de la historia de Salomón y la parábola de su reinado, es importante leerlos en paralelo con los primeros capítulos del Génesis. Salomón es puesto por su Dios YHWH en el centro de un nuevo Edén, un jardín de bienes y de shalom. Como Adán, que cultivaba y guardaba la tierra que le había dado Elohim, también Salomón administra un reino amplio, en paz y rico: «El rey Salomón reinó sobre todo Israel» (1 Re 4,1). Su reino es el más grande de toda la historia de Israel: «Salomón tenía poder sobre todos los reinos desde el Éufrates hasta la región filistea y la frontera de Egipto» (5,1). En el culmen de su shalom, el Adán del Génesis comienza su decadencia. Empieza a creer en un logos distinto, el de la serpiente, y por tanto a negar el discurso de la sabiduría. Renegar de la sabiduría conduce al fratricidio de Caín, al gesto de Lamec y finalmente al diluvio. Los primeros capítulos de los libros de los Reyes nos muestran a un Salomón que también llega al culmen del esplendor y de la gloria: «Judá e Israel… tenían qué comer y qué beber y podían descansar» (4,20). Y también para Salomón el culmen de su éxito coincide con el comienzo de su declive. Ha recibido el don de la sabiduría y la ejerce: «Dios concedió a Salomón una sabiduría e inteligencia extraordinarias y una mente abierta como las playas junto al mar. La sabiduría de Salomón superó a la de los sabios de Oriente y de Egipto. Fue más sabio que ninguno… y se hizo famoso en todos los países vecinos… De todas las naciones venían a escuchar al sabio Salomón» (5,9-14).

Pero en un momento dado Salomón abandona el sendero de la sabiduría para encaminarse por el de la serpiente. La Biblia no nos dice cuándo comienza la decadencia de su rey más sabio. Quizá porque muchos sabios se pierden sin darse cuenta. Una lectura sapiencial de estos capítulos (a la luz de toda la Ley y los profetas) nos puede sugerir que la decadencia comienza mientras Salomón está construyendo su obra maestra: el templo de Jerusalén. Su ocaso comienza a mediodía. Por una misteriosa ley humana, una de las más verdaderas, nuestra obra maestra contiene el germen de nuestra corrupción. Si hemos recibido un “talento” grande (como el de Salomón), a menudo su ejercicio nos hace perder la inocencia. El comienzo de nuestra decadencia es el coste de la realización de nuestra obra más importante. «Edificó Salomón el templo y lo terminó» (6,14). Por eso, una de las pocas maneras de salvar en la tierra algo de la pureza que teníamos de niños es no pretender concluir las obras que, por deber ético, comenzamos. El shabat del corazón puede salvar a los otros seis días y al último día. Si somos capaces de respetar este shabat especial e invisible - y lo hacemos obedeciendo dócilmente una ley íntima que no hemos escrito nosotros, pero sentimos que es nuestra y necesaria -, entonces no nos apropiamos totalmente de los dones que hemos recibido ni nos convertimos en señores de nuestra vida (la primera castidad, la verdaderamente difícil y esencial, se refiere a nosotros mismos; si la practicamos, podemos evitar auto-devorarnos).

La sinfonía más hermosa de la vida es la inacabada. Esa es nuestra verdadera obra maestra, porque no tiene la forma que habíamos pensado y querido. Las conquistas científicas más bellas son las que no logramos resolver y podemos dejar en herencia a los jóvenes. La poesía más sublime es la que nos llega, como susurro del alma, muchas veces durante la noche, aunque al despertar no seamos capaces de escribirla. Es la palabra que decimos y repetimos en nuestro interior, aunque después se nos apague en la garganta por el exceso de dolor y se convierta en llanto o en grito, como en el Gólgota, cuando el Logos se quedó mudo y dijo su obra maestra. A todo esto se le puede llamar simplemente gratuidad. Según la tradición hebrea, las casas no deben terminarse; siempre hay que dejar algún rincón de las habitaciones sin terminar, algún ladrillo descubierto, para recordar la destrucción de Jerusalén, pero también para recordar que la vida es siempre falta de plenitud. El día de su boda, el novio hebreo rompe con el pie una jarra de cristal para expresar que la fiesta no debe ser completa. Solo una fiesta imperfecta y una casa inacabada pueden llegar a ser in-finitas.

En la escuela de la sabiduría también podemos comprender la ambivalencia que acompaña a toda la teología bíblica sobre el templo. La tradición sacerdotal debe y quiere construir el templo. En cambio, la sabiduría, mientras narra su construcción, recuerda, a Salomón y a todos nosotros, que Dios es más grande que su templo y que ningún templo puede contener a Dios; solo imágenes suyas que la Ley prohíbe, porque la única imagen lícita de Elohim somos nosotros, creados a su “imagen y semejanza”: cualquier otra imagen suya es tan solo un garabato. Paradójicamente, la contaminación religiosa y la idolatría que conocerá Salomón ya están implícitas en la construcción del templo, inscritas en su obra maestra. Sin la sabiduría, esto no lo entenderíamos nunca. Cuando empezamos a construir un templo para nuestro Dios estamos diciendo, tal vez sin ser conscientes de ello, que no es distinto de los dioses de los demás pueblos, y que por tanto es tan trivial como todos los ídolos. Así pues, para la sabiduría el comienzo de la construcción del templo es el primer paso en el camino de la corrupción religiosa. Pero eso solo lo comprendieron los hebreos durante el exilio babilónico, cuando la destrucción de aquel templo maravilloso les permitió comprender en qué consistía verdaderamente el templo y quién era verdaderamente YHWH. Cuando se encontraron sin templo, sin culto y con un Dios YHWH derrotado descubrieron la sabiduría y ya no la abandonaron.

Se encierran aquí mensajes muy valiosos para cualquier fe y para cualquier religión. Cuando los movimientos y las comunidades espirituales, fundadas siguiendo “tan solo una voz”, comienzan a construir templos y santuarios a sus fundadores (físicos o ideales), ya ha comenzado su corrupción. Ese soplo distinto, esa Alianza especial, se vuelve como cualquier otra; ese “dios” diferente es en realidad como los demás “ídolos” de los que queríamos diferenciarnos cuando todo comenzó. Los fundadores (David) no son los que construyen los templos, sino sus hijos (Salomón). Pero la construcción del templo, entendida como la celebración espectacular de la grandeza del propio carisma («yo te he construido un palacio»: 8,13), dice precisamente que, en realidad, su espíritu no se distingue en nada del de los demás pueblos. La gran construcción decreta el comienzo del fin, aunque aparentemente sea el culmen del éxito.

La corrupción del corazón, individual y colectivo, comienza mientras realizamos lo que consideramos la cosa más hermosa y grande que teníamos que realizar en la vida, y eso nos dice algo muy bello pero muy dramático. Nos dice que somos más grandes y bellos que las cosas más bellas y grandes que podamos hacer, porque hemos sido creados por amor y no por utilidad, ni siquiera para ser útiles al Reino ni a sus templos. Si de verdad existe un paraíso – y debe existir, aunque solo sea para los pobres – no entraremos en él por las obras maestras que hemos construido. Entraremos por el trozo de alma incorrupta que hemos logrado conservar mientras edificábamos nuestras obras más bellas. Entraremos por el rincón del jardín del corazón que hemos dejado libre y no hemos puesto a producir, y no por todos los frutos que hemos recogido para nosotros y para los demás. Entraremos por el único motivo que hemos encontrado para seguir adelante, y no por los noventa y nueve que nos decían que lo dejáramos todo. Entraremos por el talento que hemos guardado y no por los cinco que hemos invertido para enriquecer a un señor “duro”. Entraremos por el pecado que nos ha embarrado y humillado y que un día finalmente aceptamos con misericordia y no por las virtudes que nos han ganado elogios y méritos. Pero esta lógica distinta de la vida solo nos la puede enseñar la sabiduría.

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