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La infinita controversia que opone lo honesto a lo útil

La feria y el templo/9 - La información que poseen aquellos que comercian es la base de su decisiva y ambigua capacidad de anticipar el futuro.

Original italiano publicado en Avvenire el 03/01/2021

De la condena sin paliativos de la especulación mercantil por parte de la cultura romana y de los padres de la Iglesia a la revalorización de los franciscanos, esposos de Madonna Pobreza.

No es nada fácil extraer de los textos bíblicos y de los evangelios una ética única y coherente. Quizá la palabra más acertada sea ambivalencia, pero si alguien quisiera encontrar en ellos una crítica radical a la economía y al dinero no le faltarían elementos donde apoyarse. Ciertamente los encontraron los primeros cristianos, animados y sostenidos por una cultura romana tardía que había desarrollado un profundo recelo hacia el comercio y los comerciantes. 

La polémica anti-mercantil del mundo romano dependía de muchos factores. Uno de ellos era la capacidad de los comerciantes para reconocer el momento favorable y aprovecharlo en su propia ventaja, una virtud privada entendida como vicio público. El agricultor solo conoce el pasado y las señales que deja en la tierra. En cambio, el comerciante escruta los astros con su razón astuta, buscando cualquier provecho, incluso leyendo los movimientos de los astros, los vientos y las perturbaciones atmosféricas (Plinio el viejo, Historia natural).

El primer capital del comerciante era – y es – una extraña competencia acerca del futuro. Su gran activo era la capacidad de anticipar, de convertir el futuro en presente mediante una misteriosa alquimia. En esto consistía su especulación, en ver mejor y más lejos. En latín, la specula era un lugar elevado desde donde se podía ver lejos. Pero specula era también el espía o el explorador, figuras siempre misteriosas e inquietantes porque tenían un acceso especial a los secretos de la realidad. Así pues, la relación con ese bien particular que es la información, sobre todo la que no se ve, hacía del comerciante un ser fascinante y temido. «Un riquísimo comerciante tenía el don de entender el lenguaje de los animales» (El asno, el buey y el labrador, en Las mil y una noches, donde la palabra comerciante aparece 211 veces). En el cuento popular italiano La niña y el mago, un mago fingía ser un comerciante que transformaba los anillos de hierro en plata. Y en las leyendas medievales, los Reyes Magos eran al mismo tiempo magos y comerciantes.

Este uso privado de la información estaba además vinculado a una relación especial entre el comerciante y la palabra, cercana a la magia. El comerciante era experto en el mundo de Poros (el dios griego del cortejo, uno de los padres de Eros), un seductor siempre tentado a usar la palabra para embaucar a los clientes, para encantarlos hablando – encantamiento e incentivo son términos relacionados. Solo los magos y los comerciantes (quizá también los sacerdotes) saben usar de otro modo las palabras, para encantarnos y para encadenarnos. La palabra mercantil siempre estaba expuesta al riesgo de la manipulación de la realidad. Ayer - y hoy - en los mercados había un gran comercio de palabras, que se movían entre la realidad y la mentira; la palabra era la primera mercancía de las estanterías. En el mundo antiguo se pensaba que el comerciante, gracias al poder de las palabras y de la información, sin añadir nada a las mercancías y por tanto sin crear valor añadido, engañaba a los clientes abusando de su falta de información. Básicamente todos los vendedores eran unos mentirosos y el mercado una ficción donde se atribuía valor a nada.
Hay un relato de Otón de Cluny, del siglo X, emblemático de la actitud medieval con respecto a la información de los comerciantes. El conde Géraud d’Aurillac estaba de viaje cuando se le acercaron unos mercaderes venecianos impresionados por un género de gran valor que llevaba. Tras preguntarle cuánto le había costado en Roma, exclamaron: “¡En Costantinopla cuesta mucho más!”. Esta información causó gran desaliento al conde, y días después el vendedor de Roma recibió de Géraud una cantidad de dinero igual a la diferencia de precio con Constantinopla (Cit. en Andrea Giardina, Le merci, il tempo, il silenzio).

Mil años antes, Cicerón recogió en el De Officiis un debate entre dos filósofos estoicos, Diógenes y Antipatro. Había en Rodas una grave carestía y un comerciante exportó una gran cantidad de trigo desde Alejandría. Este sabía que otros comerciantes habían zarpado de Alejandría hacia Rodas con barcos cargados de trigo y que, por tanto, el precio del trigo bajaría pronto en Rodas. La cuestión era: ¿debía comunicar a sus clientes la próxima llegada de los barcos o debía callar y vender su mercancía a un precio más alto? Según Antipatro, tenía que decirlo todo; el comprador no debía ignorar nada de lo que sabía el vendedor. En cambio, según Diógenes, el vendedor estaba obligado a informar de los defectos de su mercancía, pero todo lo demás podía hacerlo “sin fraude”. Diógenes respondió a Antipatro: «Una cosa es ocultar y otra cosa es callar: yo no estoy obligado a decirte todo lo que te resultaría útil escuchar». Así pues, Cicerón concluyó: «Esta es la controversia que muchas veces surge entre lo honesto y lo útil. Mi opinión es que el comerciante de trigo no debe mantener nada oculto en Rodas». Y el comerciante que oculta la información «es un hombre tramposo, opaco, astuto, malicioso, engañador y defraudador» (III, 49-57). Para Cicerón, pues, no era lícito sacar partido de una información oculta. Y puesto que el comerciante obtenía un beneficio precisamente gracias a estas especulaciones informativas, su actividad era deshonesta.

Estas tesis de Cicerón (y de Séneca), contrarias al comercio, tuvieron un peso enorme en toda la Edad Media, gracias, entre otros, a Ambrosio y a muchos Padres occidentales que las retomaron: «Seas quien seas, no podrás, como hombre, no odiar la índole del comerciante» (Gregorio de Nisa, Contra usurarios, siglo IV). Además, se reforzó la idea clásica de que el trabajo agrícola era bueno y el del comerciante era inmoral, incluso el del artesano (en cuanto vendedor, ya que vender siempre era moralmente dudoso). Por otro lado, desplazaron las cualidades de los comerciantes de la tierra al reino de los cielos, y aplicaron metafóricamente todas las virtudes mercantiles a la vida espiritual y religiosa, creando una especie de conflicto entre un uso bueno de la lógica mercantil (para el cielo) y otro malo (para los negocios mundanos). El verdadero comerciante era el divin mercante, Cristo, que pagó con su sangre el precio de la salvación. De este modo, durante todo el primer milenio la visión negativa del comercio y del mercado se acrecentó y se radicalizó.

Un comentario (parcial) al Evangelio de Mateo, atribuido erróneamente a Juan Crisóstomo, el Opus imperfectum in Mattheum (siglo V), ejerció una gran influencia durante toda la Edad Media. En el comentario al episodio de la “expulsión de los mercaderes del templo” podemos leer: «Ningún cristiano debe ser comerciante o, si quiere serlo, sea expulsado de la iglesia… Quien compra y vende no puede hacerlo sin ser perjuro». Y añadía: «Quien compra una cosa para revenderla íntegra y sin variación con fines de lucro es precisamente el comerciante expulsado del templo». Finalmente, retomó la oposición entre la ciudad y el campo: «Y fueron uno a su campo y el otro a su negocio; estas dos palabras comprenden toda la actividad humana: la agricultura es honesta, en cambio la actividad mercantil es oficio deshonesto ante Dios». Habría que preguntarse cómo fue posible que la actividad mercantil tuviera continuidad en la Edad Media. Tal vez porque la vida es más grande que los libros de los teólogos, y porque la gente normal sabe que sin comercio el mundo sería más pobre, triste y feo. Pero también por algo que comenzó entre los siglos XII y XII.
Esta novedad llevaba el nombre de Francisco. Uno de los teólogos franciscanos que desempeñó un papel decisivo fue el francés Pedro Juan Olivi (1248-1298). Olivi fue un autor importante, entre otras cosas, por una tensión inscrita en su biografía. Pertenecía a la rama más radical del franciscanismo, era un gran exponente de la doctrina de la altísima pobreza. Algunas de sus tesis fueron condenadas y sus libros fueron quemados a su muerte. En 1318 el Papa ordenó la destrucción de su tumba. Pero al mismo tiempo Olivi fue decisivo para un cambio ético con respecto a la actividad del comerciante. Al no usar la riqueza para sí mismo, adquirió la distancia adecuada para poder entenderla. En su Tratado sobre las compras y sobre las ventas (finales del siglo XIII), en la primera questio (pregunta) leemos: «¿Las cosas pueden ser lícitamente y sin pecado vendidas por más de lo que valen o compradas por menos?». Para Olivi la «respuesta parecería afirmativa», porque «en caso contrario casi toda la categoría de los vendedores y de los compradores pecaría contra la justicia, dado que casi todos quieren vender caro y comprar por menos». La respuesta es de una sencillez aplastante, pero en realidad desafiaba la tesis secular en la que se basaba la condena del comercio.

En la questio 4 abordaba directamente el tema de la información: «¿El vendedor está obligado a mostrar al comprador todos los defectos de la cosa vendida?». Inmediatamente decía que «la respuesta parece afirmativa», en línea con la doctrina clásica. Pero después, en el desarrollo de su razonamiento, llegaba a admitir excepciones, una de las cuales resulta muy importante: «Engañar es algo más que ocultar. Por consiguiente, no siempre quien calla una verdad engaña». Cicerón era confutado y con él su hostilidad con respecto al oficio del comerciante.

Y en la questio 6 se preguntaba: «Quien compra cualquier cosa para revenderla a un precio mayor sin haberla transformado ni mejorado, como acostumbran a hacer los comerciantes, ¿peca mortalmente o, al menos, venialmente?». He aquí su respuesta: «No es necesario pensar que en el comercio esté incluido el pecado, si bien en la práctica eso es bastante raro y difícil». Y concluía: «En los negocios se presentan varias oportunidades y ocasiones para vender y comprar de forma ventajosa las cosas; y también esto se deriva del orden de la Providencia de Dios, como los demás bienes humanos. Por tanto, si uno gana, eso proviene de un don de Dios antes que del mal». Veía el intercambio comercial y las ganancias como signos de la presencia de la Providencia en el mundo: solo desde la specula de la altísima pobreza es posible ver esta economía.

Su razonamiento acababa discutiendo la autoridad del comentario de Mateo del Crisóstomo (¡qué valentía!): «Sin duda, no hay que hacerle caso en esta afirmación». Y terminaba de este modo: «Seguramente una argumentación de este tipo no puede extraerse del pasaje evangélico referido: allí Cristo arremete genéricamente contra todos aquellos que venden y compran en el templo; pero no es necesario pensar que todos ellos fueran comerciantes». ¡Cuánta necesidad tenemos hoy de teólogos e intelectuales con esta libertad de espíritu! Sobre todo, necesitamos hacernos las preguntas inversas a las de Olivi: ¿Hasta dónde es lícito especular sobre informaciones ocultas? ¿Hasta dónde es lícito que los comerciantes nos encanten con sus palabras? ¿Sabemos distinguir la ficción de la realidad en nuestro mercado global? ¿Y si a fuerza de anticipar el futuro en nuestro presente lo estuviéramos agotando, privando así a nuestros nietos de su presente?

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