Mind the Economy, serie de artículos de Vittorio Pelligra en Il Sole 24 ore
Vittorio Pelligra
Original italiano publicado en Il Sole 24 ore del 03/05/2020
La experiencia personal es la primera que abre nuestra inteligencia al camino del conocimiento. Si una decisión nuestra produce un resultado positivo, tenderemos a confiar más en esa decisión y la fijaremos en nuestro repertorio comportamental. Por el contrario, si las consecuencias son negativas, las midamos como las midamos, tenderemos a ser más cautos y a no repetir las decisiones y las acciones que las han causado.
Pero no siempre tenemos a nuestra disposición este aprendizaje de forma inmediata. A veces, el nexo entre la acción realizada y sus consecuencias no es inmediato ni cierto. Esto puede ocurrir porque, además de nuestra acción, en una determinada consecuencia pueden intervenir otros muchos factores que escapan a nuestro control, y también porque las consecuencias pueden presentarse mucho después de la toma de decisión. Todo esto contribuye a que el proceso de aprendizaje sea más incierto.
La revolución del aprendizaje social.
Por eso, durante cientos de miles de años, hemos aprendido a obviar este problema a través del aprendizaje social. Hemos aprendido a aprender de la experiencia ajena, la de aquellos que nos han precedido, la de quienes han vivido vidas distintas, o la de quienes han arriesgado su vida para que nosotros no tuviéramos que poner en riesgo la nuestra. Nos convertimos en una “especie cultural” desde que comenzamos a acumular todo un cuerpo de conocimientos derivados de la experiencia de multitud de individuos, y desde que estos conocimientos se convirtieron en códigos morales, normas y tradiciones compartidas, que pueden alejarnos de las consecuencias negativas y llevarnos hacia resultados mejores sin haber tenido experiencia directa ni de unos ni de otros.
La acumulación de la experiencia de muchos individuos generalmente nos hace más sabios y permite que nuestras vidas sean más cómodas y seguras. Hace entre 750.000 y 300.000 años, el proceso de la evolución cultural fue tan profundamente determinante que comenzó a interactuar con el proceso de la evolución genética. A partir de un momento dado, una vez superado este Rubicón existencial, la cultura empezó a dirigir nuestra historia genética. Desde entonces la aceleración no se ha detenido. Lo fundamental de esta historia es que, desde hace cientos de miles de años, hemos aprendido, con gran éxito, a basar nuestras acciones en conocimientos y hechos de los que no tenemos experiencia directa.
El gran éxito que ha experimentado nuestra especie en términos de supervivencia, extensión y desarrollo en la Tierra le debe mucho a esta capacidad, más que a otras características. La ventaja fundamental de habernos convertido en una especie cultural es una gran adaptabilidad a ambientes distintos y a cambios repentinos. En estos casos, es muy posible que no tengamos tiempo suficiente para aprender a adaptarnos por experiencia directa, como le ocurrió trágicamente a John Franklin y a sus marineros.
La producción colectiva de conocimiento.
En junio de 1845, dos barcos de la marina real británica, el “Erebus” y el “Terror”, zarparon hacia una intrépida misión. Las dos embarcaciones, bajo el mando del experto oficial Sir John Franklin, tenían la misión de explorar el paso del Noroeste, la vía de comunicación que podía acercar Europa a Extremo Oriente y convertir a quienes fueran capaces de controlarla, en potencia comercial hegemónica. Los barcos eran rompehielos motorizados, estaban bien preparados y los 128 marineros que componían las dos tripulaciones estaban abundantemente abastecidos: diez mil cajas de alimentos y una biblioteca con más de mil libros, entre otras innumerables cosas. Sin embargo, ninguno de ellos volvió a casa; ninguno de sus cuerpos fue encontrado.
Después del primer invierno, como estaba previsto, los barcos quedaron atrapados entre el hielo cerca de la Isla de Beechey. La expedición se dirigió al Sur, donde pocos meses después, cerca de la Isla del Rey Guillermo, quedaron de nuevo bloqueados por el invierno. Pero cuando llegó de nuevo el verano, esta vez el hielo no se derritió. Tras diecinueve meses atrapados en sus barcos, las provisiones empezaban a escasear, y las tripulaciones abandonaron los barcos y buscaron refugio, a pie, en la tierra firme que había más al Sur. Franklin hacía tiempo que había muerto, y a los demás les esperaba un destino aún más trágico. Los detalles de lo que ocurrió después no se conocen, pero se sabe que el grupo se separó varias veces y se produjeron encuentros con los Inuit locales que, posteriormente, refirieron actos frecuentes de canibalismo entre los ingleses.
Todos los ingleses murieron, a pesar de que estaban mejor preparados y equipados que los Inuit locales. Todos murieron en el mismo ambiente donde los Inuit viven desde hace cientos de años y donde sobreviven durante los rigidísimos inviernos. Ciertamente, se trata de una tierra hostil, pero al mismo tiempo rica en recursos, para quien los sabe aprovechar. Las poblaciones locales pasan el invierno sobre el hielo, viven en iglús y cazan focas. En verano emigran a tierra firme, donde viven en tiendas y cazan caribús y bueyes almizcleros y pescan salmones con ayuda de arpones de hueso y complejas trampas. En el idioma de la población Netsilik, a esta tierra se la llama “Uqsuqtuuq”, que literalmente significa “abundancia de grasa”, de alimento, de medios de sustento.
Entonces, ¿por qué los ingleses, equipados con una tecnología más avanzada, fueron derrotados por un amiente donde los Inuit con su tecnología primitivas no solo sobreviven sino que además prosperan? El repentino cambio de ambiente fue fatal para ellos. En los barcos, con las provisiones, los instrumentos de orientación y el carbón, nada habría salido mal; pero una vez que bajaron al hielo, el escenario cambió de forma radical. Sencillamente, el tiempo de supervivencia resultó insuficiente para que aquellos hombres pudieran adquirir de forma directa los conocimientos necesarios para salir adelante en aquellas tierras.
Somos animales “culturales”, y los tres años de permanencia entre los hielos no fueron suficientes para que los hombres de Franklin pudieran aprender de la experiencia a construir iglús, kayaks, arpones para las focas o a fabricar vestidos con sus pieles. Todas estas cosas la cultura Inuit se las enseña a los niños de generación en generación. Bastó un repentino cambio ambiental para hacer inútiles, de un plumazo, miles de años de cultura europea, con su ciencia, su filosofía, su historia, su literatura y su arte. Un cambio repentino y la imposibilidad de tener acceso a la nueva cultura Inuit – los que entraron en contacto con los ingleses huyeron asustados de su canibalismo – decretaron el final trágico de aquella ambiciosa expedición.
El conocimiento está ahí, a nuestra disposición, pero si nadie nos lo transmite, nunca seremos capaces de desarrollarlo por nosotros mismos en una sola vida. Por eso somos una especie cultural, que basa su éxito en la producción colectiva de conocimiento y en formas de aprendizaje social. Esto nos hace especiales, como individuos y como comunidad.
Fiarse de las personas adecuadas.
Pero el aprendizaje social tiene sus reglas: hay que aprender a fiarse de las personas adecuadas, porque aprender de las personas equivocadas puede ser mucho más peligroso que no aprender. Así pues, hay que aprender a reconocer a estas personas, a distinguirlas de los charlatanes y vendedores de falsas certezas. En las culturas tradicionales existen códigos y normas que desempeñan este papel: parte de la obligación de respetar a los ancianos, por ejemplo, deriva del papel que estos tienen en la transmisión de conocimientos inaccesibles a la experiencia directa de los jóvenes.
Los viejos sabios son sabios porque son viejos y han aprendido cómo comportarse en situaciones que los jóvenes aún no han vivido. Además, algunos de ellos gozan de un prestigio que puede estar relacionado con el éxito demostrado como cazador extremadamente hábil o como negociador especialmente diplomático, o bien como curandero fiable o líder creíble. Edad, prestigio y éxito son características que, en las culturas tradicionales, indican maestros dignos de confianza a cuya experiencia y sabiduría es bueno acudir. No es raro que los viejos sabios amables sean personas dispuestas a enseñar, conscientes de la importancia de la transmisión cultural y de la necesidad de facilitarla y extenderla lo más posible.
Hoy ciertamente no estamos menos necesitados de esta cultura que nuestros antepasados. Tal vez más, dado el ritmo al que avanzan los cambios. ¿Cómo nos orientamos? ¿Qué señales usamos para dejarnos llevar confiadamente hacia aquellos que tienen más conocimientos útiles que transmitir? La edad, el éxito y el prestigio han sufrido en la historia reciente una metamorfosis radical. Difícilmente podemos decir que todavía hoy representan señales fiables y reconocidas de sabiduría y repetibilidad.
La edad, en la era del conocimiento reproducible mecánicamente, ha perdido peso e importancia. El significado del éxito hoy está muy lejos del que tenía hace tan solo unos años. Basta pensar en el significado que tenía hace un tiempo la expresión “hacer fortuna” y el que tiene hoy, en la sociedad del juego de azar de masa. Tal vez solo el prestigio mantenga una parte de su valor de señalación, aunque continuamente amenazado por el populismo del conocimiento que pone en el mismo plano Harvard y la universidad de la vida, y de lo que se aprovechan con poco pudor las clases políticas, que son, por una parte, fiel expresión suya y por otra parte presa fácil.
Los científicos como nuevos sacerdotes.
Una vez más, estos meses de pandemia, reclusión forzosa y vida suspendida nos ayudan a poner de manifiesto fenómenos que conocíamos desde hace tiempo pero que, en estos momentos de crisis, son aún más evidentes y muestran con toda su agudeza los peores síntomas de la patología que los ha originado. Un ejemplo manifiesto es la actitud con respecto a la ciencia, la forma de conocimiento acumulativa, cooperativa y colectiva por excelencia.
Venimos de años en los que se ha arrojado un descrédito terrible sobre la cultura, en particular sobre la científica, con palabras y hechos. Cada vez se sospecha más de los “expertos”, hasta tal punto que “profesor” se ha convertido, para el populismo manipulador, en un término de escarnio e insulto. Con los hechos, hemos asistido a un progresivo empobrecimiento de los recursos destinados a los centros de producción y difusión del saber: la Universidad, la escuela y el mundo de la cultura en su conjunto. Ahora, paradójicamente, ante la incertidumbre del ambiente que ha cambiado de repente, atrapados en la tormenta ártica de la pandemia, con pocas provisiones culturales y pocas defensas, nos vemos obligados a abandonar las falsas seguridades de bajo cubierta y a desembarcar en terreno abierto, en un desconocido campo de batalla para gente desarmada.
Y he aquí que, ante la ausencia de referencias sólidas, nos dirigimos a la ciencia como nos dirigiríamos a un ídolo mágico. Interpelamos obsesivamente a los sacerdotes destinados al culto en busca de auspicios de buen agüero, y cuando estos no satisfacen nuestra precomprensión del mundo, como en cualquier religión idólatra, maldecimos a dios, acusamos a sus sacerdotes de blasfemia y los deponemos. Metáforas aparte, lo que estos meses de artículos, programas de televisión e incluso debates parlamentarios han mostrado es una escasísima conciencia, muy extendida, de las dinámicas de la ciencia y de la comunidad científica. Antes era ridiculizada y empobrecida, ahora es halagada e idolatrada, pero nunca, en el fondo, ha sido comprendida.
El motor del conocimiento.
Por ejemplo, se critica la diversidad de opiniones entre los científicos como causa de desorientación e incertidumbre. Pero, en realidad, este es el motor del conocimiento; no un obstáculo, sino la garantía de un debate abierto que produce consenso de manera tan lenta como fiable. Los conflictos y los contrastes, incluso duros, a los que hemos asistido estos meses entre varios científicos, representan lo que habitualmente ocurre durante las conferencias, los seminarios y las interacciones normales entre individuos y grupos de investigación. A los observadores externos puede parecerles raro, pero precisamente por su naturaleza de gran empresa colectiva y cooperativa, la crítica, incluso feroz, tiene un papel central en el avance del conocimiento.
Aquellos que se escandalizan de este pluralismo y piden certezas rápidas e inquebrantables solo muestran su ignorancia sobre estos mecanismos. Y cuando estas personas ocupan puestos de visibilidad institucional o mediática, contribuyen culpablemente a desorientar y despistar aún más a la opinión pública.
Tres ejemplos recientes y preocupantes: la dificultad para valorar la credibilidad de un personaje y de sus declaraciones en base a su curriculum; la incapacidad para valorar la fiabilidad de una investigación en base a la reputación de sus autores y al proceso mediante el cual se hace pública, y la incapacidad para valorar los efectos de una determinada política en base a los hechos.
Cuando un personaje se presenta o es presentado como “candidato al Nobel” al menos habría que desconfiar, dado que las candidaturas al Nobel no son públicas, sino que surgen a través de un proceso de consultas reservadas a comités restringidos, cuyos trabajos solo se hacen públicos cinco años después. Si en el curriculum hay títulos y premios que pueden ser comprados, es mejor desconfiar. Si las publicaciones que se presentan se refieren a revistas o editores depredadores que publican previo pago, también sería mejor desconfiar e investigar más a fondo.
Segundo punto: todas las investigaciones no son iguales, y su relevancia y prestigio pueden inferirse indirectamente a partir de la relevancia y el prestigio de las revistas donde se publican. “Nature”, “Science” o “Proceedings of the National Academy of Sciences” son revistas extremadamente selectivas donde solo se publican pocos trabajos pero de gran impacto y rigor.
Las revistas de disciplina.
Luego existen muchas revistas de disciplina, en las que solo se puede publicar tras haber superado una selección, generalmente muy crítica, por parte de colegas expertos en un sector concreto que, habitualmente después de haber sugerido modificaciones y mejoras al trabajo, certifican el rigor del método y la fiabilidad de los resultados. Ciertamente este proceso es mejorable, pero en general funciona bien a la hora de separar el grano de la paja. El problema es que desde el momento de la propuesta de publicación hasta su aceptación pueden pasar años. Por eso, en estos meses se ha dado un fenómeno relativamente nuevo.
El interés suscitado por la epidemia, la necesidad de desarrollar nuevos conocimientos en base a los cuales orientar las intervenciones, y el simple impulso a comprender un fenómeno tan nuevo en sus dimensiones biológica, médica, social, económica y política, ha determinado una gran proliferación de estudios sobre el tema del Covid-19 y afines. Muy pocas de estas investigaciones se han publicado en revistas con peer-review, muchas, en cambio, han visto la luz como pre-prints, es decir como versiones preliminares que todavía no han superado la selección “oficial” de la comunidad científica. Esta es una práctica extendida y necesaria para dar a conocer los resultados preliminares de las propias investigaciones en tiempos rápidos.
La novedad está en que, en condiciones normales, estos resultados preliminares nunca llegarían a publicarse ni a ser difundidos con énfasis por la prensa y menos aún amplificados por la difusión en las redes sociales. Hoy esto sucede muy a menudo y puede representar un problema. El caso, tal vez, más asombroso es el del tristemente célebre estudio indio que habría encontrado un sospechoso parecido entre el genoma del 2019-nCoV y el del VIH. Los autores usan este resultado para alimentar la sospecha de una intervención humana en la creación intencionada del nuevo virus (Pradhan Prashant, Pandey Ashutosh Kumar, Mishra Akhilesh, et al. . Uncanny similarity of unique inserts in the 2019-nCoV spike protein to HIV-1 gp120 and Gag. bioRxiv. 2020). El término “desconcertante” (uncanny) que encontramos en el título y la expresión “improbable que sea un caso fortuito” (unlikely to be fortuitous) que aparece en el abstract del estudio, ciertamente han excitado las fantasías complotistas, que solo esperan casos como este para elaborar y difundir las teorías más extravagantes y a veces peligrosas. Es un hecho que la investigación en cuestión nunca ha sido publicada en una revista, sino que ha aparecido en una página que recoge miles de pre-prints, de origen y calidad muy heterogéneas.
La selección de la crítica.
La reacción de la comunidad científica ha sido unánime y compacta a la hora de vapulear el estudio, que pocos días después fue retirado por sus propios autores. Pero dado que el confirmatory bias es una cosa seria, esta retirada no ha hecho sin reforzar, en la mente de muchos, la convicción de que hay un complot para tapar la verdad verdadera. La situación ha degenerado hasta tal punto que la página que alberga los pre-prints de estas investigaciones ha tenido que introducir una advertencia en su página de inicio en la que se declara que los trabajos publicados son “informes preliminares que no han pasado por el proceso de revisión de los colegas, y por tanto, no deberían ser considerados como resultados conclusivos, ni deberían ser utilizados como guías para prácticas o comportamientos vinculados con la salud y tampoco deberían citarse por los medios como informaciones fiables”. A pesar de esto, la investigación del equipo indio resulta que ha sido descargada 333.272 veces, situándose entre el 5% de los trabajos científicos más visualizados en la web. El 94% de las veces el trabajo ha sido reenviado por usuarios no expertos, es decir ajenos a la comunidad científica.
En una entrevista en “The Atlantic”, Julie Pfeiffer, coeditor del “Journal of Virology”, cuenta que su revista se ha visto inundada estas semanas por una multitud de investigaciones tan claramente inconsistentes que no han sido dignas ni de ser enviadas a los especialistas para una revisión. “Estas investigaciones no deberían ser publicadas en ninguna parte – continúa Pfeiffer – pero acaban estando disponibles como pre-prints incluso para un público no especializado al que le cuesta comprender su valor y fiabilidad”.
El tercer ejemplo se refiere a la valoración de los efectos de las medidas de intervención mediante el razonamiento contrafactual. Hemos escuchado y leído decenas de declaraciones sobre las políticas adoptadas por los gobiernos nacionales y por las autoridades de salud pública para reducir la difusión del virus. Sobre todo ahora, cuando comienzan a adoptarse medidas de alivio. La distancia social ¿ha sido exagerada o debería haber sido más severa? La reapertura ¿es prematura o tardía? ¿Por qué los bares y los restaurantes pueden abrir y las iglesias y los teatros siguen cerrados?
Factual y contrafactual.
Muchas de estas posiciones son tan perentorias como basadas en una lógica bailarina. En vísperas del nuevo milenio, todos temimos el colapso de las infraestructuras informáticas a causa del “efecto 2000”. Cuando el 1 de enero del 2000 no ocurrió nada significativo, todos pensaron que se había sobrevalorado el peligro y que el alarmismo había sido exagerado. Muy pocos pensaron que tal vez no ocurrió nada porque meses atrás una multitud de técnicos informáticos en todo el mundo trabajó aceleradamente para prevenir las consecuencias más desagradables.
Nadie pensó en lo que había ocurrido comparándolo con lo habría podido ocurrir. Sin embargo, ese es precisamente el itinerario necesario para expresar una valoración correcta. Cada vez que hay que valorar la bondad de una política pública, al igual que la eficacia de un fármaco, es necesario comparar lo “factual”, es decir lo que ha ocurrido, con lo “contrafactual”, lo que habría podido ocurrir y no ha ocurrido. Por eso, en las pruebas farmacéuticas se utilizan grupos de control a los que se les suministra placebo y, cada vez con más frecuencia, para la valoración de las políticas públicas se utilizan las técnicas de los experimentos randomizados. Juzgar la bondad de una decisión solo en base a sus consecuencias observadas y no en base a lo que habría podido suceder de no haberse adoptado, es un error metodológico fundamental; significa limitarse a razonar en base a correlaciones y no a nexos causales. Las correlaciones son útiles, pero hay que manejarlas con gran cautela: por ejemplo, el hecho de que el consumo per cápita de queso en los Estados Unidos se correlacione fuertemente (r=0.94) con el número de muertos estrangulados por la sábana de su propia cama no nos dice en absoluto que el consumo de queso convierta a las sábanas en asesinas.
Estas consideraciones, junto a la conciencia creciente de lo ilusorio que resulta un conocimiento sin mediaciones, directamente accesible sin necesidad de la mediación de los expertos, deberían llevarnos a pensar nuevas perspectivas para la salida de la crisis, pero también para el momento actual. En primer lugar, la necesidad de promover en la opinión pública una visión correcta del papel del conocimiento científico y del saber especializado en diálogo entre distintas disciplinas. En segundo lugar, la necesidad de seleccionar una clase dirigente, pública y privada, con especial referencia al ámbito político y de la comunicación, dotada de una mayor familiaridad con la ciencia y sus métodos. En tercer lugar, sería deseable atravesar definitivamente el vado de las “dos culturas” que lleva mucho tiempo ralentizando el crecimiento y el desarrollo de nuestro país. Para terminar, es necesario reivindicar una vez más la extrema necesidad de investir masiva y eficazmente en educación y en investigación. La pandemia nos enseña que esto no puede ser un eslogan vacío, porque representa una necesidad imperiosa para el presente y aún más para el futuro próximo.