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La salud es un bien común global

Mind the Economy, serie de artículos de Vittorio Pelligra en Il Sole 24 ore.

Vittorio Pelligra.

Original italiano publicado en Il Sole 24 ore del 19/04/2020.

Estos meses de pandemia están siendo, en varios sentidos, meses de revelación. Esta experiencia única y trágica, que estamos viviendo juntos, produce una especie de afinamiento de los sentidos que nos ayuda a descubrir aspectos fundamentales de nuestra vida que, en el mejor de los casos, pasaban inadvertidos cuando los tiempos eran “normales”.

Uno de estos aspectos es la conciencia de que la salud, la de cada uno de nosotros, no puede ser considerada un bien privado, un asunto individual, sino que posee todas las características de un bien común, y un bien común global. 

Los economistas tienden a clasificar los bienes en base a la intensidad con que poseen dos características: “exclusividad” y “rivalidad”. Los bienes de alta exclusividad son aquellos de cuyo disfrute es relativamente fácil excluir a los demás. Si compro una pizza, fácil y legítimamente puedo impedir que otro se la coma. En cambio, si ilumino mi calle no me resulta fácil impedir que mi vecino disfrute de la misma iluminación. La segunda dimensión es la de la “rivalidad”. Los bienes rivales son, típicamente, aquellos que se consumen con el uso. Una vez que me he comido la pizza, ni yo ni nadie puede volver a comerla. Por el contrario, el hecho de que mi vecino disfrute de la iluminación nocturna, no impide que yo también lo haga. La iluminación no es rival. 

El alto grado de exclusividad y rivalidad son características definitorias de los bienes privados. En el polo opuesto se encuentran los bienes no-exclusivos y no-rivales. Estos son los bienes públicos. Por ejemplo, un parque de ciudad: en tiempos normales no se puede legítimamente impedir a nadie que dé un paseo por el parque o que disfrute de su relajante vista, pero, al mismo tiempo, el hecho de que alguien disfrute de ese bien no impide que otros lo hagan. El bien público no se consume, no es rival. Ejemplos de bienes públicos, en tiempos normales, son la escuela, la administración de la justicia, la sanidad, la prensa libre o la calidad del debate público, por citar solo algunos. 

A medio camino entre los bienes públicos y los privados están los bienes comunes, es decir bienes no exclusivos pero sí rivales. Son bienes de cuyo disfrute no es posible excluir a nadie, pero sí se consumen con el tiempo. Estos bienes son especialmente importantes, no solo porque la calidad de nuestra vida depende cada vez más de ellos – un ejemplo es la calidad del medio ambiente – sino también porque son particularmente frágiles.

En 1968 Garrett Hardin publicó en “Science” un artículo significativamente titulado “The Tragedy of the Commons” (La tragedia de los bienes comunes), en el que mostraba una paradoja implícita en la gestión de estos bienes. Hardin puso el ejemplo de un terreno común donde un grupo de ganaderos podía llevar su ganado a pastar. Cada ganadero tenía interés en llevar cada día el mayor número de cabezas a pastar para obtener el máximo beneficio, sabiendo que los costes asociados a este comportamiento (el consumo del pasto) eran, por así decir, socializados, es decir divididos entre todos los ganaderos. 

Desde el punto de vista individual, los beneficios son altos y los costes bajos. Esto provoca que cada ganadero tienda a explotar el pasto lo más posible. Este comportamiento, aun siendo óptimo desde el punto de vista individual, cuando es llevado a la práctica por todos los ganaderos (el bien es no-exclusivo), origina una sobreexplotación del bien que lo lleva a su destrucción. «La esencia de la tragedia – escribe Hardin justificando el título de su artículo – no está en la infelicidad. Reside más bien en la solemnidad del despiadado funcionamiento de las cosas (…), en la inevitabilidad del destino y en la futilidad de cualquier tentativo de escapar de ella».

La raíz de la paradoja que emerge de la lógica de los bienes comunes tiene que ver con el conflicto entre la racionalidad del autointerés y la irracionalidad de sus resultados: la persecución racional del interés individual conduce al peor resultado, tanto desde el punto de vista colectivo como individual. El “self-interest” es “self-defeating”; el autointerés, en este ámbito, se destruye a sí mismo.

La primera implicación de este tema es que los bienes comunes, por su naturaleza, son frágiles y, por tanto, necesitan protección y tutela activa. Si no protegemos activamente el medio ambiente, este, naturalmente, será sobreexplotado y destruido. Las respuestas tradicionales a este problema históricamente han apuntado en dos direcciones opuestas pero complementarias: la privatización y la estatalización. Las dificultades a la hora de preservar los bienes comunes pueden eliminarse tanto si el bien común se convierte en propiedad privada como si se convierte en propiedad pública. En el primer caso, el interés privado y el interés social están alineados, sencillamente porque se elimina la dimensión social. En el segundo caso, el interés privado es tutelado mediante una limitación de la libertad individual por parte de un poder superior: el estado.

Sin embargo, en la sociedad globalizada en la que vivimos hoy, estas soluciones tradicionales se muestran limitadas. La naturaleza misma de los bienes comunes se está transformando, ya que los más importantes han adquirido una dimensión global. Los global commons, los bienes comunes globales, son aquellos bienes comunes cuyo efecto transciende los límites de las fronteras nacionales. Intentemos pensar en el agua del río Nilo. De su disponibilidad y calidad depende la vida de millones de personas en cada uno de los ocho estados por los que atraviesa. Cada uno de estos países tiene un incentivo, según el espíritu trágico puesto de manifiesto por Hardin, para sobreexplotar este recurso y obtener los mayores beneficios, a costa de los demás. Ninguno de estos impulsos de apropiación podrá nunca ser limitado y regulado por la intervención de una única legislación nacional. Lo mismo que decimos del Nilo podemos aplicarlo a la atmósfera, a las grandes selvas o a los océanos. Ninguno de estos global commons podrá ser tutelado adecuadamente usando los instrumentos del mercado o de las autoridades nacionales.

Hemos pasado muy rápidamente, en las últimas décadas, de una situación en la que el estado de salud del individuo era un asunto puramente privado o, como mucho, familiar, a la conciencia de que la salud individual es un asunto social. Si mi hijo está inmunodeprimido y va al colegio con un compañero no vacunado, sus padres se están comportando como los ganaderos egoístas de Hardin: están intentando obtener el máximo beneficio individual haciendo recaer su coste sobre todos los demás, sin darse cuenta de que entre “los demás” también están ellos mismos. De ahí la necesidad de una intervención legislativa para tutelar la salud pública.

Hoy la epidemia nos impulsa a dar un paso más. Nos muestra que, en realidad, la salud tiene todas las características de un bien común y de un bien común global. No se trata en absoluto de una cuestión privada. Es decir, no basta tutelar la salud de los ciudadanos dentro de las fronteras nacionales, porque, con el nivel de permeabilidad de las mismas a los sacrosantos movimientos de personas, o todos estamos seguros o nadie lo está. Lo decía el Papa Francisco hace unos días: “Nadie se salva solo”. Lo escribió Garrett Hardin unas décadas antes, a propósito de su ética de la lancha de salvamento (lifeboat ethics). 

Está muy bien que las medidas de distanciamiento social hayan aplanado la curva de los contagios evitando superar el umbral crítico de la disponibilidad de camas de cuidados intensivos. Pero este umbral, en Italia, es de 12.5 camas por cada 100.000 habitantes y en Inglaterra es de 6.6; pero en Filipinas es de 2.2 y en Bangladesh de 0.7 camas por 100.000 habitantes. El acceso a las estructuras sanitarias, así como a las terapias farmacológicas y, en un futuro esperemos no demasiado remoto, a la vacuna, no está garantizado para todos de la misma manera. El virus no es en absoluto democrático, como algunos se obstinan en escribir. Los costes de la pandemia no se reparten de manera igualitaria y el impacto futuro será más fuerte para las personas más frágiles y vulnerables, ya sean estos individuos o países. 

Este es el verdadero centro de la cuestión. Los países que hayan sufrido un impacto menor, que hayan podido garantizar a sus ciudadanos unos niveles mayores de protección, que hayan podido recuperarse antes, seguirán, en todo caso, expuestos al riesgo de un contagio de vuelta y a la aparición de nuevos focos en medida proporcional a la protección obtenida, no tanto y no solo por sus ciudadanos, sino por los ciudadanos de países menos protegidos. Al igual que la fuerza conjunta de una cadena está determinada por la fuerza de su anillo más débil, la eficacia del sistema de protección sanitaria mundial es definido por la calidad de la protección garantizada a los más débiles. La utopía de vivir en un mundo globalizado, pero encerrados dentro de fronteras nacionales, choca con la realidad trágica de los hechos, y las mascarillas no serán suficientes para enmascarar las caras que llevamos demasiado tiempo sin querer ver. Del mismo modo que el “aluvión racista” que devastó New Orleans después del huracán Katrina, desencadenó, en 2005, una catarsis social que condujo al desarrollo del movimiento mundial por la justicia climática global, quizá también de esta pandemia pueda salir algún bien como efecto colateral del mal.

El shock antropológico que estamos experimentando dejará señales indelebles en nuestras conciencias y en nuestra memoria que cambiarán radicalmente nuestra forma de pensar el futuro. Tal vez sea una ocasión, un ejemplo del “catastrofismo emancipatorio”, por usar la eficaz expresión de Ulrich Beck, para repensar las condiciones de nuestra vida en común y de nuestra acción social, dentro de un nuevo horizonte de fraternidad.

El surgimiento de un nuevo horizonte normativo e incluso institucional no es, ciertamente, un proceso automático, sino que debe apoyarse en un trabajo cultural y transformador en el que el principio olvidado de la Revolución Francesa podría, tal vez, ejercer una función catalizadora. Esta pandemia también nos enseña que, mientras la distribución de los bienes, aunque sea fuertemente desigual, es perfectamente compatible con nuestro sistema geopolítico y económico actual, dado que está centrada en las unidades políticas nacionales, la distribución de los males solo puede verse con una mirada cosmopolita. Pero el panorama que se contempla con esa mirada es verdaderamente descorazonador. La epidemia nos ayuda a razonar superando la perspectiva nacional, porque es verdad que cada país está viviendo historias parcialmente diferentes, pero todas se inscriben dentro del mismo acontecimiento global, que nos iguala y nos hace comprender, de forma inédita, la dimensión de nuestra interdependencia. El virus nos afecta a todos. En esta condición de riesgo y precariedad, adquiere aún más fuerza la convicción expresada por Ulrich Beck de que vivimos una metamorfosis “que hasta ayer era impensable y hoy se ha convertido en real y posible”.

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