Mind the Economy – Serie de artículos de Vittorio Pelligra en Il Sole 24 ore
di Vittorio Pelligra
Original italiano publicado en Il Sole 24 ore del 24/11/2019
Las plazas están animadas: Hong Kong, Santiago de Chile, París, La Paz, Barcelona, Bogotá y, en Italia, Bolonia, Mantua y todas las que seguirán el flujo de las “sardinas”. Es un otoño caliente como hacía tiempo que no se veía. Algo está ocurriendo. Se trata de movimientos diferentes, con razones variadas y plurales, como diferentes son las historias de las comunidades que se manifiestan, pero todos ellos, como cualquier forma de descontento, están generados por un sentimiento de profunda frustración.
En el caso de Hong Kong, son las aspiraciones de democracia y libertad negadas por una política capitalista que, pese a producir una gran riqueza, se muestra hasta tal punto autoritaria que utiliza la censura y un fortísimo control social.
En otros casos, como en Chile y Colombia, son promesas de bienestar que han pagado el precio de unas políticas ultraliberales que se desvanecen frente al aumento del precio del billete del metro. O como en Bolivia, donde la ilusión de un gobierno del pueblo es traicionada por la sordera ante su voz, que es ignorada cuando se vuelve en contra del poder del momento. Son también aspiraciones de independencia, participación, serenidad y normalización, como las reivindicadas por las sardinas italianas o por los chalecos amarillos franceses, con todas las diferencias que existen entre estos movimientos.
Siempre parece que falla algo, la promesa primigenia de la vida en común, que hace que necesitemos ser un grupo, es decir un seguro colectivo contra la mala suerte y, aún más, la promesa de un provecho mutuo, de un beneficio reciproco.
Constituirse en comunidad es la respuesta humana ante los desafíos de la existencia. La decisión de darnos reglas de respeto y reciprocidad, de reconocimiento y confianza, de fiabilidad y cooperación, encuentra su fundamento en la perspectiva de poder alcanzar resultados en términos de bienestar, seguridad y desarrollo, que en caso contrario quedarían fuera del alcance del individuo. Sin este cemento, la vida en común sería en el peor de los casos, un estado de naturaleza hobbesiano donde «no hay sitio para la industria, porque su fruto es incierto, y en consecuencia no hay cultura de la tierra, ni navegación, ni uso de los productos que se pueden importar por mar, ni edificios cómodos, ni máquinas para mover y transportar cosas que requieren mucha fuerza, ni conocimiento de la faz de la tierra, ni cálculo del tiempo, ni artes, ni letras, ni sociedades; y, lo que es peor, hay un continuo temor y un peligro de muerte violenta, y la vida del hombre es solitaria, mísera, desagradable, brutal y breve».
He aquí la posibilidad y la necesidad de construir relaciones sociales cooperativas, basadas, siguiendo la tradición del liberalismo democrático, en lo que John Stuart Mill define como «la comunidad del provecho». Se trata de la idea según la cual la vida social y económica se construye alrededor de la cooperación encaminada al recíproco y mutuo provecho.
Ir hasta el fondo de esta idea es una operación tan compleja como necesaria. Lo intenta, con un resultado impresionante, por su lucidez y alcance, el economista y filósofo inglés Robert Sugden, en su último libro titulado “The Community of Advantage” (Oxford University Press, 2018). En él declina la idea del mutuo provecho a través de tres principios complementarios: el beneficio recíproco, como principio regulador de la vida social, la visión del mercado como una red de transacciones voluntarias mutuamente provechosas y, finalmente, el hecho de que en estas transacciones cooperativas, a cada individuo le corresponde decidir qué es provechoso para él y qué no lo es.
Parecen ideas inocentes y casi obvias. En realidad, son portadoras de una revolución conceptual que no solo nos ayuda a comprender los movimientos de la más rabiosa modernidad, sino que además apuntan hacia caminos que alumbran el futuro.
Leídas sobre este trasfondo, las plazas, por ejemplo, adquieren un color distinto: el de la desilusión y la exclusión, la añoranza y la traición. El resorte es la promesa traicionada de un beneficio común; un beneficio quizá distribuido injustamente, pero alcanzable para todos dentro de una economía de mercado bien regulada y orientada a la eficiencia. Una promesa traicionada que habla de la exclusión de aquellos que, al no tener acceso a los beneficios del crecimiento y al quedarse en la larga cola de la distribución de la riqueza, se ven cada vez más marginales también desde el punto de vista político y social. Estratos cada vez mayores de la población mundial se vuelven etéreos, políticamente hablando, y completamente irrelevantes. Y no importa, en este sentido, si la reivindicación es la de una mayor libertad en la rica Hong Kong, o la de un transporte público al alcance de todos en la populosa y desigual Santiago. La raíz es la misma.
Por una parte, se pide más libertad y por otra más equidad. Pero la petición, en el fondo, es la misma. La promesa de la vida en común, el muto provecho, es negado y traicionado. El deseo de participación y normalidad de las sardinas y el deseo de visibilidad y reconocimiento de los chalecos amarillos habla el mismo idioma, porque la moneda del mutuo provecho no es la riqueza en sí misma, o la libertad, o el poder político, o el acceso a la información, sino las oportunidades.
En una tradición auténticamente liberal, la riqueza, el poder, la información, la participación, la instrucción, la salud y los derechos no representan fines en sí mismos, sino que son medios para poder vivir la vida que cada uno, individualmente, considera digna de ser vivida. Nadie debería decir cuál es esa forma de vida, sino que cada uno debería poder decidir por sí mismo.
Por eso, el criterio de valoración de lo que es provechoso y de lo que no lo es, dentro de un determinado pacto social, solo puede ser declinado en términos de espacios de oportunidades. Esto equivale a preguntarse hasta qué punto la sociedad en la que vivimos nos permite elegir entre modos de vida alternativos, cuántas opciones concretamente tenemos a nuestra disposición, cuántas oportunidades distintas de elección se nos ofrecen.
Por poner un solo ejemplo, ¿es posible afirmar que una sociedad más rica es mejor que una sociedad menos rica? En este sentido, la respuesta no puede ser unívoca, porque la primera puede quedar bloqueada en términos de movilidad social. Si la familia en la que naces, no por mérito ni por demérito, determina de forma relevante quién vas a ser de mayor, a qué escuelas vas a poder acceder, qué calidad de cuidados sanitarios que vas a recibir, qué perspectivas de participación social y qué peso político vas a poder ejercer, ¿estamos seguros de que una sociedad más rica deba ser considerada “mejor” que una en la que el espacio de las oportunidades sea más amplio, aunque tenga un nivel de renta per cápita inferior? Podemos ser ricos y acaudalados y sin embargo quedar atrapados en un sistema injusto de “desiguales oportunidades”, socialmente patógeno e inestable, donde las rentas de posición, las estructuras de poder oligárquicas y un mercado excesivamente concentrado pueden desviar la promesa de muto provecho hacia algunos, a costa de muchos que ven sus espacios de oportunidad estrecharse cada vez más. De ahí la frustración, la sensación de traición, la desconfianza y la nostalgia que generan las manifestaciones actuales y potenciales.
Si este diagnóstico posee un mínimo de realismo descriptivo, nos debería llevar a plantearnos una cuestión central. ¿Cuál es el camino para dar respuestas verdaderas y creíbles a esta profunda demanda de oportunidades? El camino parece ser exactamente el contrario al que ha recorrido durante las últimas décadas la política de corte populista. La política de escuchar los humores de los electores y responder en términos de medidas calibradas en base a las preferencias de la mayoría de esos mismos electores se ha demostrado fundamentalmente negligente e incluso dañina.
Una sencilla y radical explicación podemos encontrarla en el hecho de que las preferencias de los electores sencillamente no existen. Es decir, no existen estructuras dadas y estables de preferencias que determinen, para cada individuo, un ordenamiento para los posibles resultados o escenarios. En nuestras cabezas no existe nada parecido a una clasificación preconstituida acerca de cuánto nos gustan los distintos tipos impositivos o los distintos supuestos de reglamentación de la ciudadanía o los distintos grados de tolerancia religiosa o las propuestas alternativas de tutela del medio ambiente.
Uno de los resultados más fuertes y robustos de la economía comportamental de las últimas décadas muestra cómo nuestras preferencias no vienen “dadas”, sino que son “construidas”, y por tanto son maleables, variables en el tiempo, ambiguas e inciertas, a veces hasta el punto de no poder decidir qué “preferimos” hasta después de haber elegido.
Así pues, desde la perspectiva de una política verdaderamente respetuosa con las personas, con cómo somos realmente y no cómo nos gustaría ser, y por tanto una política que tenga en cuenta cómo pensamos, cómo decidimos y cómo funcionan en la práctica nuestros cerebros, está claro que la escucha del pueblo es solo un recurso retórico de baja estofa para enmascarar decisiones ya tomadas en otro lugar y no ciertamente en la plaza pública y democrática. Es la misma retórica vacía de la democracia directa o del pueblo que decide.
En estos términos, dejar la decisión al pueblo, o a los militantes en las plataformas online, solo significa dejarles ratificar decisiones ya tomadas. Es un estándar más bien bajo para cualquier idea de democracia liberal. Pero hay alternativas posibles, por suerte. Alternativas que para ser creíbles deberían basarse en cuatro pilares: el enfoque contractualista, el concepto de responsabilidad, el principio del mutuo provecho y el criterio de oportunidad.
El enfoque contractualista prevé que cada decisión que tenga consecuencias sobre mí, directa o indirectamente, requiere mi adhesión voluntaria a un acuerdo suscrito por las partes. Si uno de los contrayentes desea que el otro realice una serie de acciones, que haga la parte que le corresponde para alcanzar el objetivo común, es necesario que lo convenza mediante argumentos válidos; argumentos que la otra parte considere válidos. Este es el espacio del debate público en una democracia liberal.
La política debe elaborar propuestas y debe convencer a los ciudadanos, en base a argumentos válidos, de que tales propuestas van a promover su interés; un interés que en este sentido solo puede asumir la forma de un mutuo provecho. La alternativa a esta perspectiva solo puede ser una autocracia, más o menos velada, benevolente en el mejor de los casos y extractiva en el peor, pero siempre autoritaria.
Da la impresión, sobre todo en el panorama de nuestra política, de que ninguno de los componentes en juego tiene ganas o capacidad para asumir la responsabilidad de ejercer este rol. Por una parte, está la falsa escucha de las instancias populares y por la otra, la propuesta vagamente impositiva de políticas, tal vez orientadas a un razonable sentido común, pero flojas y escasamente convincentes. Falta el esfuerzo de la persuasión, o quizá prevalezca el fastidio ante la necesidad de una legitimación que necesariamente tiene que venir de los ciudadanos.
El segundo pilar es el principio de responsabilidad en virtud del cual el voto se pide en base a ideas sometidas a la atención de los ciudadanos, de las cuales se asume la paternidad y la responsabilidad. Si las ideas no son aceptadas quiere decir que no han sido presentadas adecuadamente, y esto es una culpa, o que simplemente no han sido acogidas por los ciudadanos, cualquiera que haya sido el criterio de valoración; y esto es un hecho. Esta interpretación se apoya en el supuesto de que cada ser humano con el que interactuamos debe ser considerado digno de respeto, razonable y más parecido a nosotros de cuanto podamos pensar a primera vista. Esto último es un deber moral y pragmático.
El tercer pilar está constituido por el principio de mutuo provecho. Es el criterio a través del cual podemos valorar la bondad de nuestro pacto social. En una democracia liberal, toda política adquiere significado solamente si produce un provecho recíproco.
A corto plazo podría incluso existir una asimetría en este sentido, ya que el provecho podría estar distribuido de manera desigual. Pero a largo plazo, ninguna comunidad podría seguir rigiéndose establemente en base a un pacto en el que alguien gana siempre y alguien sistemáticamente pierde. Para terminar, el último punto es: ¿cómo distinguir lo que es provechoso de lo que no lo es? Es decir ¿cómo medir el provecho recíproco? Mediante el “principio de oportunidad”.
Si un acuerdo suscrito voluntariamente, ya sea mediante una firma en un contrato o mediante un voto político, es capaz de producir una ampliación de mi espacio de oportunidades, sin determinar al mismo tiempo la reducción del espacio de oportunidades de otro, entonces ese acuerdo puede ser considerado mutuamente provechoso. Este principio protege de fáciles manipulaciones. Supongamos que alguien os dijera que Europa es más madrastra que madre y que sería mejor salir del euro; o que os haga creer que menos inmigración significaría más puestos de trabajo y más riqueza, o que unos impuestos bajos para ricos y pobres aumentaría las oportunidades de encontrar trabajo para los jóvenes que no consiguen encontrarlo.
¿Cómo podríamos valorar la bondad de estas propuestas? Idealmente sería necesario realizar un análisis “contrafactual”. Podríamos valorar cada una de estas políticas comparando lo que sucedería en caso de llevarlas a la práctica con lo que, en igualdad de condiciones, sucedería si no se realizaran. Esto, como se comprende fácilmente, no es un ejercicio siempre realizable. Este es el motivo por el que necesitamos otro criterio para valorar la bondad de determinadas propuestas. Y el criterio son los ciudadanos mismos. Cada uno de nosotros.
Deberíamos tener valor, verdaderamente, para dejar que los ciudadanos, cada hombre y cada mujer, decidan cuál es la vida que consideran digna de ser vivida. Deberíamos tener el valor de reivindicar la necesidad de tener esta posibilidad. Es más, deberíamos tomarnos la posibilidad de valorar, a través de este criterio, cuáles son las políticas que aumentan las oportunidades de vivir la vida que cada uno considera digna de ser vivida: tener o no un hijo, aceptar o no un trabajo en una fábrica de armas, estudiar o no, amar a quien se quiera, reír o no, conocer, encontrar, acoger e incluso equivocarse.
Una sociedad donde puedo elegir equivocarme siempre es mejor que una sociedad en la que alguien me obliga a no equivocarme. Si no puedo equivocarme tampoco puedo aprender. Pero de esto hay que convencer a cada ciudadano, de manera razonable y con argumentos verdaderos, no con bajos recursos. Este es el papel más auténtico de la política, de esa política que tanto necesitamos para construir un país civilizado y moderno. Esto, en el fondo, es lo que se está pidiendo en las plazas.