Mind the Economy - Serie de artículos de Vittorio Pelligra en Il Sole 24 ore
Vittorio Pelligra
Original italiano publicado en Il Sole 24 ore del 10/11/2019.
La gente ¿piensa alguna vez con “las vísceras”? Me refiero a las verdades incómodas y un poco groseras que muchos piensan, aunque se avergüencen de ello. Por ejemplo, las vísceras nos dicen que los inmigrantes son distintos de nosotros. El cerebro, bien educado y reforzado con el sentido moral, afinado por estudios superiores y buenas compañías, en la mayor parte de los casos nos impulsa a rechazar estos pensamientos y a dejarlos en la parte baja, de donde salieron.
La errónea consideración de las vísceras.
Los inmigrantes son como nosotros, independientemente del color de su piel, de su religión y de su lengua. ¿Y qué decir de los impuestos? “Hay que pagarlos”, dice el cerebro. Pero las vísceras piensan otra cosa: los impuestos son excesivamente altos y el estado es ineficiente; por eso, si es posible evadirlos o eludirlos, aunque sea un poco, ¿por qué no hacerlo? ¿Y los políticos? Todos iguales, poco honrados y en busca de privilegios. ¿Y los del sur? Todos sinvergüenzas, adolecen de asistencialismo. ¿Y los del norte? Todos estajanovistas, individualistas y maleducados. ¿Y Europa? Burócratas codiciosos. ¿Y la jubilación? Cuanto antes, mejor, aunque peligre el sistema retributivo. ¿La deuda pública? Que la paguen otros. Estos pensamientos, que todos tenemos, salen de las tripas, de los instintos más primitivos, y por eso, según algunos, son más genuinos, espontáneos y honrados. Y a quien los reprime, respetando las convenciones sociales, se le tacha de buenista, falso e hipócrita.
Se dice que estas son las tripas del país, y aquellos que consiguen sintonizar sin vergüenza con estos sentimientos, bajos pero espontáneos y extendidos, ganan apoyos, popularidad y al final votos. Pero ¿es cierto que estas son las tripas del país? ¿Es cierto que esto es lo que pensamos todos, aunque luego este pensamiento, en muchos casos, se diluya por el sentido moral, las convenciones sociales y la educación? ¿Es cierto que nuestras vísceras nos llevan a expresar instintos casi animales de repulsión hacia los demás, de egoísmo inmoderado, de insociabilidad feroz? No, las cosas no son así.
El circuito neuronal.
Los instintos, las tripas, los sentimientos viscerales tienen injustamente esta fama inmerecida. No somos, por naturaleza, los “homini lupus” de los que hablaba Hobbes, ni mucho menos los bribones que, según Hume, siguen las reglas generales y aprovechan cualquier excepción en su propio provecho. El “leño torcido de la humanidad”, del que hablaba Kant, es en realidad un poco más recto y noble de cuanto hemos creído durante siglos. Nuestras vísceras, si podemos llamarlas así, son mucho más sociables de lo que generalmente se piensa; son altruistas y están dispuestas a ayudar. Las pruebas que apoyan esta tesis son muchas y robustas. Empecemos por el cerebro. En nuestra cabeza hay un circuito neuronal que se llama “default network” [red por defecto].
Este circuito es interesante porque es el que se activa cuando no hacemos nada, cuando no desempeñamos una tarea concreta, cuando no estamos concentrados en un pensamiento o razonamiento, cuando no intentamos recordar algo o realizar alguna acción compleja. Lo interesante de esta red por defecto es que está formada por las mismas zonas de nuestro cerebro implicadas en la llamada cognición social. Son las mismas zonas que usamos para pensar y para relacionarnos con los demás, para pensar sus pensamientos, para adaptar nuestros actos a los suyos, para colaborar, para trabajar en equipo, para realizar acciones complejas y coordinadas, y así sucesivamente. Nuestro “estado natural”, si así podemos llamarlo, está en modo “social”. Es lo que Daniel Dennett llama “actitud intencional”, que es la que promueve la comprensión y la conexión con los otros, la empatía y la colaboración.
Las observaciones de Hamlin.
Desde muy pequeños aprendemos a distinguir instintivamente lo que es socialmente correcto y lo que no lo es. Los experimentos de Kiley Hamlin, psicóloga del desarrollo de la Universidad de la Columbia Británica, muestran que, ya desde los ocho meses de edad, los niños prefieren las marionetas a las que han visto ayudar a otras marionetas que aquellas que no han ayudado. No solo eso, sino que esos mismos niños muestran una propensión hacia las marionetas que han castigado a otras marionetas por no haber prestado ayuda cuando habrían podido hacerlo.
No solo nos gustan los altruistas, sino que también nos gustan los que no son altruistas con los egoístas. Este mecanismo, evolutivamente hablando, ha demostrado ser muy valioso a la hora de facilitar el nacimiento y la difusión de las normas sociales de cooperación. El hecho de que estos comportamientos se manifiesten en edades tan tempranas significa que no son aprendidos durante el proceso de socialización, sino que tienen una naturaleza instintiva; son precisamente comportamientos “viscerales”.
En otro experimento clásico, realizado con niños de corta edad, se presentaban a los participantes distintos modelos: En un primer caso, un jugador adulto, que había ganado algunos premios a los bolos, decidía generosamente dar una parte de los premios a los niños pobres y para ello los depositaba en un contenedor. En otro caso, un segundo jugador, tras haber ganado, se llevaba todos los premios ignorando el contenedor para los niños pobres. Después de asistir al comportamiento de los distintos modelos, los niños que jugaban al mismo juego y ganaban premios se mostraban más generosos si habían observado el primer modelo y más egoístas si habían estado expuestos al segundo modelo.
Además, cuando a estos niños se les pedía que enseñaran el juego a otros participantes más pequeños, estos no se limitaban a describir la técnica del juego, sino que enseñaban a sus compañeros más pequeños qué debían hacer con los premios ganados, de forma diferente en función del modelo al que había sido expuestos. Nuestro nivel de altruismo o egoísmo se deriva por tanto de nuestra capacidad innata para aprender normas sociales de forma automática y de los modelos a los que hemos sido expuestos.
Los estudios del MIT de Boston.
Un tercer indicio relativo al funcionamiento de nuestras “vísceras” viene de una serie de estudios realizados por David Rand, director del Human Cooperation Laboratory del MIT de Boston. En estos estudios, Rand y sus colaboradores utilizan una serie de juegos económicos en los que se simula el proceso de producción de un bien público. Estos procesos simulan una situación parecida a la que se da cuando elegimos o no separar los residuos, pagar los impuestos, no traicionar la confianza depositada en nosotros o respetar el medio ambiente, solo por poner algunos ejemplos. En todos estos casos, cada uno de nosotros estaría más contento si todos los demás cumplieran con su parte. Pero si todos cumplen con su parte, individualmente tendríamos un incentivo para no cumplir la nuestra (ya se ocupan los demás). Entonces nadie haría lo que debe y el bien público no se produciría.
Esto es lo que prevé la teoría. Por suerte nosotros somos mejores que ella, y muchos contribuimos a la producción del bien público en mayor medida que lo que prevé la teoría. Pero lo verdaderamente interesante – este es el descubrimiento de Rand – es que la probabilidad de contribuir y el importe de la contribución son inversamente proporcionales al tiempo empleado en decidir. Cuanto más rápida es la decisión, mayor es la probabilidad de que esta decisión sea cooperativa. Los egoístas y los gorrones, por término medio, emplean más tiempo en decidir. Eso quiere decir que la cooperación es la elección “visceral”, inmediata y automática, mientras que el egoísmo individualista surge de una elección más razonada y meditada.
La influencia de las normas sociales.
Los comportamientos que producen, a largo plazo y colectivamente, una mejora de las condiciones de las comunidades que los adoptan, han sido codificados, en nuestra historia cultural, bajo la forma de normas sociales. Los antropólogos nos explican que el sentimiento de vergüenza suele nacer de la conciencia de haber violado alguna de estas normas.
Nos avergonzamos porque sabemos que deberíamos haber seguido determinada regla y no lo hemos hecho, y esto supone un daño para nuestra comunidad o nuestro grupo. Pero sobre todo nos avergonzamos y nos mostramos arrepentidos para señalar a los demás miembros de nuestro grupo que nos damos cuenta de que nos hemos equivocado y pedimos clemencia.
Por eso, el éxito y el bienestar de una comunidad dependen de forma crucial de la calidad del paquete de normas sociales de las que se ha dotado. Cuanto mayor sea la eficacia de estas normas a la hora de promover la cooperación, mejores resultados obtendrá el grupo. Pero las normas cambian, y comportamientos que antes nos causaban vergüenza, ahora nos dejan indiferentes, cuando no nos hacen sentir orgullo. Hace unos días en Alessandria, una señora de cierta edad se negó a quitar una bolsa de la compra de un asiento del autobús en el que intentaba sentarse una niña de siete años, porque esa niña era de color. Unos días antes, a Liliana Segre, una señora de 89 años que sobrevivió al exterminio en los campos de concentración alemanes, senadora vitalicia por sus méritos con la República Italiana, hubo que ponerle guardaespaldas a causa de unas amenazas, graves y repetidas, de índole racial. Esos mismos días, en Desio, durante un partido de fútbol de categoría alevín, a una madre le pareció oportuno gritarle a un pequeño futbolista del equipo adversario “negro de…”. Y nadie se avergüenza.
La respuesta que ofrecen los experimentos
Es más: parece que existe un clima de justificación social, acompañado de una corriente de sutilezas, minimizaciones y trivializaciones. ¿Cómo es posible que una señora de una cierta edad, en un autobús urbano lleno de gente, no se avergüence de maltratar a una niña de siete años a causa del color de su piel? La respuesta está ahí, en los experimentos: imitamos las figuras de autoridad y seguimos las normas sociales; por tanto, si esas normas cambian o tenemos la impresión de que han cambiado, con toda probabilidad cambiará también nuestro comportamiento. Pero no es una cuestión de “vísceras”. Todo lo contrario. Son elecciones pensadas, razonas, aprendidas. No echemos la culpa al descontento, la exasperación o la ignorancia. No son esas las causas.
La causa se encuentra en un nuevo “marco”, en un nuevo relato, plausible pero falso, que nos habla de enemigos, de invasiones, de sustitución étnica, de complots de las finanzas turbocapitalistas, de diferencias irreconciliables de raza y religión, de nacionalismos, muros y fronteras. Un relato que intenta despachar conflictos sociales y odio, cerrazón y exclusión, como nuevas reglas de convivencia, como nuevas normas compartidas.
Pero, una vez más, estos no son sentimientos “viscerales”. Son construcciones bien articuladas, pensadas, elaboradas y proyectadas para aumentar su adherencia y su eficacia. De este modo, se modifica el paquete de normas sociales que gobierna nuestra vida en común, se libera determinado lenguaje, se cambian las palabras y con las palabras los significados, las cosas de las que avergonzarse y las cosas de las que sentirse orgulloso, y finalmente nuestros comportamientos.
En algunos países y en algunas regiones, la cocina picante es apreciada, a pesar de que el picante queme la lengua y la garganta, porque eso ha facilitado el uso de una especia que evitaba que la carne se pusiera mala, sobre todo en determinadas latitudes. El cambio cultural ha reforzado la especia. La apertura al otro, la confianza y la reciprocidad son como un picante social. Hacen más sanas y prósperas nuestras comunidades, aunque a veces nos cuesten un poco.
Pero, así como la carne se estropea antes sin especias, sin altruismo y sin normas cooperativas nuestras comunidades corren el peligro de disgregarse y parecerse cada vez más a un estado de naturaleza hobbesiana, donde reinan los lobos y la vida es solitaria, pobre y triste. Ciertamente estamos viviendo una involución en las costumbres, pero no echemos la culpa a las “vísceras”, que durante miles de años nos han enseñado a ser sociables y cooperativos. Las responsabilidades están en otro lado, busquémoslas ahí.