Mind the Economy - serie de artículos de Vittorio Pelligra en Il Sole 24 ore
Vittorio Pelligra
Original italiano publicado en Il Sole 24 ore del 27/10/2019
Los humanos somos una especie dócil. Quién lo diría, a juzgar por las muchas atrocidades e injusticias de las que hemos sido responsables a lo largo de la historia. Sin embargo, si nos comparamos con nuestros antepasados más cercanos, los chimpancés, nuestra agresividad es infinitamente menor que la que muestran nuestros primos primates en su vida social.
El paso evolutivo de un estadio de agresividad elevado a otro de mansedumbre es fruto, según algunas interpretaciones, de un verdadero proceso de “auto-domesticación” de nuestra especie, mediante el cual fuimos capaces de auto-seleccionar los rasgos más amables de nuestro repertorio comportamental y extinguir los de naturaleza más antisocial (Wrangham R. 2019. Il Paradosso della Bontà. Bollati Boringhieri). Esta mansedumbre no solo nos lleva a ser generalmente tolerantes con los demás y a estar activamente dispuestos al socorro y orientados a la reciprocidad, sino también a abstenernos de realizar comportamientos provechosos para nosotros pero perjudiciales para otros.
Así pues, no existe solo un altruismo activo, sino también otro pasivo. Cuando vemos mucha gente pasando de largo delante de un mendigo sentado en el suelo pidiendo limosna, es posible que nos afecte negativamente la indiferencia de estos transeúntes distraídos. Pero no solemos pensar que, en teoría, esas personas, además de no dar unas monedas al pobre, habrían podido quitarle algo, aprovechando sus precarias condiciones físicas para salir corriendo.
Estas escenas no son frecuentes. Por eso, generalmente, los casos de altruismo pasivo que nos llevan a renunciar a un provecho personal cuando va en perjuicio de otro nos pasan prácticamente desapercibidos. Pero podemos preguntarnos: el altruismo pasivo ¿es solo la versión simétrica del activo o es algo más?
El juego del dictador: ¿qué es y cómo funciona?
Los economistas comportamentales llevan años estudiando situaciones parecidas a estas usando un protocolo muy sencillo que lleva el nombre de “juego del dictador” (dictator game). Imaginad que convocáis a cien personas y las dividís en dos habitaciones separadas. A las 50 personas de la habitación A les dais 10 euros a cada una, advirtiéndoles de que pueden guardárselos o, si quieren, también pueden compartir parte de ellos o todos con uno de los participantes de la habitación B, todo ello de forma absolutamente anónima. Una vez realizada la elección, cada uno de los participantes puede llevarse los euros que haya efectivamente obtenido.
¿Qué resultado cabe esperar? ¿Cuántos euros habrán llegado a la habitación B? Si suponemos que a cada participante le mueve solo su interés material, podemos prever que los ocupantes de la habitación A – los dictadores – habrán decidido quedarse con todos los euros y dejar que los anónimos participantes de la habitación B se vayan a casa con las manos vacías.
Sin embargo, habitualmente se observa algo muy distinto. Centenares de estudios realizados en laboratorio y sobre el terreno, en todo el mundo y en diferentes culturas, muestran que la elección de no dar nada no describe en absoluto el comportamiento de la mayoría de los sujetos. Generalmente, por término medio se comparte un tercio de la dotación: algunos no dan nada, muchos dan el 50% y otros incluso lo dan todo.
Este comportamiento es, naturalmente, muy variable. Depende, entre otras cosas, de quién imaginamos que está en la habitación B, del receptor. Depende también de la edad del dictador, del género, de su matriz cultural y de si ha estudiado o no economía. Esto último es muy interesante, pero nos ocuparemos de ello en otro momento. Hoy, en cambio, me gustaría detenerme en la estabilidad de este comportamiento.
Somos una especie dócil, social, cooperativa, y esto nos hace moderadamente altruistas incluso con los extraños. Sin embargo, estas tendencias pueden ser enormemente frágiles, vulnerables ante manipulaciones y, sobre todo, reversibles. En economía, generalmente, las elecciones se consideran manifestaciones comportamentales de una estructura interna de preferencias estables. Elijo manzanas en lugar de peras porque me gustan más las manzanas que las peras.
Las preferencias describen nuestros gustos, valores, actitudes y orientaciones; dicen lo que somos y lo que queremos. Si esto es cierto, lo que observamos en el juego del dictador pone de manifiesto preferencias que no son puramente individualistas, sino que también están, en parte, orientadas establemente hacia otros. Pero en realidad esta interpretación lineal esconde algunas complejidades de nuestros procesos decisionales, que no se habían puesto en evidencia hasta hace poco y que conllevan implicaciones profundas.
Altruismo activo, altruismo pasivo. Intentemos imaginar por un instante una versión del juego en la que, además de tener la posibilidad de dar algo de nuestra dotación, podemos quitar algo al sujeto con el que estamos emparejados. En un esquema simétrico, ante una situación como esta, si decidimos dar somos altruistas activos y si decidimos no quitar somos altruistas pasivos.
Como ya hemos visto que generalmente tendemos a dar cantidades positivas, deberíamos esperar una tendencia parecida a no quitar. John List, economista de la Universidad de Chicago, ha considerado esta posibilidad en una investigación publicada hace algún tiempo en el prestigioso Journal of Political Economy (On the Interpretation of Giving in Dictator Games, 2007).
Además de la versión estándar del juego del dictador, en la que es posible dar de cero a cinco dólares, List proponía otras dos: en la primera se podía de dar de cero a cinco pero también quitar uno; y en la segunda se podía dar de cero a cinco y quitar también hasta cinco.
En la versión estándar del juego, como era de esperar, se observa que menos del 30% de los participantes elige no dar nada, mientras que el 25% elige dar la mitad de su dotación y el resto reparte cantidades positivas comprendidas entre estos dos valores. Hasta aquí, todo va según lo esperado. La sorpresa llega con la primera variante. En este caso, por alguna razón, el número de los que no dan nada aumenta hasta el 45% y el número de los dan la mitad se reduce a menos del 10%, pero sobre todo aparecen los que quitan.
Casi un 22% de los participantes no solo no da nada, sino que elige quitar un dólar al participante de la habitación B con el que está anónimamente emparejado. Los resultados de la tercera versión del juego son aún más extremos. Ahora que se puede dar y quitar hasta cinco dólares, la elección preferida por la mayoría de los dictadores es la de quitar todo, seguida por la de no dar nada. ¿Qué está pasando? Cuando lo mínimo que se puede dar es cero, muchos dan hasta la mitad de su dotación. En cambio, cuando se puede quitar, los que antes daban cantidades positivas comienzan a no dar nada e incluso quitan. ¿Cómo explicamos este comportamiento aparentemente tan extraño?
La cuestión tiene que ver con que no tomamos nuestras decisiones en el vacío. Ya hemos hablado de ello a propósito del “nudging”. Las elecciones surgen de la interacción entre nuestras preferencias – que no vienen dadas sino que son plásticas y maleables – y las arquitecturas decisionales dentro de las cuales actuamos. Modificar el espacio de las acciones disponibles no es una operación neutral, como podría pensarse a primera vista. Altera los comportamientos, porque el conjunto de posibilidades que se nos da desde el exterior actúa como una señal de cuáles son las conductas posibles y aceptables.
En otras palabras: el espacio de las elecciones expresa las expectativas que tenemos acerca de nuestro actuar. Si me dan la posibilidad de quitarle algo a alguien, es que esa acción no es tan reprobable como creía, tal vez sea incluso socialmente aceptable; por tanto, teniendo en cuenta que se me permite ganar cinco dólares más ¿por qué no hacerlo? Mientras que en la versión del juego en la que es posible dar cero o cinco el mensaje está claro, en la versión donde se puede también quitar el significado es ambiguo: “¿qué se espera que yo haga?”.
Estamos rodeados de arquitecturas e instituciones que mandan mensajes ambiguos. En la puerta del supermercado un día vi un adhesivo donde ponía “entrada”; sin embargo, este adhesivo tenía la forma de una señal de tráfico que indica dirección prohibida. ¿Entro o no entro? ¿Qué se espera que haga? Generalmente son las instituciones las que envían este tipo de señales. Son el conjunto de reglas que nos damos para ayudarnos a organizar y coordinar las elecciones colectivas, nuestra vida en común. Pero no siempre las señales que se envían son unívocas y claras ni están orientadas hacia el objetivo declarado.
El tema de la fidelidad fiscal, por ejemplo, representa, en este sentido, un caso importante y clarificador de enorme actualidad. ¿Por qué debería un ciudadano pagar los impuestos, cuando la arquitectura decisional en la que tiene que actuar le dice que lo evite si puede? ¿Por qué debería decidir “dar” si al mismo tiempo se le dice que también “quitar” entra dentro de los comportamientos posibles e incluso aceptables?
En este caso, el desafío para las instituciones y para los decisores políticos consiste en proyectar y proponer el juego siempre solo en la versión “dar”, porque si consideramos también la de “quitar” tendremos problemas incluso peores de los que ya tenemos. Por eso, las amnistías fiscales, la desregulación del uso de dinero en metálico y la justificación de la evasión “defensiva” son contraproducentes para las finanzas públicas; no por motivos moralistas o ideológicos, sino sencillamente porque son señales que amplían el espectro de las opciones percibidas como tolerables. Nos hacen pasar del juego de “dar” al de “quitar”. Y si quitar es posible, entonces se quita.