La cultura digital separa, más que nunca, a los adultos de los jóvenes, y esto aumenta la incomprensión entre padres e hijos sobre los temas medioambientales.
Vittorio Pelligra
Original italino publicado en Il Sole 24 ore del 29/09/2019
Generar significa ser generosos. No basta traer hijos al mundo y después abandonarlos. Hoy nuestros hijos nos piden que seamos plenamente generativos, que seamos generosos, es decir que les cuidemos pero que les dejemos volar con sus alas. Los feroces ataques que hemos visto estos días hacia los jóvenes que se manifiestan por la salvaguarda del ecosistema y contra la inercia de muchos gobiernos frente a los peligros del calentamiento global, son ciertamente sintomáticos. Adultos contra muchachos.
Padres contra hijos. Estamos experimentando una parte del famoso conflicto intergeneracional del que tanto se ha hablado estos últimos años, pero que hasta ahora no se había manifestado de forma tan evidente. En nuestros países occidentales la población envejece, tenemos pocos hijos y, naturalmente esto comporta un desplazamiento del baricentro del poder hacia las generaciones más mayores, que, por naturaleza sienten más aversión al cambio y son más rígidas y tradicionalistas. La dinámica social, alimentada por un voto político cada vez más desequilibrado hacia los intereses de los adultos y de los ancianos, hace tiempo que ha agotado su fluidez y su impulso reformador. El horizonte temporal de referencia se acorta, enfermamos de “cortoplacismo”.
Este es el contexto en el que irrumpe Greta con su movimiento. Este es el contexto en el que se desencadena la reacción irreflexiva de tertulianos, intelectuales, políticos y ciudadanos de a pie a los que les cuesta comprenderla y, como defensa, atacan a estos muchachos con argumentos que muchas veces rozan el ridículo. Para rebajar la importancia del despertar ambientalista de estos jóvenes, son objeto de mofa, se pone de relieve su incoherencia y su ignorancia, se les invita a ir al colegio a aprender en lugar de salir a las calles a hacer huelga, se evocan complots de manipuladores ocultos y financieros interesados en los beneficios de una colosal operación de marketing. Pero… ¿y si estos jóvenes simplemente se hubieran despertado de la indolencia? ¿de la misma indolencia de la que los adultos llevaban años acusándoles? ¿de esa indolencia a la que nosotros, los adultos, los padres, con frecuencia les hemos encaminado?
Pero no, es mejor acusarles, como hemos leído estos días en la prensa y en las redes sociales, por pretender tener aire acondicionado, por ir a clase con el ordenador, por tener un televisor en cada habitación, por pasarse el día usando instrumentos electrónicos, por ir al colegio en coche en lugar de hacerlo a pie, por estar llenos de cosas, por comprar la ropa más cara y según la moda. Antes de protestar se les invita a que apaguen el aire acondicionado, a que vayan al colegio a pie, a que renuncien al teléfono móvil y lean un libro o a que se preparen un bocadillo en lugar de comida precocinada, con la certeza de que nada de todo eso ocurrirá, porque son egoístas y maleducados, y están manipulados por personas que los usan; proclaman que tienen una causa noble mientras se encandilan con el lujo occidental más desenfrenado. Se les invita a despertar, a madurar y a cerrar la boca, a informarse de los hechos antes de protestar. Es reproducción literal.
Pero ¿qué decir de un adulto que, con un paternalismo cicatero, conmina a toda una generación de jóvenes a cerrar la boca? ¿Qué decir de un adulto que no comprende que todos los defectos, limitaciones e incoherencias que echamos en cara a nuestros hijos – que son superficiales, que no saben por qué hacen huelga, que son palabrería y apariencia – en realidad son nuestros defectos, nuestras limitaciones y nuestras incoherencias? Somos nosotros, los adultos, quienes les llevamos al colegio en SUV, aunque solo tengamos que recorrer 100 metros. Somos nosotros quienes les hemos puesto el televisor en la habitación. Somos nosotros quienes les hemos puesto el Ipad y el móvil en la mano con diez años para que no nos dieran guerra y tenerlos siempre localizados, por nuestra tranquilidad, no por la suya. Somos nosotros quienes les hemos llenado de cosas inútiles y de ropa de moda, tal vez para resarcirles del afecto y del tiempo que no hemos conseguido regalarles. Y ahora que ellos nos dicen, aunque sea a veces de forma caótica y a veces incoherente, que no les gusta que les estamos robando el futuro, que desearían tener mejores perspectivas y que les gustaría que nosotros los adultos hiciéramos algo ya, nosotros les conminamos a que se callen, a que aprendan antes de hablar, a que vuelvan al colegio. Sin entender que, en realidad, también eso se los hemos robado.
Preguntémonos cuánto dinero invertimos en educación y en formación y cuánto en pensiones. Preguntémonos cuánto dinero quemamos en juegos de azar y cuánto gastamos en servicios para la infancia. Preguntémonos cuántos recursos sustrae la evasión fiscal y la corrupción que no conseguimos o no queremos combatir a la calidad de los servicios que podríamos ofrecer a nuestros hijos. Teniendo en cuenta estas premisas, lo que debería sorprender no es la acción de Greta sino más bien que no haya miles o cientos de miles como ella que nos pongan delante cada día brutalmente nuestras responsabilidades.
Lo demás son excusas. Nuestras excusas, hechas de culpa y auto-absolución. Las excusas de unos mayores desplazados y un poco asustados ante un mundo que cambia demasiado deprisa y que no consiguen entender y mucho menos gobernar. Para agravarlo todo, no falta el explosivo componente edípico. Con este mecanismo, los jóvenes no solo protestan ante sus padres para moverles de su inacción, sino que minan de raíz el tradicional proceso de transmisión del conocimiento vertical que se ha ido consolidando en estas décadas. El debilitamiento de las relaciones horizontales entre los jóvenes, la reducción de las ocasiones diarias de socialización y la transformación digital de las formas de interacción han dejado a la educación formal, vertical y muchas veces paternalista, casi el monopolio de la formación de los jóvenes. Pero no siempre ha sido así.
Hasta hace no demasiados años, los jóvenes aprendían de otros jóvenes de su misma edad o un poco mayores al menos tanto como en el colegio. Eran conocimientos distintos. La vida, las experiencias, los mitos, las pasiones muchas veces se plasmaban en la relación entre coetáneos. Es un legado de nuestra historia antigua, cuando eran los chicos y las chicas quienes enseñaban a sus iguales lo que Vygotsky llamaba la “zona de desarrollo próximo”. La cercanía en edad y en las fases del desarrollo convierte a los iguales en maestros particularmente eficaces.
En el pueblo Hadza, una tribu de cazadores recolectores que vive en Tanzania, al igual que en muchas otras sociedades arcaicas, los jóvenes aprenden muy pronto las actividades necesarias para su subsistencia. Con cinco años, los niños ya son capaces de cubrir por sí solos el 50% de sus necesidades energéticas diarias. Los padres les animan fabricándoles pequeños juguetes útiles para cavar en busca de tubérculos o para cazar pájaros y roedores, pero el conocimiento de las técnicas y de los trucos necesarios para el uso de estos instrumentos es transmitido por los demás jóvenes del grupo. La propensión a la enseñanza aumenta naturalmente con la edad, porque con la edad se acumulan nuevas experiencias, pero la transmisión de estas experiencias raramente se produce de forma estructurada entre adultos y niños. Es mucho más frecuente que los compañeros hagan circular entre ellos los conocimientos necesarios para la supervivencia en un ambiente hostil. Algo semejante parece estar ocurriendo hoy, sobre todo a causa de la cultura digital, que separa, como nunca antes, a los adultos de los jóvenes.
Ser nativos digitales supone una fractura más, hoy, que se suma a las diferencias tradicionales entre jóvenes y adultos. Es casi un salto de escala, que hace que los jóvenes y los adultos vivan en mundos paralelos, con lenguajes, símbolos y formas de interacción totalmente distintas. En las reacciones de desconcierto de no pocos adultos ante la movilización ambientalista de los jóvenes, estos elementos juegan un papel no secundario. La profunda diferencia de lenguaje, la pérdida del monopolio en los procesos de transmisión del conocimiento y la exclusión de un mundo que escapa a la comprensión refuerzan y elevan a un nivel crítico una actitud hacia los propios hijos digna de Cronos.
Pero si bien es cierto que la reacción a estas nuevas energías que se liberan no puede consistir en una oposición basada en preconceptos y pretextos, tampoco el fácil entusiasmo es de mucha ayuda. El enamoramiento juvenil de algunos adultos nostálgicos con respecto a un movimiento todavía desorganizado, confuso e inorgánico no beneficia al propio movimiento. En este sentido, creo que es posible una tercera vía, que es la vía de la generatividad, término etimológicamente cercano no solo a “generar”, sino también a “progenitor” y a “generosidad”. La raíz griega es tal vez más interesante aún, porque hace referencia a “hacer ser” y “hacer cumplir”.
Como cuentan desde hace tiempo Mauro Magatti y Chiara Giaccardi (¡Generativos del mundo, uníos! Feltrinelli, 2014), el enfoque generativo en los temas sociales debe considerar una dinámica en tres fases: traer al mundo, cuidar y dejar marchar. Es decir, no basta traer hijos al mundo si después no los cuidamos, como individuos y como comunidad, sino que les hostigamos y nos oponemos de formas tan agresivas como ridículas. Y cuando nos echan en cara que les hemos robado el futuro, no solo nos están diciendo que hemos estropeado el planeta, sino también que no les hemos ofrecido todas las oportunidades que habríamos podido.
Y después del cuidado viene el desapego. Esta es, tal vez, la fase más complicada. Reconocer autonomía y dignidad de interlocutor creíble a este movimiento es el paso más difícil, pero ineludible, si queremos que se canalicen de forma positiva todas las energías que se han puesto en marcha. Como señala Magatti, la generosidad social vive de la tensión entre el deseo de realizar algo significativo y la capacidad de ser eficaces en la persecución de tal objetivo. Nuestros hijos, hoy, despiertos y movilizados, viven plenamente esta tensión. A nosotros nos corresponde la elección de ayudarles a resolverla o cortarles las alas dejándoles prisioneros.