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El poder de las palabras: atención al léxico político

Mind the Economy, serie de artículos de Vittorio Pelligra en Il Sole 24 ore

Vittorio Pelligra

Tomado del original italiano publicado en Il Sole 24 ore del 05/05/2019

Quien habla mal, piensa mal y vive mal. Hay que encontrar las palabras adecuadas. Las palabras son importantes”, dice Michele Apicella a la periodista, sentado al borde de la piscina con el gorro de jugador de waterpolo todavía en la cabeza. “Las palabras son importantes”. No solo por su significado directo. Las palabras son importantes también por el ambiente que generan, por lo que evocan, por lo que suscitan. Las palabras son importantes porque, más allá de su sentido más inmediato, sacan a la luz recuerdos y pensamientos profundos, y nos cambian, modifican nuestras convicciones y las expectativas que tenemos sobre los demás y, de paso, modifican nuestras decisiones.

Las elecciones que realizamos, sobre todo las que involucran a otras personas, se fundan no solo en lo que deseamos o en los objetivos que nos damos, en nuestros gustos o en nuestros valores. Muchas veces se basan en lo que pensamos de los demás o en lo que creemos que otros piensan de nosotros. No se trata solo de imitación o conformismo, sino de la esencia de la vida social. Por ejemplo, si pienso que alguien se fía de mí porque me considera una persona digna de confianza, eso mismo puede impulsarme a ser efectivamente digno de confianza. En cambio, si creo que me consideran un oportunista no digno de confianza, me resultará más sencillo traicionar esa confianza, me sentiré menos culpable.

Pero fiarme o no fiarme de alguien depende de la idea que me he formado acerca de su fiabilidad. Si todo lo demás no varía, mi confianza será mayor o menor en función de mis expectativas. El “dilema del prisionero” es tal vez el caso más famoso y estudiado en el ámbito de la teoría de juegos, la teoría matemática usada por los economistas, politólogos, científicos computacionales, biólogos y muchos otros para analizar el comportamiento estratégico de sujetos interdependientes. Toda vez que las consecuencias de mis decisiones dependen no solo de lo que yo hago, sino también de lo que hagan las personas con las que interactúo directa o indirectamente, la teoría de juegos puede indicarme una conducta de acción racional.

El dilema del prisionero representa un escenario de decisión que pone en prueba nuestro concepto de racionalidad. Imaginemos dos muchachos llevados al calabozo, una noche, bajo la sospecha de haber roto el escaparate de una tienda. Como en todo film policiaco que se precie, los dos son interrogados en habitaciones separadas. Imaginemos, para simplificar las cosas, que cada sospechoso puede reaccionar a las preguntas de los policías solo de dos maneras: permaneciendo en silencio o acusando al otro sospechoso. Con estas dos opciones, los escenarios posibles son cuatro: los dos callan; los dos se acusan mutuamente; el primero habla y el segundo calla, o viceversa, el primero calla y el segundo acusa.

Estos escenarios conducen a resultados diferentes: En el primer caso, si ambos sujetos se niegan a responder, la policía no será capaz de recoger suficientes pruebas y estará obligada a soltar a los dos muchachos después de haberles hecho pasar una noche en el calabozo. Si, por el contrario, se acusan mutuamente, entonces la policía considerará culpables a los dos y les hará pasar tres días en la cárcel. En cambio, si uno calla y el otro acusa, el primero será considerado único culpable y retenido una semana, mientras que el segundo será inmediatamente puesto en libertad. Si esta es la situación ¿qué hacer? ¿Cuál es la conducta racional: callar o acusar? Como los lectores más avezados ya habrán intuido, aunque el resultado colectivamente mejor sea el que se obtiene permaneciendo ambos en silencio, la estrategia óptima para cada sospechoso es la de acusar al otro. En tal caso, independientemente de lo que decida hacer la otra parte, el acusador minimizará el tiempo a pasar en prisión: una noche, si el otro tampoco habla, o la libertad inmediata en caso de que el otro elija callar.

El problema es que esta elección es óptima para ambos sospechosos, que por tanto se verán inducidos por su racionalidad a acusarse mutuamente. En otras palabras, precisamente tratando de obtener el resultado individualmente mejor acabarán provocando otro peor, tanto desde el punto de vista social como individual. Si hubieran sido capaces de cooperar, sin acusarse mutuamente, ambos habrían sido liberados después de una noche. Pero a veces racionalidad y razonabilidad no son lo mismo.

El dilema del prisionero ha sido estudiado en miles de investigaciones que, invariablemente, ponen de relieve que, incluso con dinero contante y sonante y en condiciones de anonimato, contrariamente a lo que prevé la teoría, un buen porcentaje de participantes, aunque muy variable, tiende a cooperar.

Es interesante comprender cuáles son los factores que hacen variar este porcentaje, los que facilitan y los que obstaculizan que surja la cooperación. Entre los miles de estudios dedicados al tema, hay uno concretamente que ha puesto de relieve un aspecto especialmente sutil. El experimento en el que se basa el estudio es muy sencillo: A dos grupos de sujetos se les presentan dos versiones del dilema del prisionero, iguales en todo excepto por el hecho de que en las instrucciones que reciben los participantes del primer grupo, el juego es definido como el “juego de la comunidad”, mientras que en las del segundo grupo, el mismo juego es etiquetado como el “juego de Wall Street”. Por lo demás, los dos grupos se encuentran en idéntica situación. ¿Cooperar o traicionar? Los resultados son sorprendentes, porque mientras que en la primera situación casi dos tercios de los participantes decide cooperar, en el segundo grupo la cuota de cooperadores se reduce a un tercio (Ross, L., Ward, A. (1996). Naive realism in everyday life: Implications for social conflict and misunderstanding. In Reed et al. (Eds.), Values and knowledge. Lawrence Erlbaum Associates).

Estudios posteriores han mostrado la robustez de este “efecto etiqueta” en muchas otras situaciones dilemáticas diferentes al dilema del prisionero. Observamos que nuestras elecciones están fácilmente sujetas al efecto del contexto: La simple evocación del concepto de ”comunidad” o el de “Wall Street” nos lleva a ser más o menos cooperativos, en igualdad de condiciones. ¿Qué hay en la base de este mecanismo? Tendencialmente ninguno de nosotros es totalmente altruista o totalmente egoísta. Más bien tendemos a vacilar entre estas dos polaridades. Lo que nos empuja en una u otra dirección, muchas veces, es lo que pensamos que harán los demás. Es decir, nos comportamos como “cooperadores condicionales”: hacemos conjeturas acerca del comportamiento de los demás y adaptamos, condicionamos, nuestro comportamiento al suyo. Cooperamos con quienes pensamos que están dispuestos a cooperar y, viceversa, no cooperamos con quienes creemos que no están dispuestos a cooperar. Los estudios muestran que el “efecto etiqueta” actúa precisamente en este proceso de formación de expectativas: “Comunidad” evoca individuos cooperativos, mientras que “Wall Street” nos recuerda a los tiburones de las finanzas, personas egoístas y sin escrúpulos. De este modo, aunque no actúen sobre nuestra estructura de preferencias ni sobre nuestros gustos y valores, las etiquetas, modificando nuestras expectativas sobre los demás, producen modificaciones en nuestras decisiones (Ellingsen et al. 2012. Social framing effects: Preferences or beliefs? Games and Economic Behavior 76(1), pp.117-130).

El psicólogo Daniel Kanheman y su compañero Amos Tversky han llamado a este fenómeno “framing”: enmarcamiento. La descripción de una situación en la que hay que tomar una decisión, su enmarcamiento, aunque no modifique los términos sustanciales de la cuestión, altera la percepción de los decisores y por tanto sus elecciones. Cuando este “framing” se da a nivel social, el efecto puede ser notable. Es posible influir en el comportamiento de las personas sin cambiar sus valores y sus creencias, sino simplemente interviniendo sobre la percepción que estos tienen de los demás.

Pensemos en el léxico político, que usa expresiones que construyen un marco en el que se pinta al que piensa distinto como una persona carente de valores. Según la lógica de la cooperación condicional, con estas personas ni siquiera habría que hablar, no es posible colaborar, no hay que tomar en consideración sus posiciones, hay que aislarlos. Si una simple etiqueta “comunidad” o “Wall Street” tiene un efecto tan fuerte en la modificación de la disponibilidad a la cooperación de sujetos anónimos, podemos imaginar hasta qué punto un lenguaje político evocador y cargado de emotividad y al mismo tiempo sencillo y comprensible para todos, puede influir en el comportamiento de muchos.

El mecanismo es tanto más eficaz cuanto más fácil resulte utilizarlo en la era de las redes sociales. Estamos inmersos en un determinado léxico, multiplicado y amplificado por las interacciones que tenemos en las redes sociales, principalmente con personas que piensan como nosotros y que por tanto usan el mismo lenguaje. Esto influye profundamente en nuestras elecciones, modificando no tanto nuestros valores, lo que implicaría un proceso largo y complicado, sino nuestras expectativas sobre los demás. Esto nos hace más o menos cooperativos, más o menos dispuestos a hacer las cosas juntos.

Pero al igual que hay un marco “negativo”, puede haber un marco “positivo”. A todos nos influye el “efecto etiqueta”, ciertamente. Pero no todos los marcos son iguales. Los que inducen a la cooperación entre ciudadanos representan un bien público, colectivo, por su capacidad de crear valor compartid. Los que obstaculizan y desalientan la cooperación son, en realidad, un mal público, algo que, a la larga, reduce el bienestar de todos.

Así pues, deberíamos aprender a conocer estos “marcos”, a comprender su uso para poder desarticularlos. Sobre todo, deberíamos comenzar a premiar las formas y el léxico que crea cohesión y capital social, independientemente de la parte política de donde provengan. También deberíamos comenzar a desconfiar de quienes crean instrumentalmente divisiones, incluso allí donde, en realidad, no existen, para alimentar la desconfianza, la sospecha y un sentido de inseguridad general.

Necesitamos urgentemente “marcos” más inclusivos, iluminados e iluminadores que nos hagan ver en el otro un socio potencial, un colaborador y no un límite, un oportunista o incluso un enemigo. Si queremos verdaderamente trabajar por el bien de nuestros países, de todos sus ciudadanos, empecemos a promover las condiciones que favorecen el desarrollo de un tejido de relaciones sociales, tupido y cohesionado, productivo y colaborativo.

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