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Notre-Dame y las demás catedrales: símbolos de una Europa en la encrucijada.

Mind the Economy, serie de artículos de Vittorio Pelligra en Il Sole 24 ore

Vittorio Pelligra

Original italiano publicado en Il Sole 24 ore del 21/04/2019

De Norte a Sur, de Este a Oeste, de Colonia a Florencia, de Viena a Burgos, las catedrales de Europa han constituido durante siglos el sistema linfático del continente. En los siglos XII y XIII, mucho antes de que se consolidaran las fronteras de los estados nacionales, el continente se «cubrió de un blanco manto de iglesias», como decía un cronista de la época. Las catedrales ocuparon un lugar central dentro de las florecientes ciudades. No fueron solo lugares de culto y elevación espiritual, sino fábricas de cultura, con sus cátedras y sus catedráticos, con sus escuelas, en las que se enseñaba, además de liturgia, filosofía, gramática, latín y música.

Uno de los nudos de este sistema neurálgico del continente fue ciertamente París y Notre-Dame. Allí se desarrollaron los brotes de las futuras universidades. Allí, en su magnífico ábside, se reunían, antes incluso de que la catedral estuviera totalmente terminada, bajo la guía del Leoninus y del magister Perotinus, los cantores que perfeccionarían y darían al mundo la maravilla de la música polifónica.

Incluso para unos ojos no acostumbrados a escrutar en las profundidades de los símbolos, a interpretar los significados ocultos más allá de las dos dimensiones de la superficie, a captar el sentido inefable en la oscuridad del misterio, el incendio de la catedral parisina representa un poderoso cuadro de muerte y de vida. Es inevitable pensar en la muerte y en la resurrección de Cristo, cuya memoria se celebra durante la Semana Santa, que culmina en la noche de la Pascua, en un rito cuyos elementos originarios son el fuego y la luz. El sábado por la noche se celebra en todo el mundo la liturgia de la luz: a partir de una pequeña llama se encienden miles de velas que iluminan la noche y llevan la luz de la vida a unas iglesias oscurecidas por el peso de la muerte.

¿Qué puede decirnos hoy este símbolo parisino y universal de muerte y vida? ¿Qué pueden decirnos esos muros humeantes envueltos aún en complejos andamiajes? ¿Qué pueden decirnos las iglesias catedrales que componen este sistema nervioso continental hecho de lugares de historia, arte y conocimiento? Creo que expresan, de forma explícita y evidente, el alma de Europa, su destino y su vocación más profunda. No la Europa de la hegemonía política del «león hambriento», según expresión de Hegel, sino la de los derechos de los pueblos; la de la posibilidad de encarnar y dar testimonio del valor de la libertad, la igualdad y, sobre todo, del principio olvidado de la fraternidad. Hoy el destino de Europa puede ser el de una colección de estados, sin memoria de su trágica historia común, que buscan afirmar individualmente su poder, compitiendo ingenuamente con los titanes emergentes o ya emergidos. O bien puede ser el de una Atenas en el imperio global. Al igual que Atenas, a pesar de ser políticamente poco influyente, animó – dio un alma – al imperio romano en el plano cultural y del conocimiento, hoy Europa puede ser portadora, ante los nuevos imperios globales, de una visión de la política, de la sociedad, de la economía y de las relaciones entre los pueblos, hija de la cultura humanista y personalista de la que fue cuna. ¿Estaremos a la altura de esta altísima vocación?

Los estados nacionales que nacieron para poner fin a las guerras de religión y a las guerras civiles, asegurando las libertades económicas y favoreciendo el desarrollo, ¿cómo podrán transformarse hoy para ser plenamente instrumentos de civilización, coherentemente con la globalización inmanente en el espíritu europeo? Esta contradicción – cierre nacional y apertura global – hoy es manifiesta y está a punto de explotar. Solo si tendemos a ser la Europa de los pueblos y de las naciones federales y no la de los estados-nación, que por dos veces la llevaron al borde del abismo durante el siglo breve, seremos capaces de deshacer esta antinomia. Porque el impulso a cerrarse y a reafirmar los nuevos-viejos y estrechos nacionalismos, hoy no solo es antihistórico sino potencialmente patógeno.

¿No es una resurrección del espíritu europeo lo que el nuevo imperio necesita hoy? Ante los enormes desafíos que se nos presentan delante, y de los que la mayoría todavía no es consciente, nuestra cultura de los derechos, de la inclusión, del diálogo y de la belleza puede ofrecer respuestas inéditas y más necesarias que nunca.

En el día de la Pascua, Cristo resucitó con su cuerpo, pero no se borraron sus llagas, que siguen ahí, en sus manos, en sus pies y en su costado, como testimonio del coste del sacrificio y de la redención. Las paredes ennegrecidas de Notre-Dame seguirán ahí durante mucho tiempo, como testimonio de nuestra fragilidad y de nuestra historia. Al igual que los muertos y los sufrimientos de las guerras mundiales que Europa incubó y originó. Al igual que los grandes cuadros de Anselm Kiefer dedicados a “las catedrales de Francia”, que muestran las torres de los edificios celestes, interpretados aquí como catedrales góticas, consumidas y transformadas por el paso del tiempo, por la vida que avanza y cambia. Hoy tenemos en nuestras manos la posibilidad decidir si este cambio, en fuerte aceleración, representa para Europa un nuevo destino de luz pascual, a pesar de sus “llagas” o precisamente gracias a ellas. O si, por el contrario, elegimos la involución hacia movimientos centrífugos e impulsos disgregadores, que nos introducirán una vez más en el sepulcro de la historia, lleno de muertos.

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