En toda reconciliación, antes del abrazo de bendición hay una mirada de bendición, que es un abrazo íntimo de los ojos. En esa mirada fue que empezó el perdón de Jesús, y empezó la resurrección de Pedro.
Luigino Bruni
publicado en Il Messaggero di Sant'Antonio el 03/11/2025
El homo sapiens es un animal capaz de traicionar. Pero también es capaz de perdonar y a veces de empezar de nuevo, después de las más graves y dolorosas traiciones, como las conyugales o las de las empresas. No somos capaces de volver a poner la pasta de dientes en el tubo, pero somos capaces de hacer renacer una relación traicionada.
El Evangelio – como toda la Biblia – es un enorme código espiritual y ético para entender los distintos tipos de traición, y los tipos de resurrección que siguen a una traición. La traición más famosa es la de Judas, porque es también un verdadero giro narrativo: nadie, ni siquiera Jesús, se esperaba la traición de uno de los doce, de aquel que en el Evangelio de Juan llevaba la caja de la comunidad (un rol de confianza), y de quien debía esperarse un papel respetable (lo entendemos por la disposición de los doce en la última cena, siempre en Juan). Judas había asistido a los milagros y a las palabras de Jesús, y había hecho también lo suyo, como los demás apóstoles. Judas es el único al que Jesús llama “amigo” (Mt 26:50). Esa traición de un íntimo, de alguien de la casa, fue la sorpresa más grande de Jesús. Entre las grandes sorpresas de Jesús está también la traición de un amigo que lo vende, quizás por ese dinero-mammón al que había llamado “dios” y que acá revela todo su poder mortífero.
En el Evangelio tenemos también la traición – o la negación – de Pedro. La tradición cristiana siempre ha visto un paralelismo entre la traición de Judas y la de Pedro, porque de hecho existe. La negación-traición de Pedro no es planificada, no es el punto de llegada de un acto deliberado e intencional. Las palabras que Pedro le dice a Jesús en la última cena - “Señor, estoy dispuesto a ir contigo a la cárcel e incluso a la muerte” (Lc 22:33) – parecen y son sinceras: en ese momento Pedro está realmente convencido de que nunca se va a escandalizar de Jesús, aunque los demás apóstoles lo hicieran. Pedro también era sincero en aquel diálogo extremo porque no podía saber cómo iba a reaccionar unas horas después. La suya es una traición por fragilidad, por debilidad, por no haber encontrado los recursos para reaccionar ante a una gran tentación. La traición del sincero es un mal de experiencia: te das cuenta de que estás traicionando solo mientras traicionas, pero antes de encontrarte en esa tentación sinceramente no hubieras querido traicionar, y mucho menos después.
Además del gallo, el otro elemento decisivo en el relato de la traición de Pedro es la mirada de Jesús a Pedro: “En ese momento, el Señor se volvió y miró a Pedro” (Lc 22:61). Lo volvemos a ver hoy, ahora mismo. Pedro siente otra vez que lo miran a los ojos, vuelve a ver esa mirada que lo había llamado a orillas del lago de Tiberíades. Solo los sinceros y los puros se convierten con una mirada que reaviva el recuerdo, nunca borrado, de la primera mirada de amor, y eso vale también para las relaciones nuestras de cada día, cuando hay miradas que nos convierten porque despiertan en la mente, de golpe y sin esperarlo, una mirada profunda y distinta que habíamos olvidado, pero que siempre estuvo ahí: cuánta gente es salvada a diario por miradas como la de Jesús, miradas de resurrección de quien nos ha seguido amando en el infierno al que habíamos caído. En las reconciliaciones, antes del abrazo de bendición hay una mirada de bendición, que es un abrazo íntimo de los ojos. En esa mirada empezó el perdón de Jesús, y empezó la resurrección de Pedro.
Credit Foto: © Giuliano Dinon / Archivio MSA