Toda experiencia religiosa tiene en sí una dimensión de consumo. No se va a la iglesia, y no se iba en los siglos pasados, solo por cumplir con una obligación moral, por miedo al infierno o para no ser discriminados por los propios paisanos.
Luigino Bruni
publicado en Messaggero di Sant'Antonio el 02/05/2025
El lenguaje de la economía, a veces, puede ayudar a entender fenómenos que no tienen mucho que ver con la economía. La religión, y en general las creencias, están entre esas realidades que revelan algo de sí mismas cuando se las hace hablar en la lengua de la economía. Toda experiencia religiosa tiene en sí una dimensión de consumo. No se va a la iglesia, y no se iba a la iglesia en los siglos pasados, solo para cumplir una obligación moral, por el miedo al infierno o para no ser discriminados por los propios paisanos. Se iba a los oficios también porque nos gustaba y nos gusta sumergirnos durante una hora en una atmósfera positiva, colmar los ojos con los cuadros de los santos, de la Vírgen y de Jesús, tocar las estatuas de San Antonio y de Santa Rita, respirar el olor del incienso. Y nos gustaban muchísimo las procesiones, los cantos, los lienzos, las detonaciones, los vía crucis en los que todos llorábamos y nos reconocíamos en Jesús, nosotros crucificados también a nuestras cruces, y en los que un poco resucitábamos con él. En una vida breve, triste y pobre, las misas y los oficios eran nuestros bienes de lujo: entrábamos en esos lugares bellísimos, y nos sentíamos, por un rato, casi como ricos y señores. También nosotros consumíamos emociones, bienes relacionales, bienes de confort, música, arte, cantos, eucaristía.
Hoy tampoco entendemos la práctica religiosas sin su dimensión de consumo. Si miramos los lugares y las comunidades que todavía atraen jóvenes, encontramos ciertamente muchos bienes de consumo que satisfacen las necesidades de las personas. Experiencias de emociones fuertes, de cantar juntos, de asistir a curaciones, de entrar en una suerte de trance extático con canciones entonadas y repetidas mucho tiempo, todos juntos. Y ahí encontramos también el consumo de bienes relacionales: estar con otros, oír las mismas cosas, decir las mismas oraciones, hacer las mismas acciones de ayuda. Sin duda se hace algo “por” los otros y “por” Dios, pero también, y quizás sobre todo, para hacer algo “con” los otros. No hay experiencia religiosa sin este tipo especial de consumo, y si una comunidad ayer floreciente y hoy en crisis quiere intentar una nueva primavera debe preguntarse qué ofrecer a la gente para responder a las nuevas necesidades.
Sin embargo, y acá está el punto, si el consumo común y la zona de confort colectivo superan un umbral crítico, ese consumo de bendición se transforma en maldición. El día en que se participa en misa, en los encuentros y en los oficios sola y principalmente para consumir emociones, la religión se transforma en un puro bien de confort y en una forma de consumismo espiritual. Una experiencia que ya no nos pide nada importante, pero que nos entretiene solo en flujos emotivos muy parecidos a los de mirar la televisión o un espectáculo. La sabiduría de los responsables de las comunidades está casi totalmente en comprender cuándo el necesario consumo está superando ese umbral invisible, y detenerse si todavía se está a tiempo. ¿Cómo? Saliendo de casa, dejando las iglesias y los lugares cómodos para volverse pobres y libres en el camino. Como Francisco, como Cristo.