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La regla del anillo débil

El exilio y la promesa/20 - La salvación (también política y económica) no puede no llegar

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 24/03/2019

«Terminada la oración en casa y habiéndome sentado en el lecho, entró un hombre de aspecto glorioso, con atuendo de pastor. Me saludó y yo le devolví el saludo. Él inmediatamente se sentó a mi lado y me dijo: He sido enviado por el más venerable de los ángeles para vivir contigo el resto de los días de tu vida»

El pastor de Hermas, Visión quinta

«¡Ay de los pastores de Israel que se apacientan a sí mismos! ¿No son las ovejas lo que tienen que apacentar los pastores? Os coméis su enjundia, os vestís con su lana, matáis las más gordas, y las ovejas no las apacentáis» (Ezequiel 34,2-3).

Jerusalén ha caído. Ezequiel, el profeta centinela, avista en su tierra desolada del exilio un rebaño disperso por la desidia de sus pastores: «No fortalecéis a las débiles, ni curáis a las enfermas, ni vendáis a las heridas; no recogéis las descarriadas, ni buscáis las perdidas y maltratáis brutalmente a las fuertes. Al no tener pastor, se desperdigaron y fueron pasto de las fieras salvajes.» (34,4-5). No son pastores sino “mercenarios” (Jn 10,12), porque explotan a las ovejas más gordas para sacar provecho de ellas.

El oficio de pastor es un arte complejo y muy amado por la Biblia, por los profetas y por muchas civilizaciones antiguas. Vive de la relación de reciprocidad con el rebaño, un conjunto heterogéneo y variado. Además de ovejas gordas y sanas, hay otras cinco categorías de animales frágiles, calificadas con otros tantos adjetivos: débiles, enfermas, heridas, descarriadas y perdidas. La mayor parte del rebaño está formado por ovejas que necesitan un cuidado especial y concreto por parte del pastor. Algunas son débiles, tal vez porque aún son corderillas, otras están permanentemente enfermas a causa de lesiones y accidentes, otras han sido heridas por el ataque de lobos o jabalíes, algunas se han descarriado tras un fuerte temporal o un asalto, y alguna que otra oveja no ha encontrado el camino durante una difícil travesía nocturna. El buen pastor es el que desarrolla la capacidad de cuidar de todo el rebaño, el que ensancha su mirada para incluir a todas las ovejas, empezando por las últimas. Antes de que el filósofo John Rawls, en 1971, pusiera como piedra miliar de una sociedad democrática, igual y fraterna, el criterio del maxi-min (entre todas las alternativas sociales posible hay que preferir aquella donde los últimos se encuentran mejor), los pastores ya sabían desde hace milenios que la calidad y la bondad de su trabajo dependen de la capacidad de ocuparse lo más posible de los animales más desfavorecidos. El primer indicador de la bondad de un pastor no es la leche o la lana que saca de las ovejas, sino el equilibrio y la armonía del rebaño en su conjunto, y por tanto cómo cuida de los ovinos más vulnerables: cuántas ovejas heridas ha curado, cuántas desperdigadas ha encontrado o cuántas débiles ha logrado robustecer.

El liderazgo del pastor es especial y distinto, comparado con el del general en una batalla, el capitán de un barco durante una tempestad o bien, hoy, el liderazgo empresarial. Su objetivo no es la maximización del interés individual ni el beneficio económico, porque si así fuera no tendría sentido dedicar energías y cuidados sobre todo a los animales más frágiles y enfermos, a los “descartados”. La cultura de gobierno del pastor es la cultura del bien común, es decir el bien de todos y cada uno, de todo el rebaño y de caja oveja. Sin embargo, el liderazgo de la maximización de los intereses económicos se concentra en la eficiencia y por consiguiente conduce a descuidar y descartar a los elementos menos productivos para concentrarse en los mejores y en los que poseen más méritos. El cuidado del bien común no puede excluir a nadie, porque cada individuo está vinculado a todos los demás, y la pérdida de una sola oveja equivale al fracaso general. El cuidado del rebaño sigue, por tanto, la regla del anillo débil: la robustez de una cadena depende de la resistencia del anillo más frágil. Descuidarlo para concentrarse en los anillos más fuertes hace que todo el proceso sea extremadamente vulnerable. El buen pastor cuida de los anillos débiles del rebaño, porque sabe que de ellos depende la calidad y el buen desarrollo de todo su trabajo, incluido el rendimiento de los elementos más fuertes. El liderazgo del buen pastor es capaz, por tanto, de perder tiempo en largas búsquedas nocturnas, de ralentizar la marcha de todo el rebaño si una sola oveja sufre; sabe marcar el ritmo del camino de todos en base al paso de los más lentos. Es anti-meritocrático, porque la lógica que guía la acción del pastor no es la del mérito sino la de la necesidad, que señala el orden, las prioridades y las jerarquías a la hora de intervenir. La oveja gorda y robusta no tiene más méritos que la descarriada y la herida, y aunque los tuviera no sería preferida por sus méritos; la débil absorbe más cuidados solo porque tiene más necesidades que la fuerte.

La imagen del pastor como paradigma del buen gobierno de las comunidades ha inspirado profundamente el humanismo occidental, que a lo largo de los siglos ha dado vida a una cultura política centrada en el objetivo prioritario de no perder a sus componentes más frágiles. El bienestar social no es otra cosa que la traducción madura del humanismo del buen pastor. Pero el siglo XXI está escribiendo otra historia distinta, también en Europa. La cultura del liderazgo de matriz empresarial, centrada en las categorías de la eficiencia y la meritocracia, se está convirtiendo en un paradigma universal. Ha salido del ámbito puramente económico y ha entrado en la esfera civil y política (y dentro de poco tal vez también en las religiones), convenciendo a todos de que el cuidado de los débiles y los frágiles debe estar subordinado a los vínculos de eficiencia y debe ser meritocrático. Dilapidaremos el último residuo de bienestar social el día en que un hospital comience a preguntarse si un enfermo que llega a Urgencias merece ser curado.

El juicio de condena del profeta no se limita a los jefes religiosos y políticos. Incluye también a las élites económicas, que han usado su fuerza y su poder para aplastar y oprimir a los más débiles: «¿No os basta pacer el mejor pasto, que holláis con las pezuñas el resto del pastizal? ¿Ni beber el agua clara, que enturbiáis la restante con las pezuñas? Y luego mis ovejas tienen que pacer lo que hollaron vuestras pezuñas y tienen que beber lo que vuestras pezuñas enturbiaron» (34,18-19). Los miembros más robustos de la sociedad han abusado de su posición dominante para incrementar sus propias ventajas, y han hecho aún más dura y pobre la vida de aquellos que viven por debajo de ellos.

Debemos notar un aspecto de extrema importancia. Para describir la decadencia moral y espiritual de su pueblo, la ruptura del Pacto con su Dios distinto, que es causa de la tragedia de la derrota, Ezequiel no recurre a argumentos religiosos ni de culto. No invoca la teología ni la idolatría. En cambio, habla de buen gobierno, de política y de economía, de traición a la vocación de pastor, de negación del derecho y de la justicia económica. Esta es la gran laicidad de la profecía y de la Biblia: en el de profundis más tremendo de la identidad religiosa de Israel, el profeta no encuentra argumentos más “religiosos” que la política y la economía, no encuentra palabras más altas que las humildes palabras del oficio de pastor. Como hizo otro Buen Pastor, que, retomando estas palabras de Ezequiel, nos reveló (Mt 25) sus criterios y sus indicadores espirituales, encerrados en unas pocas palabras muy laicas: hambre, sed, desnudez, cárcel, enfermedad, extranjería. Siempre me impresiona y me emociona leer y releer que en el texto más “celestial” y escatológico del Evangelio no hay ninguna referencia a las prácticas del culto religioso, solamente a las prácticas de la fraternidad humana, y donde los hechos desnudos cuentan más que las intenciones: «A mí me lo hicisteis».

Pero he aquí que un rayo de sol penetra dentro de este paisaje desolado y todo se aclara: «Así dice el Señor: yo mismo en persona buscaré mis ovejas siguiendo su rastro… Yo mismo apacentaré mis ovejas, yo mismo las haré sestear. Buscaré las ovejas perdidas, recogeré las descarriadas, vendaré las heridas, curaré a las enfermas; a las gordas y fuertes las guardaré y las apacentaré como es debido» (34,11-16).

Palabras enormes. En aquellos días oscuros y tremendos, con el templo destruido, con su Dios derrotado, con el pueblo deportado en Babilonia, en una tierra extranjera e idolátrica, el profeta canta la esperanza, profetiza que las «coyundas de su yugo» saltarán (34,27), entona la salvación que viene porque no puede no venir. Los profetas verdaderos y grandes están hechos así: en el tiempo de la ilusión anuncian la dura y amarga verdad de la derrota inminente; pero el día en que la devastación ha llegado se convierten en voz del buen futuro posible, cantan a la vida en medio de los escombros de muerte, vuelven a encender el mañana cuando el hoy se apaga. Y mientras cantan el futuro, rezan, se lo piden a su Dios y esperan que esas palabras-canto se hagan verdad al decirlas.

Pero no acaba aquí su canto nuevo: «Les daré un pastor único que las pastoree: mi siervo David; él las apacentará, él será su pastor. (...) Haré con ellos una alianza de paz: descastaré de la tierra los animales dañinos; acamparán seguros en la estepa, dormirán en los bosques (...). Enviaré lluvias a su tiempo, una bendición de lluvias. El árbol silvestre dará su fruto y la tierra dará su cosecha, y ellos estarán seguros en su territorio» (34,23-27).

Vuelve David, el pastorcillo, el rey según el corazón de Dios. Y con él, la espera mesiánica de un nuevo David que, finalmente, será de nuevo un buen pastor. Vuelve Isaías, el Emmanuel, la profecía de la paz eterna y universal, el final del sufrimiento y el miedo. Es la promesa de una nueva alianza de paz – la berit shalom –, un pacto de prosperidad, que incluirá a los animales, a los árboles y a la creación entera. Cuando los profetas deben anunciar una gran salvación dentro de las tragedias más tenebrosas, sienten que la esfera humana es insuficiente. Después del diluvio y del arca de salvación, en la Alianza deben encontrar sitio también los animales, todas las criaturas, el arco iris y el cosmos entero. En los días de las grandes resurrecciones, las palabras de los seres humanos son demasiado pobres. De aquellas horas magníficas recordamos rostros y palabras, pero recordamos también sonidos y flores, y recordamos la luz.

Si hoy somos capaces de establecer una nueva alianza de prosperidad, lo celebrarán nuevas políticas, nuevas economías y nuevas culturas de gestión. Pero también los árboles, los animales, el aire, el cielo y la luz. Y si somos capaces de fraternidad también con ellos, «a mí me lo hicisteis» se convertirá en el canto de la tierra y del cielo.

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