Mercado y reciprocidad. La refundación de una alianza

Mercado - Léxico para una vida buena en sociedad/11

por Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 08/12/2013

Logo nuovo lessicoEn el subsuelo de nuestra cultura económica y cívica están creciendo dos tendencias opuestas. La primera es una aproximación progresiva, a nivel de cultura y lenguaje, entre el mercado capitalista y la economía social. La tendencia opuesta se refiere a la valoración ética del mercado y contrapone a quienes ven el mercado capitalista como la solución de todos nuestros males económicos y a quienes lo consideran como el fetiche de todos los males morales, sociales y políticos.

A los primeros les gustaría que la sociedad estuviera guiada única o al menos principalmente por los valores e instrumentos del mercado (desde la privatización de los bienes comunes hasta la compraventa de órganos). Los segundos desterrarían al mercado de casi todos los ámbitos humanos moralmente relevantes, confinándolo en un cauce muy estrecho y controlado. Con la globalización y la crisis financiera y económica, esta contraposición ideológica, que tiene por lo menos doscientos años de vida, está viviendo de nuevo un momento álgido. Diez años atrás nadie hubiera pensado que se convertirían en best sellers libros escritos por economistas a favor y en contra de los mercados.

Pero esta nueva etapa carece de la fuerza espiritual y comunitaria que tenían los antiguos humanismos populares y sus intelectuales, porque, al perder el contacto con los lugares vitales, no tiene el sabor caliente del pan ni el olor salado del sudor. Y esta contraposición, tan relevante como minusvalorada por nuestra cultura, se está convirtiendo en uno de los grandes frenos para la indispensable búsqueda de una nueva fase de concordia y unidad. Una dificultad que, entre otras cosas, nos impide comprender y combatir las deformidades y enfermedades de los mercados concretos (y no de los imaginarios).

Hacer realidad esta concordia y este diálogo no es operación fácil, porque va en la dirección opuesta a la primera tendencia de aproximación, que está produciendo cada vez más un allanamiento y una nivelación cultural por lo bajo.

Las empresas tradicionales han asumido un lenguaje “social” que tiene mucho de retórica y poco de convicción. Y, por otra parte, todo un movimiento de economía tradicionalmente no capitalista lleva años imitando el lenguaje (en falso inglés), la cultura, la consultoría y las categorías del pensamiento económico dominante, en un funesto proceso de sincretismo. Una imitación que no pocas veces nace de un complejo de inferioridad cultural.

La nueva síntesis y el nuevo diálogo constructivo que necesitamos son otra cosa, mucho más laboriosa y profunda. Para empezar deberíamos reconocer que la historia real nos ha mostrado mercados mucho más vitales, promiscuos, desideologizados e inesperados que lo que la teoría permitía esperar e imaginar. Las experiencias económicas más relevantes y duraderas, las que aumentaron el bienestar verdadero de la gente, la democracia y el bien común, fueron experiencias mestizas de mercado y de sociedad. El mercado real funciona de verdad cuando se contamina con los lugares sociales, cuando sabe llegar a las periferias e incluirlas. Y cuando no lo hace, causa malestar y se convierte en enemigo de la gente y de los pobres, tratando de obtener beneficio incluso del “salvado del trigo”. Nuestro mejor pasado, tanto próximo como remoto, es fruto del mestizaje entre mercado y reciprocidad. El movimiento cooperativo, los distritos industriales y las empresas familiares son hijos del encuentro entre el lenguaje del mercado y el del don.

Las familias siempre han sabido que las empresas son muy importantes y esenciales para su bien. Saben que de ellas viene el trabajo y el salario y que en esos lugares promiscuos y duros es donde se alimentan los sueños y la vida real. La gente siempre ha vivido los mercados reales como lugares humanos, plazas y tiendas pobladas de gente, olores, sabores y palabras. No olvidemos que los mercados fueron durante muchos años unos de los pocos lugares de vida pública, soberanía y protagonismo que tenían nuestras madres y abuelas.

La historia de la relación entre los mercados y la vida civil es sobre todo una larga y extraordinaria historia de amistad y alianza. Incluso cuando luchaba en las fábricas, la parte mejor del país, que militaba en partidos distintos, sabía que dentro de esas fábricas se producían cosas buenas para ellos y para todos. Se luchaba pero se sabía que el mundo, el suyo y el de todos, sería peor sin esas fábricas. Luchaban también porque las amaban.

Los intelectuales y los políticos contraponían capital y trabajo, mercado y democracia, libertad e igualdad. Pero la gente sabía, con una verdad mayor, que la realidad era distinta, porque aquel trabajo, aunque duro y áspero, era liberador para ellos y para sus hijos y les alejaba del feudalismo del que habían venido. Recitaban liturgias sociales, cada uno se ponía su máscara en la comedia y en la tragedia de la vida real, pero aún era más auténtico el vínculo entre trabajadores, patrones y clases sociales que daban contenido verdadero a la expresión Bien Común. Así ha sido hasta que los antiguos “patrones” se han convertido, en tiempos recientes, en propietarios de fondos especulativos cada vez más anónimos, lejanos e invisibles. Cuando los críticos del capitalismo quisieron dar vida a otra economía inventaron en Europa las cooperativas y los bancos rurales, pero no pensaron nunca, al menos de forma seria y mayoritaria, que sus cooperativas y sus bancos serían la antitesis de otros bancos y otras empresas del país. Ciertamente eran distintas, pero el obrero de una gran empresa sabía que el cooperativista-trabajador hacía una experiencia muy parecida a la suya y por ello se entendían y luchaban juntos, y por ello podían ser socios en las mismas cajas y en los mismos comercios.

En los durísimos tiempos de la posguerra, el terrorismo y las contraposiciones ideológicas y políticas radicales y violentas, fuimos capaces de resistir porque el país real hacía una experiencia de unidad en las fábricas, en la tierra, en las oficinas y en las cooperativas, tejiendo unos lazos sociales que todavía funcionan y nos sostienen. Hemos sobrevivido trabajando juntos, trabajadores, amas de casa, sindicalistas, agricultores, empresarios, banqueros y políticos. Discutiendo y luchando en las fábricas y en las plazas; pero sobre todo trabajando y sufriendo juntos. Este es otro motivo más por el que es urgente volver a crear trabajo. Y sobreviviremos mientras seamos capaces de seguir hallando unidad laboral, económica y cívica.

En el origen de las civilizaciones no se distinguían el don y el intercambio interesado. El don era un paso hacia el intercambio, que un día se convirtió en mercado. Este dato antropológico nos dice mucho también acerca del nexo inverso: nos desvela que en el mercado existe y resiste mucho don. Si así no fuera, ¡qué triste sería levantarse cada mañana, un año tras otro, para ir al trabajo (quienes tienen el “don” de tener un trabajo) a dar los mejores años de nuestra vida en una fábrica o en una oficina!, ¡qué tristes nuestros proyectos y nuestros sueño profesionales!,  ¡qué pobres nuestras relaciones laborales!, ¡qué pocas horas de vida verdadera! Lo sabemos todos y siempre lo hemos sabido. Pero en esta época de pensamiento económico y social débil y superficial, bien está que nos lo recordemos a nosotros mismos y a todos.

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