El horizonte de los talentos

La Riqueza - Léxico de la vida buena en sociedad/2

por Luigino Bruni 

publicado en Avvenire el 06/10/2013 

logo_avvenire No hay una única riqueza, como no hay una única pobreza. Hay riquezas buenas y riquezas muy malas. Las grandes culturas sabían esto bien. Nuestra cultura, por no ser grande, lo ha olvidado. La naturaleza plural y ambivalente de la riqueza está inscrita en su propia semántica.

Riqueza viene de rex (el rey), y por lo tanto hace referencia al poder, a la capacidad de disponer, mediante el dinero y los bienes, también de las personas. La posesión de las riquezas ha ido siempre de la mano con la posesión de las personas. El límite a partir del cual la democracia se convierte en plutocracia (gobierno de los ricos) es frágil: nunca ha estado del todo claro ni ha tenido muchos guardias y centinelas que no estuvieran en la nómina de los plutócratas.

Pero la riqueza es también wealth, palabra inglesa que remite a weal, well-being, es decir, al bienestar, a la prosperidad y a la felicidad individual y colectiva. Adam Smith eligió como título para su tratado de economía wealth (e non riches), The Wealth of Nations (1776), como queriendo decir que la riqueza económica es algo más que la mera suma de los bienes materiales o del actual PIB.

Muchos economistas italianos y de otros países latinos eligieron para esta segunda forma de riqueza la expresión “felicidad pública”, sin infravalorar la complejidad de pasar de la riqueza a la felicidad. A partir de la segunda mitad del siglo XIX, la tradición de la “felicidad pública” se convirtió en un río subterráneo y en el mundo anglosajón se perdió la antigua idea de bienestar que subyacía en el término wealth. De este modo el espectro semántico de la riqueza se empobreció mucho en todo Occidente y nosotros con él. Hemos construido un capitalismo financiero que ha generado mucha ‘riqueza’ equivocada, que no ha mejorado nuestras vidas ni la del planeta.

Debemos empezar urgentemente a distinguir de nuevo las formas de la riqueza, a discernir los diferentes ‘espíritus’ del capitalismo y a decir públicamente y con fuerza que no todo lo que llamamos riqueza es bueno.

No es buena la ‘riqueza’ que nace de la explotación de los pobres y los débiles, la que procede de la depredación de las materias primas de África, de la ilegalidad, el juego, la prostitución, las guerras y el tráfico de drogas, la que nace de la falta de respeto a los trabajadores y a la naturaleza. Debemos tener la fuerza ética de decir que esta pseudo-riqueza no es buena y decirlo sin peros. No existe ningún uso bueno para ese dinero malo. Mucho menos la financiación de entidades sin ánimo de lucro o la construcción de estructuras para niños gravemente enfermos. Estos niños ‘juzgarán’ nuestro capitalismo.

¿De donde nace entonce la riqueza buena y verdadera? ¿Cuál es su origen y cuál su naturaleza? Para Smith, que puso estas preguntas en el centro de su investigación, la riqueza nace del trabajo humano y así lo escribió, como primera línea de su Wealth of Nations: “El trabajo anual de una nación es el fondo del que obtiene todas las cosas necesarias y útiles para la vida”. Las riquezas naturales, el mar, los monumentos y las obras de arte sólo se convierten en riqueza económica y cívica gracias al trabajo humano, capaz de rentabilizar estos bienes.

Pero si vamos a las raíces profundas de la riqueza, descubrimos algo que puede causarnos sorpresa: su naturaleza más auténtica es el don. La riqueza buena que nace del trabajo depende de nuestros talentos (los talentos, como dice la parábola, se reciben), es decir, de dones como la inteligencia y la creatividad, dones éticos, espirituales y relacionales.

Detrás de nuestra riqueza hay acontecimientos providenciales que no son solo mérito nuestros ni tampoco únicamente fruto de nuestro esfuerzo (siempre co-esencial): nacer en un determinado país, ser amados en el seno de una familia, tener la oportunidad de estudiar en buenos colegios, conocer a un profesor determinado o a otras personas a lo largo de nuestro camino, etc. ¡Cuántos Mozart o Levi Montalcini no han despuntado solo porque han nacido o crecido en otro lugar o sencillamente porque no han sido suficientemente amados!

Algo de esta tensión entre don e injusticia se refleja en el mito de Pluto (el dios griego de la riqueza), que, cegado por Zeus, distribuye la riqueza entre los hombres sin poder ver su justicia ni su mérito. También en la raíz de la institución en Israel del año jubilar encontramos la conciencia de que la naturaleza de la riqueza es el don: cada cincuenta años “cada uno volverá a poseer lo suyo” (Levítico). En cambio, nosotros hemos olvidado y expulsado del horizonte cívico (y fiscal) el dato de que la propiedad de los bienes y de las riquezas es una relación, un asunto social: “Si olvidáis que los frutos son de todos y la tierra no es de nadie, estáis perdidos” (J.J. Rousseau, El contrato social). Si eliminamos la naturaleza más profunda y auténtica de la riqueza y el destino universal de todos los bienes, perdemos también el sentimiento de reconocimiento cívico de nuestra riqueza.

Es la gratuidad-charis la que da fundamento a toda riqueza buena. Entonces deberíamos mirar al mundo y decirnos unos a otros: “yo soy tú, que me haces rico”. Y no dejar nunca de darnos las gracias mutuamente. ¿Qué es mi riqueza sino un conjunto de relaciones, algunas de ellas con raíces muy antiguas? En la Edad Media los forasteros, aunque fueran ricos, eran colocados en las procesiones religiosas (ordenadas según el censo) junto con los pobres, porque estaban faltos de amigos y por ello eran pobres de la riqueza más importante: la de las relaciones.

Si no se reconoce el don y la naturaleza relacional de la riqueza, se acaba por considerar cualquier redistribución como una usurpación, percibida como una grave profanación de otros que meten mano en nuestros bolsillos. También los empresarios saben que su riqueza (buena) procede sobre todo de la riqueza del territorio, de la riqueza de talentos y virtudes de los trabajadores, de la riqueza moral de los proveedores, bancos, clientes y administraciones públicas, de la riqueza espiritual de su gente (por eso la evasión fiscal es un acto grave de injusticia y de desagradecimiento). Y así, de vez en cuando, después de haberse deslocalizado, algunos vuelven a casa, porque sin esas otras riquezas no han sido capaces de aumentar ni siquiera la riqueza financiera. Si la riqueza es antes que nada don, entonces compartirla y usarla para el bien común no es un acto heroico, sino un deber de justicia. Podemos y debemos compartirla porque en su mayor parte la hemos recibido. Cuando una cultura pierde este profundo sentido social y político de su propia riqueza, se oscurece y termina por ocultarse.

Hoy la economía sufre y no genera su típica riqueza buena porque se han empobrecido las otras formas de riqueza. Una parte importante de este empobrecimiento la ha producido la misma economía financiera, que ha consumido recursos morales y espirituales sin preocuparse de regenerarlos. Es como el apicultor que, con el fin de ganar lo más posible con sus abejas, se concentra únicamente en sus colmenas y se olvida del terreno que le circunda, contaminándolo. Los prados y los frutales se empobrecieron y hoy sus abejas, exhaustas, producen cada vez menos miel y de peor calidad. Si este apicultor quiere volver a producir buena miel, debe ampliar el horizonte de su problema, entender las verdaderas causas de su crisis y después empezar a preocuparse por los prados y los frutales de los terrenos circundantes con la misma atención con la que trata a sus abejas y a sus colmenas. Todo bien es también bien común, porque si no es común no es verdadero bien. Salir de los lugares de trabajo y volver a la tierra a cuidar los prados, los frutales y los bienes comunes es el reto principal que debemos aceptar si queremos volver a generar riqueza buena y con ella trabajo.

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