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Exactamente a la altura de los ojos

Profecía e historia / 5 – Decaemos cuando la casa del poder se hace más grande que el lugar de Dios.

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 30/06/2019

«La primera palabra que pronunció Dios en el Sinaí fue Anojí: “Yo soy”. En este caso el Eterno no usó el hebreo sino la lengua egipcia. Del mismo modo que aquel rey se dirigió al hijo que volvía a casa después de un largo viaje por mar en la lengua que habían aprendido en tierra extranjera, el Eterno eligió el idioma que Israel hablaba en aquella época».

Louis Ginzberg, Las leyendas de los judíos.

El comienzo de la construcción del templo de Salomón contiene elementos muy valiosos para comprender el significado de aquella gran obra y de las nuestras. Y nos muestra el itinerario hacia una vida buena.

El relato de la construcción del templo de Salomón es el centro narrativo y teológico de los libros de los Reyes y de toda la historia sapiencial, desde el Génesis hasta la destrucción de Jerusalén y el exilio. Debemos leer estas páginas sabiendo que entramos en un terreno distinto y sagrado. Así pues, si queremos reconocer la voz en esta zarza, debemos quitarnos las sandalias de los pies. Los hechos que narra el relato ocurrieron cinco siglos antes de la composición del texto. Sus escritores vivían en el exilio de Babilona. El templo que conocían era el que acababa de ser destruido e incendiado por Nabucodonosor. El oro era el que el fuego había fundido o el de los ornamentos rotos y transportados por los babilonios a sus templos. No había quedado piedra sobre piedra de toda la belleza cuya descripción vamos a leer.

Pero antes, para intuir el espíritu de estas difíciles páginas, intentemos hacer un experimento intelectual. Introduzcámonos en el alma de un hombre que hoy tuviera que realizar un vídeo uniendo viejos fragmentos de tomas de la ceremonia y de la fiesta de su boda. La mujer ya no está, se ha ido. La causa de la separación ha sido su mala conducta (la del marido), su traición. Tal es la lectura teológica que los escritores del texto bíblico hacen de la destrucción del templo y el exilio. Ella, «la delicia de sus ojos» (Ezequiel), ya no está, y la culpable es solo ella. A continuación, con estos sentimientos, el hombre vuelve a ver en el vídeo la belleza y la bondad de su esposa (la palabra hebrea tov – bello y bueno – se repite muchas veces en estos capítulos). Pero la Biblia nos reserva una sorpresa final: la esposa, que ha permanecido fiel, no solo volverá a casa, sino que lo hará con la misma hermosura del vídeo de la boda. A la vez que nos regala esta esperanza, nos acompaña cuando no podemos regresar y nos tenemos que conformar con ver, solitarios y desesperados, nuestras películas caseras.

La narración de la construcción del templo comienza con una descripción que recuerda mucho a la de la condición de los hebreos en las fábricas de ladrillos de Egipto: «El rey Salomón reclutó por la fuerza trabajadores en todo Israel: salieron treinta mil hombres» (1 Re 5,27). Las grandes obras de la antigüedad (y quizá muchas de las nuestras) deberían ser narradas por los trabajadores que las realizaron. Aunque con el trabajo coercitivo se construyan catedrales, esto no debe consolarnos, como ocurre en el bonito y antiguo relato de Los tres canteros, cuando el tercer cantero responde: «Estoy construyendo una catedral». Aunque la mayor parte de las decenas de miles de hombres de Salomón supieran que estaban picando piedra y trabajando para la construcción del templo más hermoso, esa conciencia no eliminaría la crueldad ni el dolor del trabajo forzado y no elegido (tal vez, en algún día especial, podría sencillamente atenuarlo). Es bonito e importante que la Biblia haya querido dejarnos escrita esta mirada de los trabajadores sobre su obra más importante. El dato de que estos trabajos eran forzados podía no haber estado ahí. De hecho, un redactor posterior (sacerdote o escriba) intentó enmendar esta parte borrándola (9,22), porque a quienes disfrutan de los templos y los palacios no les gusta recordar el dolor de aquellos que los han construido y hacen todo lo posible para olvidarlo y hacerlo olvidar. Sin embargo, estos versículos han sobrevivido y se han convertido en una “placa al trabajador desconocido”, que, sin haberlo elegido, edificó con su sudor y sus lágrimas el templo de Salomón y la palabra bíblica. Si queremos evitar una lectura edificante de la Biblia, encaminada simplemente a cultivar leves pensamientos píos y religiosos, de vez en cuando debemos leer estos grandes relatos desde la perspectiva de las víctimas escondidas.

Junto al trabajo coercitivo, al comienzo de la construcción del templo encontramos también un contrato. Para la construcción del templo, Salomón recurre al instrumento más adecuado: un acuerdo de reciprocidad con Jirán, el rico rey de Tiro: «Jirán despachó esta respuesta para Salomón: “He oído tu petición. Cumpliré tus deseos, enviando madera de cedro y de abeto” … Jirán dio a Salomón toda la madera de cedro y de abeto que quiso Salomón» (5, 22-24). Por su parte, «Salomón dio a Jirán veinte mil kor de trigo para la manutención de su palacio, más veinte kor de aceite virgen. Era lo que Salomón mandaba a Jirán anualmente» (5,25).

Trabajo forzoso e intercambio comercial, jerarquía y acuerdo, relaciones verticales y horizontales: estos dos elementos siguen conformando la base de nuestro sistema económico. Las obras, pequeñas y grandes, las seguimos realizando gracias a que sujetos más fuertes consiguen orientar el trabajo de personas más débiles, para satisfacer los deseos de los que intercambian en relaciones de igualdad y reciprocidad. Pero no vemos o no narramos toda la falta de reciprocidad y todas las obligaciones que se esconden detrás del intercambio de mercancías. Vestimos camisas y zapatos, llevamos bolsos, comemos tomates y pasta, usamos smartphones y tabletas, confiamos nuestros ahorros a los bancos… y lo hacemos intercambiando en un plano de libertad y de (cierta) igualdad. Pero no podemos (o no queremos) ver los rostros de los trabajadores que han producido esos bienes, que han edificado nuestras pequeñas y grandes catedrales. Vemos demasiado las mercancías (porque existe todo un imperio económico-financiero que trabaja día y noche para que las veamos), pero vemos demasiado poco a las personas que hay detrás de los envases de las cosas que consumimos. La Biblia de vez en cuando nos deja ver rostros de hombres y de mujeres, para que nosotros, una vez cerrada la Biblia, comencemos a buscarlos y a verlos en nuestros mercados.

«El año cuatrocientos ochenta de la salida de Egipto, el año cuarto del reinado de Salomón en Israel en el mes de Ziv, o sea el mes segundo, Salomón empezó a construir el templo del Señor. El templo del Señor construido por Salomón medía sesenta codos de largo, veinte de ancho y treinta de alto» (6,1-2). Es una construcción grande – un cubo hebreo medía 44 cm – pero sobre todo rica, bella y de gran valor: «Todo era de cedro, no se veían los sillares. El camarín, en el fondo del templo, lo destinó para colocar allí el arca de la alianza del Señor… Lo revistió de oro puro. Hizo un altar de cedro ante el camarín y lo revistió de oro. Revistió de oro todo el templo, hasta el último hueco» (6,18-22).

Encontramos el nombre de un artista: «El rey Salomón mandó a buscar a Jirán de Tiro. Este Jirán era hijo de una viuda de la tribu de Neftalí y de padre fenicio. Trabajaba el bronce, era un artesano lleno de sabiduría, inteligencia y conocimiento para cualquier trabajo en bronce» (7,13-14). Jirán es un nuevo Besalel, el artista que según el Éxodo decoró el tabernáculo (Ex 31,2-3). Las palabras con las que el texto califica a este artista trabajador del bronce son muy hermosas: lleno de sabiduría, inteligencia y conocimiento (competencia y pericia). La creatividad artística (y cualquier tipo de creatividad) necesita sabiduría (en la acepción bíblica del término), que es un don exquisitamente espiritual, e inteligencia, es decir talento natural, además de competencia. Es posible empezar a esculpir contando solo con una de estas cualidades (toda vocación madura se desarrolla en el tiempo), pero la vocación artística se realiza y da grandes frutos solo cuando la sabiduría, la inteligencia y la competencia trabajan y crean juntas.

Jirán «hizo columnas de bronce … Hizo el Mar, un depósito de metal fundido que medía diez codos de diámetro y era todo redondo … El depósito descansaba sobre doce toros, que miraban tres al norte, tres a poniente, tres al sur y tres a levante. Encima de ellos iba el Mar» (7, 15-25).

Después del templo («lo edificó en siete años»: 6, 38), el rey construyó su palacio: «En cuanto a su palacio, Salomón empleó trece años en terminarlo. Construyó el palacio llamado Bosque del Líbano: medía cien codos de largo, cincuenta de ancho y treinta de alto» (7, 1-2).

El templo medía sesenta codos de largo, el palacio cien; el templo medía veinte codos de ancho, el palacio cincuenta. Algunos reyes, incluso los más sabios, empiezan a edificar el templo para alabar y ensalzar a Dios, pero acaban haciendo palacios reales más grandes que los templos. Quizá lo hagan de buena fe y muchas veces cargados de buenas razones, pero lo cierto es que el palacio acaba superando al templo en longitud y en anchura (no en altura, para no ser más alto que el altísimo, para estar, modestamente, al mismo nivel). Este es otro indicio de que la construcción de la obra maestra de Salomón es también el comienzo de su corrupción.

El alma sapiencial de los libros de los Reyes, muy dura con la monarquía y con los reyes de Israel, sabe leer muchas cosas en este palacio que excede al templo en grandeza. El autor de estas páginas tal vez sea el mismo que el de las páginas del Génesis y el Éxodo que hablan de los días del primer amor de Israel, cuando solo había una voz desnuda, una tienda y un arameo errante que se había puesto en camino creyendo en una promesa.

Toda vida buena comienza con una voz que nos llama cuando somos pobres y sencillos, a la que respondemos poniéndonos en marcha en pos de una voz y de una promesa. Después, con el tiempo, llega el culto, la religión, la construcción del templo y finalmente la construcción de un palacio para nosotros, más grande que el templo para Dios. Así comienza la decadencia. A lo mejor hemos dedicado casi toda la vida a construir nuestro culto, el “templo” y el “palacio”, y todos nos han elogiado y amado por esas obras. Pero un día entendemos que la libertad, la verdad y el amor están en otro lugar que hemos olvidado. Entonces otra voz nos sorprende en la noche, en un sueño o en una cama de hospital. Es la voz del primer día. Logramos reconocerla. Nos ordena que desmontemos el palacio y el templo, que nos hagamos pobres y volvamos a ponernos en camino. La salvación de la vida adulta está en el camino de vuelta que nos lleva del palacio a la tienda nómada. Porque no es posible escuchar un hilo silencioso de voz en los altos templos ni en los anchos palacios. Solo cuando se encuentra exactamente a la altura de los ojos y el corazón.

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