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Y en el exilio, no olvidar

Lógica carismática/10 – Hay que imaginar nuevas formas de vida en común, más nómadas y fluidas. 

Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 21/11/2021

«Y siempre mi sistema era hermoso, vasto, espacioso, cómodo, limpio y sobre todo liso. Y siempre un producto espontáneo e inesperado de la vitalidad universal, venía a lanzar un desmentido a mi ciencia pueril y anticuada, hija deplorable de la utopía».

Charles Baudelaire, Exposition Universelle, 1855.

No hay cristianismo sin comunidad, incluso cuando las comunidades enferman y se vuelven difíciles. Olvidarlo significa negar el humanismo bíblico y cristiano.

Me atrae mucho la figura del profeta Jeremías. Mientras todos – sacerdotes, reyes y profetas de la corte – negaban que los babilonios de Nabucodonosor fueran a destruir el templo y a conquistar Jerusalén, Jeremías seguía repitiendo tenazmente que Israel sería derrotado y deportado a un largo exilio. Pero después, con la misma certeza profética, añadía: al final, un resto volverá, nuestra historia continuará; porque ha terminado una historia pero no nuestra historia. 

La iglesia ya lleva tiempo en el exilio, aunque muchos todavía no se hayan dado cuenta. Jerusalén y el templo han sido ocupados por nuevos babilonios. No han sido destruidos. Sencillamente se han puesto en renta para alimentar a los nuevos dioses insaciables del consumo y el mérito. Y dentro de nuestro exilio, Jeremías, y toda la Biblia con él, nos repite: ha terminado una historia pero no la historia, porque un resto fiel la continuará. Esta es nuestra esperanza no vana. Las otras esperanzas son ilusiones de falsos profetas, incluidos en la nómina de los babilonios.

Estas reflexiones mías sobre las comunidades carismáticas se sitúan dentro de este tiempo de exilio. Este es el espíritu con el que hay que leerlas, a orillas de los ríos de Babilonia. No he colgado la pluma de los sauces; he intentado escribir, cantar, en tierra de exilio. Estas páginas no niegan el exilio sino que intentan ver más allá de los grandes ríos. Hoy sabemos que los hebreos escribieron en Babilonia sus libros más hermosos. Allí nació la Biblia. Allí fueron capaces de hablar de Alianza y Tierra Prometida cuando ya no las veían y se habían convertido en un recuerdo amargo. También nosotros deberíamos hablar de comunidades y carismas, de sus dolores y problemas, sin apartar la mirada de la alianza y la tierra prometida.

Las comunidades que nacen en torno a un carisma se encuentran entre las realidades más sublimes y apasionantes de la tierra. Son vulnerables y frágiles, porque siempre la parte más profunda e íntima de la vida es por naturaleza vulnerable y frágil y está expuesta a la tragedia. La promesa de la Biblia y de los evangelios siempre será una promesa comunitaria, siempre se desarrollará en medio de nosotros, y no solamente dentro de nuestros corazones. Si quieres matar la Biblia y los evangelios, mata las comunidades – muchos lo están intentando, tratando de trnsformar la vida cristiana en un asunto individual sin pertenencia fuerte, en un consumismo espiritual emotivo y solitario, finalmente inocuo –.

La iglesia nace comunidad. Jesús llama a doce hombres, doce amigos, e inmediatamente después a otros hombres y mujeres. Con ellos inicia una experiencia comunitaria extraordinaria que ni la traición de Judas ni la de Pedro ni el Gólgota consiguen derrotar. El primer gesto de Jesús en Cafarnaum consiste en llamar a discípulos, a compañeros, dando comienzo a una historia colectiva, de “dos o más”. El primer nombre de los cristianos es plural. Y después vienen los apóstoles. Y después, los miles de carismas que a través de los siglos han fecundado y enriquecido la tierra con sus comunidades. La cartas de San Pablo nos hablan de comunidades con problemas no menos graves que los que se han puesto de manifiesto en esta serie (y en las cuatro de años anteriores), En sus iglesias, la cercanía histórica a Cristo y a un carismático como Pablo es el caldo de cultivo  para la aparición de excesos, errores y exageraciones de distintas clases. Por este mismo motivo, es mucho más probable que los fenómenos problemáticos de los que hemos hablado sean más frecuentes en las comunidades cuyo fundador está vivo (o recientemente desaparecido) que en las de carismas antiguos o antiquísimos.

Las vocaciones comunitarias son algo inmenso, y esa inmensidad las vuelve muy arriesgadas. Es un juego múltiple de espejos entre la persona, la comunidad y el carisma. Un juego admirable, fantástico y sublime que explica en gran parte la fuerza y el atractivo irresistible de estas experienicas. Se da una admirable coincidencia entre lo interior y lo exterior, entre el alma individual y el alma colectiva. Lo que viene de fuera se advierte como anteriormente preexistente dentro. Cuanto más se excava en el alma, más se encuentra la comunidad, y cuanto más se profundiza en la comunidad, más se halla en ella la propia alma, reconociéndola en las almas de los compañeros y compañeras. Digo “yo” y responde “nosotros”, decimos “nosotros” y escucho pronunciar mi nombre, que vuelve a mí inmenso como el mundo, infinito como el cielo. La embriaguez de estas experiencias es verdaderamente fantástica y única, y quien las vive no renunciaría a ellas por nada del mundo. Aquí está lo extraordinario de las comunidades carismáticas, junto con sus peligros y problemas, como ocurre en todas las experiencias maravillosas, ya que todas las escaladas tienen lugar al borde del precipicio.

En toda esta dinámica individual y colectiva hay un elemento importante, quizá el verdaderamente decisivo y descuidado: el tiempo. Porque la experiencia vocacional de la juventud y la de la vida adulta son distintas, muy distintas, a veces demasiado distintas. El alba y el ocaso están separados por un mediodía muy luminoso, y por eso cuesta reconocerlos como momentos del mismo día, como tonos distintos de la misma luz.

Existe una profunda afinidad electiva entre la juventud y las comunidades carismáticas. El joven es generoso, va más allá de los límites de lo ordinario, le gustan las experiencias fantásticas, radicales, exageradas y extremas, quiere saborear la vida hasta la médula. Es puro, ama y vive la gratuidad, tiene una fe genuina y no ideológica. Por eso, cuando encuentra la energía infinita liberada por un carisma, comienza a volar. Levanta el vuelo y ya no se detiene. Todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta con tal de no detener ese loco vuelo, con tal de naufragar en ese mar.

Casi siempre la vida comunitaria potencia las cualidades del joven, lo hace florecer, germinar, dar los primeros y sabrosos frutos. Pocas cosas hay en la tierra más hermosas y puras que un joven enamorado de un carisma. Sobre todo si en ese joven hay una vocación espiritual, una llamada auténtica.

Un primer efecto de una vocación espiritual, sobre todo cuando crece dentro de una comunidad, es el alargamiento del tiempo de la juventud, quizá de la infancia. La juventud – el niño evangélico – dura mucho, y algunas dimensiones suyas incluso toda la vida – cierta ingenuidad, la mirada de niño, la capacidad de emocionarse ante la belleza, el asombro por la bondad y la maldad excesivas –. Se comprende así que, a causa de la extraordinaria experiencia vivida en la juventud, es especialmente difícil hacerse adulto dentro de una comunidad carismática, y algunas veces, por no decir muchas veces, algo se rompe en el camino.

En primer lugar, en la juventud es difícil, si no imposible, comprender que la maravilla que está ocurriendo es la fiesta del día de bodas, y como tal está destinada a durar poco. Es difícil o imposible, porque si fuéramos verdaderamente conscientes de ello nos detendríamos antes de emprender el camino. Una providencial inconsciencia es esencial para ponerse en marcha. Pero si después falta un acompañamiento adecuado en los segundos años de vida comunitaria, el inevitable impacto con el principio de realidad puede ser devastador. Porque si no se vive el proceso de maduración como un paso hacia una mayor conciencia y verdad, se interpreta solo como declive y no pocas veces como traición y engaño. Cuando aparecen las primeras y necesarias grietas en la pared de la vocación juvenil y de las formas concretas que ha asumido, muy a menudo, en lugar de dejar caer la primera tapia y descubrir nuevos jardines y prados donde correr libres, llamamos a los albañiles para reparar las fisuras y restaurar la vieja construcción. De este modo, cuando llegue el día en que los remiendos ya no aguanten y el edificio se caiga, no viviremos el inevitable y repentino colapso como una posibilidad para un futuro mejor más amplio y luminoso, sino como terremoto y destrucción. El paisaje abierto por la caída, en lugar de indicar nuevos horizontes para una nueva vida madura, nos infunde temor y nos deja bloqueados en medio de los escombros humanos, psíquicos y vocacionales.

Si los razonamientos que hemos desarrollado durante estas semanas contienen algo de realidad, es necesario y urgente que las comunidades carismáticas sean valientes y se arriesguen a dejar caer estas paredes, para que puedan seguir atrayendo a personas con vocaciones y conozcan una nueva primavera, un resto después del exilio. Es necesario que sepan imaginar nuevas formas de vida en común, más nómadas y fluidas, sobre todo en la fase adulta de la vida de las personas; que generen otros modos de vivir la pertenencia fuerte a la comunidad, con fidelidad al espíritu del carisma pero estando dispuestas a cambiar las formas concretas y organizativas del pasado. La vocación es una, pero sus formas son muchas. En el tiempo de los exilios y los diluvios solo lo ágil y pequeño sobrevive.

Una última nota, una última palabra personal, susurrada. Mientras vivas el tiempo adulto del exilio no olvides nunca el tiempo del primer amor, cuando tu corazón oía palabras distintas y eternas (Os 2,16) y los ojos veían otra mirada. Porque no es mentira, solo queda lejos. Querías tocar el cielo y has tocado tu tierra, tal vez para poder amarla finalmente de verdad. No olvides el primer pacto. No olvides la gran promesa: era para ti. No olvides que en el comienzo de una vida que ahora se ha vuelto complicada hubo algo verdaderamente estupendo. Hubo una joven, un joven, que en el esplendor de sus años creyó, y se puso en marcha tras un sí incondicional. En el comienzo hubo algo maravilloso, una belleza, una gratuidad y una generosidad infinitas. Y si estaba al principio, está para siempre. Ninguna desilusión, ningún dolor, nada en el mundo, puede borrar esta infinita belleza-gratuidad-generosidad. No se lo permitas. Y después intenta resurgir.

Cuando el hijo del hombre vuelva a la tierra, ¿encontrará fe en la comunidad?

Dedicado a Friederike, que me ha enseñado que una vocación adulta puede ser más hermosa que la espléndida vocación de la juventud.

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El domingo que viene volveré al otro aspecto de mi colaboración con Avvenire: los comentarios bíblicos. Con Oseas, un profeta difícil pero muy querido. Gracias a vosotros, los lectores, por haberme seguido en estos diez capítulos sobre las comunidades, interrumpidos por un inesperado mes de convalecencia que ha dado, tal vez, otro sabor a las palabras. Algunos las han encontrado duras, y lo comprendo. Espero que otros las hayan encontrado útiles, escritas con la misma alma con la que se le dicen a un amigo, o a uno mismo, palabras duras pero necesarias. Gracias a Marco Tarquinio, director y amigo querido, que me sigue, con valentía y confianza, en este trabajo semanal maravilloso pero no fácil, mirando al exilio.

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