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Cuando la fragilidad se convirtió en una virtud económica y civil

La feria y el templo/14 - La literatura es una metáfora del espíritu de un tiempo y una ayuda para comprender la ética mercantil del Medievo.

Luigino Bruni

Publicado originalmente en Avvenire el 07/02/2021

La belleza moral del empresario no depende solo de su valía, puesto que la riqueza es trágicamente efímera. La virtud sigue combatiendo contra la fortuna.

La literatura revela el espíritu de un tiempo determinado. Si, además, esa literatura es grande, el espíritu que revela transciende su tiempo y su espacio. Y si es inmensa, su espíritu es para siempre y para todos. Podemos – y debemos – leer documentos, materiales de archivo y crónicas sobre la ética mercantil entre el Medievo y el Renacimiento para comprender algunas cosas. Pero si, además, volvemos a leer la Divina Comedia y el Decamerón, nos daremos cuenta de que arrojan una luz distinta sobre los documentos y sobre las crónicas. 

Dante es inmenso por muchas cosas, pero no por la comprensión de su nueva economía: «Es completamente sordo al sentido de lo económico» (Ernesto Sestan, "Dante e Firenze", 1967, p. 290). Aunque era muy cercano al movimiento franciscano, no siguió la línea de Pedro de Juan Olivi y los demás frailes teólogos economistas que, observando a los comerciantes en las ciudades, entendieron, antes que otros, que no todo comercio era incivil y que no todos los préstamos a interés eran usura. Sin embargo, Dante seguía vinculado a Aristóteles (y tal vez a Tomás), y no llegó a penetrar en la nueva dimensión económica del Humanismo del siglo XIV, donde el arte del comercio era también proceso de civilización y virtud cristiana.

Dante veía a los comerciantes con una mirada aristocrática, desde la añoranza de una Florencia noble que ya no existía. Los agricultores venidos del campo a la ciudad, enriquecidos gracias al comercio y a la banca, eran para Dante la primera causa de la decadencia moral de su ciudad, que abandonaba “la cortesía y el valor”: «La gente nueva y súbita ganancia orgullo y desmesura han generado. ¡Oh, Florencia, ya lloras tu jactancia!» (Infierno XVI, 73-75). Su Comedia está atravesada por el elogio del trabajo agrícola, por los valores del campo y por el orden social basado en las virtudes caballerescas. Florencia estaba ocupada por las artes y la política estaba dominada por los comerciantes. Su ciudad «da y esparce las malditas flores» (Paraíso IX,131): los florines, que estaban corrompiendo hábitos y virtudes. Y con la expresión “mujeres de cuño” (Infierno XVIII 66), Dante indicaba la prostitución o quizá la falsedad: «Cuando uno engaña a otro, a eso se le llama cuñar» (Ottimo, 1334 ca). En su Paraíso no aparece un solo comerciante, y cuando Cacciaguida, su tatarabuelo, elogia a Cangrande della Scala, descendiente de una familia de comerciantes, lo hace precisamente porque «despreciando el oro, mostrará su valor y gallardía» (Paraíso XVII,84). Sin embargo, ahora sus florentinos solo se dedican a la banca y al comercio, y por consiguiente no al honor ni a la virtud: «Florentinos que mercan en subasta» (Paraíso XVI, 61).
Sabemos que Dante sitúa a los usureros en el infierno, entre los violentos “contra Dios, la naturaleza y el arte” – los usureros suman una triple violencia: la usura niega la ley de Dios, va contra natura y supone la negación del antiguo arte del comercio. Nos los muestra lejos de las plazas de Florencia, sentados en el suelo, como en vida, pero no sobre su característica alfombra roja sino sobre la arena ardiente. Las manos que usaban en vida para manejar dinero sin parar, las usan ahora para defenderse de las lascas de fuego, como los animales cuando apartan a los insectos con las patas (Infierno XVII,49-51). Dante coloca al lado de otros usureros florentinos, a Rinaldo degli Scrovegni, famoso usurero paduano comisionista de Giotto. Para Dante, a diferencia de San Agustín, las donaciones de los usureros en el momento de la muerte no son suficientes para salvarles: van al infierno, sus donaciones no les sirven para lucrar siquiera el purgatorio. La riqueza mal ganada no sirve para rescatar la vida, aunque al final, se done como beneficencia.
En el “Convivio”, Dante confirma y argumenta con mayor extensión su visión del comercio y de la riqueza en relación con la virtud: «No virtud, sino mercadería» (Convivio I, 8). A los comerciantes les llama míseros: «¡Cuánto temor el de aquel que tras de sí siente riqueza, al caminar, al descansar, no solo velando, sino cuando también duerme, y no por temor a perder su haber, mas con su haber la vida! Bien lo saben los míseros mercaderes que van por el mundo». La única virtud de la pecunia está en privarse de ella, pero en vida: «Virtud… que no puede ser poseyéndolas [las riquezas], sino dejándolas de poseer… Es bueno el dinero cuando, transferido a los demás por hábito de generosidad, no se posee ya nada» (Convivio IV, XIII). Detrás de todo esto está Boecio, pero también Séneca y muchos Padres de la Iglesia.
Pero Dante también nos sorprende con un golpe de escena en el tema de la economía – algunos autores son más grandes que sus propias ideologías. La moneda, despreciada como icono del demonio, aparece en el Paraíso nada menos que como metáfora de la fe. En el diálogo entre Dante y San Pedro leemos: «“Muy bien la ley y el peso de tu moneda comprobada ha sido. Mas dime, si en tu bolsa tienes eso”. Yo repuse: “Tan lúcida y rotunda que tiene de virtud el cuño impreso”» (Paraíso XXIV,83-87). Hay aquí un eco de la tradición medieval del Christus monetarius, el Cristo experto cambista capaz de diferenciar la verdadera fe (moneda) de la falsa. Desde hace unos años sabemos ("Codice diplomatico dantesco", 2016), que el padre de Dante desempeñaba en Florencia el oficio de cambista y prestamista, tal vez usurero. Quizá de ahí provenga la visión negativa de Dante sobre la moneda.

Con Boccaccio, el paisaje cambia drásticamente. A diferencia de Dante, Boccaccio viene de una familia de comerciantes. Él mismo había practicado de niño en Nápoles el comercio, y conocía de cerca el mundo mercantil, sus mitos y su cultura, sus vicios y sus virtudes (Vittore Branca, "L’epopea dei mercatanti", 1956). Dante ve desde fuera y con distancia un mundo nuevo que no termina de entender y le causa temor por sus desequilibrios. Boccaccio, pocas décadas después, en el Decamerón, ve un mundo que ha cambiado y muestra aún más toda su magnificencia. Lo ve desde dentro, y ve sus vicios junto con sus virtudes. El mundo de los comerciantes se convierte en la mejor representación de la comedia de su tiempo, ya no una divina comedia, sino muy humana y comercial.

“La virtud supera a la fortuna” era en lema de los reyes y caballeros de la Edad Media. Con Boccaccio, el lema se desplaza con decisión a la comunidad de los comerciantes, que son protagonistas de casi todas sus novelas. Sus virtudes son sobre todo las de los comerciantes. Ya desde la primera jornada, Boccaccio, mientras ve los vicios de los comerciantes no deja de elogiar al usurero hebreo Melquisedec (I,3), por cómo ha usado su inteligencia para salir de la trampa que le había puesto Saladino (¿cuál de las tres grandes religiones es la verdadera?). En la segunda novela del primer día, el comerciante Giannotto de Civigní es definido como «lealísimo y recto y gran negociante en el rango de la pañería», que tenía «íntima amistad con un riquísimo hombre judío llamado Abraham, que era también comerciante y hombre harto recto y leal» (I,2,4). Giannotto envió a Abraham a Roma esperando que se convirtiera al conocer de cerca la vida de los cristianos. Pero Abraham, una vez vio los peores vicios de la Iglesia romana, volvió y le dijo a su amigo: «Porque veo que vuestra religión aumenta y más luciente y clara se vuelve, me parece discernir justamente que el Espíritu Santo es su fundamento y sostén. Con toda franqueza te digo que por nada dejaré de hacerme cristiano» (I,2,27). No se convierte a pesar de los pecados que ve en los cristianos, sino gracias a ellos.

En la novela de Torello (X,9), Saladino, disfrazado de comerciante chipriota, viaja a Pavía para recoger información sobre la preparación de la próxima cruzada. El cuadro de la generosidad y de las virtudes mercantiles que nos ofrece es hermoso. El comercio aparece como un oficio alternativo al de las armas. Con ello nos revela una de las grandes vocaciones de la economía de todos los tiempos: de los puertos de donde han zarpado y zarpan armas de guerra, han zarpado y zarpan mercancías de paz.

Y podríamos seguir… Boccaccio habita la ambivalencia de su tiempo mercantil. Sabe descubrir sus vicios, como los de Musciatto Franzesi, «riquísimo y gran mercader en Francia», que no tiene escrúpulo alguno en utilizar al notario Ciappelletto, che «vencía malvadamente en tantas causas cuantas le pidiesen que jurara decir verdad por su fe… Era el peor hombre, tal vez, que nunca hubiese nacido» (I,1,7-15).

Pero mientras describe los vicios de estos nuevos héroes, Boccaccio sabe ver también sus típicas virtudes. También esto es grandeza. Con él cae la idea clásica que se remontaba al menos hasta Aristóteles y seguía siendo central en Dante: la fortuna solo afecta a los bienes exteriores y por tanto la virtud solo debe orientarse a los bienes interiores del alma, los únicos que no son vanitas. En cambio, para Boccaccio el trabajo por los bienes exteriores puede ser virtuoso precisamente a causa de su vulnerabilidad y fragilidad. Porque esforzarse por algo incierto y no seguro es más loable que esforzarse por cosas inquebrantables y seguras. Así pues, dedicar la vida al comercio, un bien frágil por naturaleza, sujeto a la desventura y casi nunca regido por la ley del mérito, hace que el comercio sea digno de alabanza. Depender de la fortuna, ser conscientes de ello, aceptar esta dependencia y a veces fracasar por su causa, es una virtud de los comerciantes. Estamos frente a un vuelco de la ética aristotélica clásica, de Cicerón y del primer siglo cristiano, que tiene mucho que decir todavía hoy.

En el siglo de Boccaccio, la conciencia moral del Occidente cristiano transforma la exposición a la fortuna de vicio en virtud. Y con ello nos dice una cosa importante: existe un valor ético en esforzarse por bienes frágiles. Casi todos los bienes lo son, pero sobre todo aquellos que no controlamos porque dependen de la lealtad y de la honestidad de nuestros colaboradores, de la honradez de nuestros clientes y proveedores, de la falta de corrupción de la política y de nuestros conciudadanos, de las infinitas variables de los mercados sobre las que tenemos control. Esta fragilidad, la condición ordinaria de los comerciantes, es considerada una cualidad moral.

El empresario tiene una belleza moral precisamente porque no depende solo de su valía, porque su riqueza es siempre trágicamente efímera. La virtud sigue combatiendo contra la fortuna, pero la primera virtud del comerciante es la conciencia de que depende radicalmente de la fortuna, con la que debe combatir y a la que no siempre consigue vencer. 

Un día en Europa comprendimos que dedicar la vida a cosas que no controlamos y de las que dependemos para vivir es algo moralmente valioso, y que movernos todos los días al borde del precipicio no es solo una habilidad técnica, sino también una excelencia ética. Y que la aceptación de la inevitable vulnerabilidad de la vida puede convertirse en virtud civil.

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