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Cuando la deuda pública era don

La feria y el templo/7 - Las distintas concepciones medievales, el debate que surgió de ellas y la cuestión que hoy se plantea (no solo) en Europa.

Luigino Bruni

Original publicado en Avvenire el 20/12/20

Si queremos comprender cómo se desarrolló la ética económica en la cristiandad medieval y después en el capitalismo, deberíamos intentar habitar su ambivalencia radical, empezando por la primera teología cristiana.

Si queremos comprender cómo se desarrolló la ética económica en la cristiandad medieval y después en el capitalismo, deberíamos intentar habitar su ambivalencia radical. La primera teología cristiana usó ampliamente metáforas y un léxico económico-comercial para explicar el acontecimiento cristiano, la encarnación y la salvación, empezando por la misma palabra oikonomia, que fue fundamental para la primera mediación teológico filosófica del cristianismo: economía de la salvación, Trinidad económica. Jesús define al dinero (mammona) como un dios rival, pero el mismo Jesús es presentado como un “divino comerciante”, cuya sangre fue el “precio” de la salvación, una redención “pagada” con el sacrificio de la cruz. Durante toda la Edad Media proliferaron los términos económico-teológicos: “lucrar” indulgencias para las almas, “ganar” el paraíso o el purgatorio, o considerar al hombre como “moneda” de Dios que lleva impresa su efigie/imagen, según la tradición que tanto le gustaba a Agustín (Sermón 9). Hay una frase citada por Clemente Alejandrino, quien la toma de la tradición, concretamente de los agrapha de Jesús, no de los Evangelios canónicos ni apócrifos, que contiene un concepto importante: «La Escritura nos exhorta justamente a ser cambistas competentes, desaprobando algunas cosas y manteniendo firme lo que es bueno» (Stromateis 1, 28,177, finales del siglo II). De ahí deriva la tradición del Christus monetarius, el “buen cambista” capaz de discernir entre las “monedas” buenas y las malas. 

Con toda esta complejidad en materia de monedas y de economía, no es sorprendente encontrar en la Edad Media ambivalencia e incertidumbre moral con respecto precisamente al uso de las monedas y a la economía. Pero hace falta una premisa. Para comprender el nacimiento de la ética económica europea, no debemos olvidar que, mientras los teólogos discurrían sobre las monedas y los préstamos, los comerciantes tenían que trabajar. Los comerciantes eran y son personas pragmáticas, tan pragmáticas que rozan el cinismo: las monedas, los bancos y los cambistas eran necesarios (había muchas monedas en circulación). Todos sabían que estos operadores no trabajaban gratis, y que recurrir a sus servicios tenía un coste. El precio a pagar se llamaba “interés” y era aceptado cuando no era excesivo. Los verdaderos comerciantes nunca habrían considerado “usura” un préstamo (o una letra de cambio, o un contrato de comenda) a un tipo del 5% anual, ni siquiera del 10%. Eran bien conscientes de que había banqueros buenos y malos, al igual que había monedas buenas y malas, y que las monedas y los banqueros malos expulsaban a los buenos. Actuaban y vivían entre estas cosas buenas y malas, habitaban en la economía la ambivalencia de la vida.

En aquel entonces la presencia de profesionales conocedores de las monedas era muy importante para la estabilidad del comercio y por consiguiente para el bien común. Todos lo sabían, del mismo modo que todos sabían que cuando en las ciudades faltaban cambistas/banqueros oficiales y por tanto controlados periódicamente por el municipio en sus pesos, balanzas, libros y medidas, la ciudad se llenaba de pequeños bancos de malos prestamistas y “revendedores” que a menudo acababan en bancarrota. Esta expresión deriva del banco sobre el que el cambista ponía sus monedas, la mensa argentaria: cuando ya no podía hacer frente a sus deudas, sus acreedores le rompían el banco. Entre los siglos XIV y XV, Venecia contaba con más de cien bancos, cristianos y judíos, Florencia con setenta, Nápoles con cuarenta y Palermo con catorce (Vito Cusumano, "Storia dei banchi della Sicilia"). El banquero también era cambista, y con frecuencia desempeñaba el mismo oficio que el notario. Los banqueros estaban equiparados en muchos aspectos a los funcionarios públicos y compartían con ellos algunas dimensiones de su estatus, privilegios y cargas. A ninguna persona respetable se le ocurría llamar a estos banqueros “usureros”, aunque prestaran a interés. Todos sabían que los banqueros se lucraban con el dinero, los obispos y los papas antes que nadie, puesto que por una parte eran los primeros clientes de los bancos y por otra hacían homilías y escribían textos de condena del préstamo a interés en base a la Biblia y a los Evangelios.

La Iglesia sabía muy bien todo esto, experta como era en ambivalencias, también económicas. Conocía bien a los grandes banqueros, porque casi siempre pertenecían a las grandes familias burguesas y aristocráticas, y se sentaban en los consejos de gobierno de las ciudades. Pero no debemos pensar que hubiera unanimidad entre los distintos componentes de la Iglesia en materia de monedas, comercios, intereses y usura. La Iglesia era una realidad plural y antagonista, en teología y en materia de praxis civil, más incluso que en la actualidad. No debe asombrarnos la gran cantidad de libros y homilías que se dedicaron, sobre todo entre los siglos XII y XVII a temas financieros y comerciales. La economía, después de la teología, fue la materia más tratada por los teólogos entre la Edad Media y la Modernidad. En estos debates tuvo gran peso el mundo del monacato, antiguo, rico y poderoso. El ora et labora de los monasterios y abadías había creado una ética económica muy atenta a los valores del trabajo y de las cosas terrenales. En particular, los monjes eran grandes enemigos del vicio capital de la pereza, es decir de la actividad y la vagancia. Por consiguiente, el primer elogio de la solicitud del comerciante, visto como el anti-perezoso por excelencia, nació en los monasterios, donde se desarrolló también la exegesis de la “parábola de los talentos” como elogio del emprendimiento de los dos primeros siervos y condena de la vagancia del tercero. El comerciante era bien visto porque hacía circular la riqueza, mientras que el avaro la bloqueaba en sus cajas de caudales.

Pero la reflexión específica sobre la moneda se desarrolló sobre todo entre las nuevas órdenes mendicantes, atentas observadoras, por sus carismas, de la civilización ciudadana. En este contexto, tuvo un papel importante en la reflexión teológica sobre el préstamo a interés el nacimiento de la deuda pública de las ciudades comerciales, sobre todo Venecia y Florencia. Es interesante, a este respecto, el debate que mantuvieron sobre Venecia algunos grandes teólogos, a mediados del siglo XIV, acerca de la licitud de pagar interés sobre la deuda pública y de vender estos títulos de crédito (a un precio del 60-70% de su valor nominal). Desde finales del siglo XII, las ciudades comerciales italianas tuvieron que hacer frente a un fuerte aumento del gasto público, a causa de los gastos militares. Aquellas ciudades eran, en la práctica, consorcios de familias, una especie de sociedades cooperativas, donde los ciudadanos también eran socios y propietarios de un bien común: la ciudad. En las primeras fases, los gastos públicos se cubrieron mediante distintas formas de contribuciones y tasas por parte de los ciudadanos. Pero frente a la explosión del gasto público, los ciudadanos pensaron que podía ser más conveniente emitir títulos de deuda pública que seguir aumentando los impuestos. Estos títulos pagaban intereses periódicos (el pago de los intereses se llamaba paga) a los acreedores, a una tasa del 5% anual (el mismo porcentaje que el Monte de Florencia). Los ciudadanos vieron la deuda pública como una ventaja con respecto a los impuestos: a diferencia de los impuestos, la deuda pública pagaba intereses periódicos y la ciudad podía cubrir sus gastos públicos.
Es interesante señalar que mientras los teólogos discutían y generalmente condenaban el interés sobre los préstamos privados, hasta el punto de que fue necesaria una bula papal (1515) para declarar lícito el interés del 5% pedido por los Montes de Piedad franciscanos, a nadie le incomodaba el pago de intereses sobre la deuda pública. El debate teológico en Venecia no versaba sobre la licitud del interés aceptado como un dato de la realidad, sino sobre la razón que llevaba a considerar lícito ese interés. Los protagonistas de la disputa fueron el franciscano Francisco de Empoli, los dominicos Pedro Strozzi y Domingo Pantaleoni, y el agustino Gregorio de Rimini. El franciscano aceptaba el interés en base a la teoría franciscana del “daño emergente” y del “lucro cesante”: si un ciudadano tenía que prestar dinero a la ciudad (a veces los préstamos eran forzosos), la ciudad debía recompensar el daño sufrido mediante el pago de un interés (término usado por Francisco). No hacía falta nada más, el interés era un precio. Coherentemente, el franciscano tampoco ponía en discusión la licitud de vender los títulos de deuda.

El discurso de los teólogos dominicos era más articulado. Generalmente eran más críticos con los intereses que los franciscanos. Apoyándose en Tomás de Aquino, los dos teólogos dominicos cambiaron radicalmente la argumentación y construyeron su tesis sobre la licitud del interés en base a una idea totalmente distinta: el interés no debía ser entendido como precio del dinero prestado, sino como don para quienes actuaban por amor cívico: «El dominico no discute la licitud de la atribución de un 5% anual a los acreedores del Monte, sino que propone que sea interpretada como un don espontáneo, por parte de la comunidad, que de ese modo manifiesta su gratitud al ciudadano» (Roberto Lambertini, "Il dibattito medievale sul consolidamento del debito pubblico dei Comuni", 2009). El interés, coherentemente con su etimología (inter-esse), era visto como un vínculo de reciprocidad entre dones. Pero si ese 5% era don, entonces, para los dominicos, a diferencia de Francisco de Empoli, el poseedor del título no podía revenderlo, ya que los dones no se venden.

Aquí entra en juego un elemento decisivo, retomado y potenciado por el agustino Gregorio de Rímini: la recta intención. Lo que hacía que el 5% fuera lícito era la intención con la que la ciudad lo pagaba y el ciudadano lo recibía. Si la intención, para una parte o para ambas, era el lucro privado, entonces el interés era ilícito; si la intención era el bien común, era lícito. De ahí se deriva la no admisibilidad del comercio de títulos, ya que quien vendía y compraba no lo hacía por el originario bien común, sino por el lucro privado. Es interesante la explicación que daba Gregorio para afirmar que la ciudad de Venecia no tenía recta intención cuando emitió los títulos de deuda. Para el teólogo agustino, el pago del mismo porcentaje del 5% a todos por igual, sin tener en cuenta las condiciones subjetivas de los prestatarios, su riqueza y necesidades, hacía ilícita esa deuda pública. Equivalía a decir que la falta de diferenciación hacía evidente que la intención era el lucro y no el bien común. Era la antigua idea de que la igualdad sustancial, y por tanto la justicia, no coincide con la igualdad formal.

Hoy nos encontramos nuevamente en una fase de fundación, a nivel europeo, en cuanto al sentido de las deudas, los préstamos, los impuestos y los intereses. Aquellos primeros debates éticos pueden enseñarnos muchas cosas, como, por ejemplo, que las intenciones son importantes, también en economía. Los países europeos han aceptado la emisión de una gran cantidad de deuda pública en este tiempo de pandemia, porque han interpretado las intenciones de los solicitantes y de los otorgantes de los préstamos. Un mal común – la pandemia del Covid-19 – nos ha hecho redescubrir el bien común, y por tanto un interés distinto, el vínculo necesario entre deuda y bien común. En este terrible 2020 también hemos redescubierto el don, los dones realizados y recibidos, desde el don de la vida de médicos y enfermeros hasta el don de la vacuna gratuita y universal. ¿Y si este fuera el comienzo de una nueva economía?

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