Bruni, Luigino
Editorial
Economía y bien común: la aurora de un nuevo encuentro
en Nuova Umanità n.175, vol.XXX, 2008/1
PREMISA
Ningún otro concepto está tan ausente de la teoría económica moderna y contemporánea como el de bien común. Encontramos realidades que se le asemejan, como «bien público» o «colectivo» (common)1, pero sin embargo, como veremos, están muy lejos de lo que la tradición clásica y cristiana llamaba y llama «bien común».
A continuación trataré de articular algunas de las razones de esta ausencia, que puede resultar sorprendente para quienes saben que la economía moderna nació en la Europa del siglo XVIII, con un fuerte vínculo con la idea clásica del bien común.
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La tradición civil italiana de la «felicidad pública» estaba explícita y directamente ligada a la idea aristotélico-tomista de bien común. Pero también la tradición inglesa centrada en “La riqueza de las naciones” era, a su modo, heredera de una idea de bien común, puesto que hablaba de la riqueza y el bienestar “de las naciones” y no solo de los individuos 2.
LAS RAZONES DE UNA AUSENCIA
La ambivalencia de la “communitas”
La economía moderna ha establecido en relación con la tradición clásica cristiana del bien común, una especie de “teorema de imposibilidad”, que ha decretado su desaparición de entre los temas de los cuales el economista puede y debe ocuparse. ¿Cuáles son las razones culturales para esta imposibilidad o sustitución? Para responder a esta pregunta es necesario acudir a la historia de las ideas.
En la sociedad tradicional el bien común y la misma posibilidad de la vida en común, estaban profundamente ligadas al sacrificio: la “bendición” que recibo en la relación con el otro está indisolublemente ligada a la “herida” que éste me procura, y que yo le procuro a él o a ella, como nos dice con gran eficacia el relato del combate de Jacob en el Génesis (32, 23-31), una imagen que no se aplica sólo a la relación del hombre con Dios, sino a toda relación interpersonal profunda. Emblemáticos, a este propósito, son también los mitos de fundación de ciudades en la antigüedad. La primera ciudad (Enoc) de la Biblia fue fundada por el fratricida Caín 3.
La idea del bien común en el Occidente premoderno no estaba pues asociada a una suma de intereses privados; comportaba más bien, por así decir, una sustracción. Sólo renunciando y arriesgando algo “propio” (bien privado) se podía construir lo “nuestro” (bien común), que era común porque no pertenecía a nadie. «Ours is not mine», (lo nuestro no es mío) sigue diciendo todavía hoy un proverbio africano.
Inmediatamente hay que aclarar que la visión del mundo premoderno sigue siendo sustancialmente holista: se ve la comunidad, no se ve al individuo. El Absoluto lo absorbe todo, la individualidad no emerge. Está el Uno, no el múltiple. En particular, el hombre antiguo no ve, culturalmente, la relación YO-TÚ, la ínter subjetividad horizontal, entre iguales. En el mundo antiguo la relación humana estaba siempre mediada por el Absoluto, por un Tercero (que en un cierto sentido era la comunidad misma) que evitaba el peligroso contacto cuerpo a cuerpo.
La estructura relacional fundamental de la premodernidad es pues triádica, asimétrica y vertical:
Todo el medioevo cristiano fue también un lento proceso de emersión de la categoría de la individualidad a “expensas” de la communitas 4. En este proceso cultural es donde se sitúa el nacimiento de la economía política moderna y el eclipse de la idea clásica de bien común 5.
La metafísica del Mercado
Una de las características fundamentales de la modernidad es la negación de la mediación comunitaria y, paradójicamente, el descubrimiento del otro como un tú, como una subjetividad que se me pone delante como diferente de mí pero, al mismo tiempo, en un plano de igualdad.
Una vez eliminado el Absoluto del propio horizonte, una vez puesto el Sol en el “crepúsculo de los dioses” el hombre moderno bajó la mirada, miró a su alrededor y se dio cuenta de la existencia del otro, de un otro-que-no-es-él. En el mundo moderno el hombre se encuentra frente a otro como él pero diferente de él, donde todo “yo” representa para el otro “yo” un “no” 6.
El descubrimiento del otro, hecho por la modernidad, fue el descubrimiento de un negativo, de un no que la verdadera alteridad lleva necesariamente consigo, un descubrimiento que no llegó a ser una vía de reconocimiento mutuo, sino que abrió una etapa – todavía en pleno desarrollo – de búsqueda de vías de escape para no tener que cruzar la mirada con el otro.
Hobbes y Smith representan dos momentos cruciales en este proceso fundamental para las ciencias sociales, dos grandes vías de escape del peligro de encontrar al otro como un TU. Pero pronto se descubre la paradoja: la modernidad no ha eliminado los mediadores en las relaciones humanas (Dios, comunidad…), simplemente ha inventado otros.
Hobbes con el Leviatán y Smith con la “mano invisible” del mercado, inventaron los sustitutos del Absoluto como mediador de la relación YO-TU, mediadores aparentemente más inocuos, pero que en realidad se están revelando como tiranos, como monstruos, igual precisamente que el Leviatán de Hobbes 7.
Además, como sugieren estas mismas metáforas (el Leviatán está tomado del libro de Job, y la “Mano” de Smith hace referencia expresa a la idea de la Providencia, si bien en su versión teísta), la política y el mercado moderno se presentan como una nueva “metafísica”, como los nuevos Absolutos. El Mediador resulta ser el Leviatán o el Mercado, que realizan, es necesario notarlo, la misma función de evitar tener que pasar por el “riesgo” que representa el otro, que se pone a mi lado como un “tu”. Es importante notar que tanto Smith como Hobbes se mueven culturalmente en el mundo de la Reforma, con su negacion de toda mediacion.
El contrato – privado en Smith, social en Hobbes – se convierte así en el instrumento principal de esta operación, donde el «contrato es principalmente lo que no es don, ausencia de ‘munus’» (Esposito 1998, p. XXV). Así pues, las ciencias sociales modernas nacen de la invención de una nueva tercería: ya no es el Tercero (Dios-Comunidad), sino un nuevo tercero el que es inmune a nuestra relación y nos inmuniza recíprocamente, garantizando o prometiéndonos una tierra franca en la que podamos encontrarnos sin herirnos.
Emblemática, a este respecto, es la teoría liberal neocontractualista, sobre todo en la versión de John Rawls. Uno de los prerrequisitos del contrato social es que entre los sujetos exista un “mutuo desinterés” de unos por otros (1971, pp. 128-129), porque los sentimientos, el sentido de pertenencia, la amistad y los vínculos fuertes son cosas peligrosas, ya que siempre tienden al particularismo y a la exclusividad.
Una gran sociedad pluralista y libre, en cambio, necesita, para poder ser justa, individuos sin vínculos ni pasiones, que mantengan encerrada en su propia esfera privada su personal concepción del bien . La diversidad entre el YO y el TU se resuelve simplemente removiéndola, protegiéndose de ella con contratos sociales y privados cada vez más sofisticados que no requieren dialogo ni, mucho menos, un encuentro humano, sino una mutua indiferencia, contratos que producen una sociedad tanto más justa cuanto menos se crucen y se toquen las personas unas con otras. ¿Qué puede ser el bien común en un mundo de individuos verdaderamente diferentes, donde cada uno tiene la propia idea de bien?
El concepto de bien común se ha eclipsado porque ha entrado en crisis mortal una misma idea compartida de bien. La caída del sustantivo (bien) ha llevado consigo el eclipse del adjetivo (común).
El bien común se convierte entonces en bien inmune.
¿Y la economía?
Para la economía el tema es todavía más complejo.
Ante todo, una primera e inmediata presencia-ausencia del concepto ‘bien común’ la encontramos en todo lo que tiene que ver con el tema, fundamental para la economía moderna, de la metáfora de la “mano invisible”, que se remonta a Adam Smith (1776) 9.
Esta idea de bien común es el resultado no intencionado de la acción de los individuos: el propósito o intención de quien realiza un contrato para efectuar un intercambio o de quien pone una empresa, no es el bien común o el bien del otro contratante, sino el bien/interés propio. Pero si el sistema social e institucional está bien ensamblado (derechos de propiedad, leyes, jueces no corruptos…), en ciertos contextos puede realmente verificarse la alquimia de los intereses privados en bien común, o de vicios privados en publicas virtudes: los individuos actúan por interés y cada uno es “desinteresado” frente a los otros, pero la mano invisible del mercado transforma esos intereses en bien común (heterogénesis de los fines).
A un empresario, por ejemplo, que decida fundar una empresa, no le mueve (según esta teoría) el amor patrio o la búsqueda del bien común, sino su interés (y el de sus familiares, a lo sumo). Pero el Mercado, cuando funciona, es precisamente un mecanismo que hace que este empresario, sin quererlo y a menudo sin ser consciente, contribuya también al bien común, creando puestos de trabajo, productos de calidad, innovaciones tecnológicas, riqueza.
El bien común no lo genera quien se propone intencionadamente «traficar por el bien común», sino quien busca, con prudencia, solo su propio interés personal, desinteresado del bien de los demás. En cambio, cualquier acción que intencionadamente se proponga de promover el bien común producirá efectos perversos para la empresa y para la sociedad. De este teorema se deriva un corolario, que reporto con las palabras del mismo Smith: «No he visto nunca hacer algo bueno a quienes pretendían comerciar por el bien común» (1976 [1776], p. 456).
Desde este punto de vista existe una clara distinción entre la empresa como institución económica (cuyo objetivo es maximizar la ganancia), y el individuo que en privado puede ser generoso – por ejemplo, Microsoft (institución) promueve el bien publico vendiendo los productos que el mercado requiere, Bill Gates (individuo filántropo) lo promueve donando una parte de su riqueza a los países más pobres. Pero durante la actividad económica no hay espacio teórico para que el empresario pueda proponerse el bien común como el objetivo de su accion 10.
Pero hay más. La misma cultura de la indiferencia la volvemos a encontrar en otros dos conceptos importantes de la actual teoría económica: los conceptos de bien público y bien colectivo.
Tanto los “bienes públicos” como los “commons” están anclados en una visión individualista: a las personas que usan un bien público no se les pide ninguna relación ni ninguna “acción conjunta”. Estos bienes son una relación directa entre los individuos y el bien consumido, mientras que la relación entre las personas que lo consumen, si existe, es indirecta. El Bien común, en cambio, es exactamente lo contrario: es una relación directa entre personas, mediada por el uso de los bienes 11. El bien común es una categoría personalista y relacional (no centrada en las cosas, sino en las relaciones entre personas) 12.
Estamos ante un bien publico, por ejemplo, cuando dos o más personas admiran el mismo cuadro en un museo: las dos pueden “consumir” el cuadro independientemente, sin que entre ellas haya “interferencia”. Es la ausencia de la interferencia, la “mutua indiferencia” entre los consumidores, lo que hace que el bien sea público (y no privado). Es una definición negativa, los sujetos que participan en el consumo del bien no tienen que realizar ninguna acción interpersonal positiva.
Además, la economía moderna asocia el bien público con un problema, el carácter público de un bien es problemático. La receta del economista moderno para la “tragedia” de los bienes comunes y colectivos es intentar la transformación de los bienes públicos en bienes privados 13, donde la posibilidad de la interferencia se elimina de raíz. Una tendencia que hoy es particularmente evidente en los bienes ambientales (bienes públicos típicos), donde se realiza un proceso de transformación de bienes públicos en bienes privados (pensemos en el agua, por un ejemplo), a fin de evitar la posibilidad misma del conflicto.
¿Podemos contentarnos con tales derivados del Bien común cuando sometemos la economía moderna y contemporánea a la crítica del Evangelio y de la doctrina social de la Iglesia?
HACIA UN NUEVO BIEN COMUN
’Immunitas’ es el término opuesto a ‘communitas’. El don nos une, porque nos pone en condiciones de vivir sobre una tierra común que, por definición, no es propia de ninguno de nosotros, allá donde el contrato nos hace recíprocamente inmunes porque lo que es mío no es tuyo y viceversa.
La tierra común, el bien común, precisamente porque es tierra de relaciones entre iguales, es también tierra de conflicto y de muerte, un conflicto y un dolor que la modernidad no ha querido aceptar, a costa de renunciar – esto es lo importante – a los frutos de vida de esa tierra común. La idea de bien común que se ha afianzado en las ciencias sociales desde la modernidad ha sido y sigue siendo la de la indiferencia (en vez de la amistad), la del individuo (en vez de la persona) y la de la ventaja mutua (en vez de la reciprocidad).
El bien común – o el bien del otro que interactúa conmigo – no forma parte de mis objetivos, sino que queda en manos de la estructura objetiva (e “indiferente”) del contrato. El interés de A no es el propósito del contrato de B, como el interés de B no es el propósito de A. Uno representa sólo un vínculo y un medio para otro. No tenemos necesidad de encontrarnos, con riesgo y con dolor, para construir el bien común: el gran mediador, el Mercado, nos promete un bien común mutuamente inmune, sin combates, pero también sin alegría.
La infelicidad creciente de nuestra sociedad de mercado globalizada es, precisamente por esta razón, una grande e importante señal de que este humanismo esconde un peligroso bluff.
Todas las comunidades humanas – laborales, políticas, vecinales, familiares – son lugares de vida y de muerte, de bendición y de herida. Lo mismo ocurre con el bien común: no hay un bien que pueda nacer de la remoción del dolor que las relaciones humanas inevitablemente llevan consigo, sobre todo en un mundo hecho de personas iguales en dignidad, pero diferentes y libres.
Todo discurso sobre el bien común se juega en la capacidad de saber identificar el punto crítico de las mediaciones: ningún bien común puede prescindir de reglas y contratos, ni de la justicia que es la gran mediación y la indispensable tercería que necesita toda convivencia civil y democrática. Pero si la extensión de los contratos supera un punto critico, la vida en común se entristece y el bien común se eclipsa. Por ejemplo, si para evitar conflictos diseñamos para las comunidades de vecinos, los lugares de trabajo o las ciudades, normas que nos impidan cruzarnos en los pasillos, en las escaleras, en los lugares comunes o en las plazas (es preocupante la disminución de espacios comunes en nuestras ciudades), entonces el remedio es mucho peor que la enfermedad. Una política por el bien común, por ejemplo, es aquella que sabe mediar las relaciones pero sin impedir que las personas se encuentren.
Sin aceptar el riesgo de la herida del otro no se alcanza el bien común, sino solo la mutua indiferencia. Una sociedad, como la actual, que no quiere ver las heridas de la socialidad humana termina inevitablemente multiplicándolas, dando vida a estructuras de herida para los excluidos del mercado y de la política, así como de sus mediaciones: niños, niñas, mujeres y hombres de tantos países – y aquí no puedo dejar de pensar en África, que hoy interpela todo discurso sobre el bien común – donde a las heridas de la comunidad tradicional se suman a las heridas mortales de los poderosos de la política y del mercado. Estas heridas se infectan y no se convierten nunca en bendiciones.
¿QUÉ HACER? TRES PROPUESTAS EN DIALOGO
Comunidad agápica
Toda idea y praxis de bien común que se mueva en una perspectiva cristiana sólo puede ser comunitaria: sin comunidad no hay cristianismo. La comunidad, que es constitutivamente lugar de herida y bendición, de vida y de muerte, es el único lugar de florecimiento humano para la persona hecha a imagen y semejanza de Dios-Trinidad y que por esto tiene una llamada irresistible a amar y a ser amada. La ‘caritas’, el gran carisma cristiano, nos hace capaces de ver la bendición más allá de las heridas de la comunidad, el abrazo junto al combate y hace posible la comunidad fraterna.
Una gran respuesta a la anomia y a la soledad de la sociedad de mercado es hoy la del comunitarismo, esto es construir comunidades cerradas a la diversidad dolorosa (y por lo tanto inmunes), comunidades de iguales que comparten una misma idea de bien y de buenas prácticas. Esta es la comunidad de Aristóteles, basada en la ‘philia’, no la de Jesucristo. La ‘philia’ no puede ser para el cristiano el punto de llegada, sino solo el inicio de un camino, porque sólo una fraternidad universal, no electiva y cerrada, puede satisfacer nuestra exigencia de ‘communitas’. El bien común necesita del agape, que rompe el particularismo de toda comunidad y la abre hacia el otro y hacia el más allá.
Economía comunitaria
Hoy la Iglesia puede y debe sacar a luz experiencias económicas de tipo comunitario y agápico, experiencias en las cuales los cristianos no temen vivir una socialidad a 360 grados incluso cuando intercambian, trabajan, producen, consumen y ahorran. Una sociedad solo puede ser hoy fraterna si también su economía es fraterna: no podemos seguir confinando la fraternidad y la expresión plena de nuestra vocación social en los cada vez más estrechos espacios del no-mercado y del no-trabajo.
También lo económico puede ser un momento alto de la vida civil, y sobre esto la tradición italiana de la economía civil tiene mucho que decir. La ciudad nueva se construye también en las empresas, en las oficinas, en los negocios, en la banca, y si no la construimos en estos lugares no la construiremos en ninguna parte. En la era de la globalización no se puede construir una buena sociedad sin economía de mercado. Una buena sociedad tiene una extrema necesidad de una buena economía de mercado, que no cree y valore solo bienes materiales, sino cada vez más bienes relacionales y bienes ambientales, de los que dependerán pronto las nuevas carestías que podrán causar hambre en nuestras sociedades opulentas.
La aurora de la comunidad fraterna
Si todo esto puede ser verdad, entonces muchas de las experiencias de economía social y civil que pueblan también Italia y la Iglesia italiana, como el comercio justo, las experiencias de micro crédito, el movimiento cooperativo o la Economía de Comunión, no son un “tercer sector” o economía “no lucrativa” (dos definiciones negativas que interpretan tales experiencias dentro de marcos teóricos y culturales parciales o equivocados), ni mucho menos experiencias marginales nacidas para remediar y suplir los fracasos del estado y del mercado. Son, por el contrario, las semillas de un nuevo (y antiguo) humanismo del bien común y de la fraternidad, lugares en los cuales se esta salvando lo humano frente a la suntuosidad del deshumanismo de la mutua indiferencia. Están, como san Benito, animados por carismas que los hacen capaces de crear comunidades vivas y abiertas, que pueden salvar la civilización humana frente a las nuevas invasiones bárbaras.
Solo si vemos de este modo las experiencias de la economía social y civil de hoy, podremos comprender verdaderamente su significado profético y dar sentido a tantas fatigas y heridas y a las todavía más numerosas bendiciones que los protagonistas de tales experiencias viven todos los días.
El cristianismo sigue viviendo el tiempo de la aurora. No se trata de volver la mirada hacia atrás con nostalgia en busca de la ‘communitas’ antigua. El día de la comunidad agápica libre y fraterna puede que acabe de comenzar.
BIBLIOGRAFIA
A.M. Baggio (ed.), Il principio dimenticato. La fraternità nella riflessione politologica contemporanea, Città Nuova, Roma 2007.
L. Bruni, La herida del otro: Economía y relaciones humanas, Ciudad Nueva, Buenos Aires, 2010.
R. Esposito, Communitas: Origen y destino de la comunidad, Amorrortu Editores, Buenos Aires, 2003.
A. MacIntyre, Tras la virtud, Editorial Crítica, Barcelona, 2004.
J. Rawls, Teoría de la justicia, Fondo de Cultura Económica, México D.F., 2006.
A. Smith, La riqueza de las naciones, Alianza Editorial, Madrid, 2011 (1776).
NOTAS
1 El bien publico es un bien que se caracteriza esencialmente por ser consumido por varias personas sin rivalidad (y normalmente sin excluir a quien no contribuye a su producción). Al consumir un bien público (como la iluminación de una calle pública) tu consumo no rivaliza con el mío (si otra persona más pasa por la calle, su presencia no “interfiere” con mi consumo). El bien común, en cambio, siempre es consumido por varias personas, pero mi consumo rivaliza con el tuyo (ej. la pesca en un lago común o el pastoreo en un prado común: si entra un nuevo pescador, después de un cierto límite el promedio de pesca de los otros disminuye).
2 La tradición escocesa, que bien pronto se convertiría en la oficial, se proponía contribuir al bien común indirectamente, en particular a través del crecimiento de la «riqueza de las naciones». Por su parte, la tradición italiana se proponía el mismo objetivo pero apuntando directamente al fin (la «felicidad pública»), y por ello estaba más interesada en las virtudes civiles que en la división del trabajo para aumentar la riqueza. En ambos casos el bien común es el gran tema asociado al nacimiento de la economía política moderna, desde Nápoles hasta Glasgow.
3 Cristo crucificado, como fundador de la nueva koinonia (la ekklesia), es el icono más fuerte de esta intuición antigua que ha modelado todo el Occidente y que, al mismo tiempo, representa también su superación radical.
4 Habría que dedicar un tema aparte a los grandes movimientos carismáticos medievales, desde el monacato al franciscanismo y a las órdenes mendicantes, que vivieron y transmitieron experiencias de fraternidad, de relacionalidad horizontal. Tales carismas, sin embargo, han sido leídos e interpretados dentro del marco de los sistemas filosóficos y culturales de la antigüedad (del Uno), no logrando traducir más que en una mínima parte el potencial de nueva relacionalidad que contenían en instituciones y sistemas sociales y filosóficos. En todo caso, esas experiencias carismáticas son momentos de fuerte luz civil que han desarrollado la función de la semilla sepultada en el terreno de la historia, para germinar a su tiempo.
5 Un proceso que se desarrolló de forma más o menos armoniosa hasta el humanismo civil toscano de la primera mitad del siglo XV, pero que luego estalló en un proceso veloz e irreversible con el Renacimiento, la Reforma, el silgo XVII y la Ilustración.
6 Un pensamiento auténticamente trinitario hubiera podido mantener unida esta tensión (como sucedió con la reflexión sobre las Tres personas divinas, donde cada una no es la otra, pero las Tres son Uno). El pensamiento moderno, todavía demasiado deudor de las categorías del Uno (¡qué poco trinitario ha sido el humanismo occidental!), ha visto en cambio al otro como negación de uno mismo.
7 Es importante señalar que tanto Smith como Hobbes se mueven culturalmente en el mundo de la Reforma, con su negación de toda mediación.
8 Es históricamente interesante el intento del utilitarismo clásico de concebir el bien común como una suma de bienes (o utilidades) privados: un intento que, sin embargo, duró poco en la ciencia económica (y sólo en algunos países): desde Edgeworth (1881) hasta Pareto (1900). La línea smithiana y la contractualista, en cambio, siguen gozando de una óptima salud.
9 Aunque los inventores de la metáfora fueron Vico y los economistas napolitanos Galiani y Genovesi (que sin embargo la usaban dentro de una visión clásica, aristotélico-tomista, del bien común).
10 En el siglo XX la escuela austriaca (von Hayek en particular) dirá que el problema principal en la eventual búsqueda del bien común por parte del individuo es la información y el conocimiento: aunque un sujeto quisiese buscar intencionadamente el bien común (en lugar del bien individual) sencillamente no sabría qué hacer, dada la complejidad del vínculo que une la acción con sus efectos (muchos de los cuales son no intencionados). Su acción, tal vez subjetivamente animada por buenas intenciones, podría generar efectos sociales perversos no intencionados (como en el «dilema del samaritano» de Buchanan).
11 Un ejemplo típico de teoría del bien común es la visión cristiana de los bienes y de la propiedad: en el centro están los principios de justicia y reciprocidad (relaciones entre personas); los bienes (puestos en común o usados para el bien de todos y cada uno) son la forma concreta que asume la búsqueda del bien común. La atención no se centra en los bienes sino en las personas.
12 En la doctrina social de la Iglesia, como se sabe, el Bien común se entiende como «la dimensión social y comunitaria del bien moral» que es «el bien de todos y de cada uno», y es «indivisible porque solamente es posible alcanzarlo juntos» (Compendio de la DSI, 164).
13 Esta tendencia es particularmente radical en toda la escuela de pensamiento que se remonta al economista de Chicago y Premio Nóbel, R. Coase.