Gui, Benedetto
Libros
Economía y bien común. Chinchetas, tartas, cubos agujereados y otras cosas
en Nuova Umanità n.180, vol.XXX (2008/6)
«Un hombre trefila el metal, otro endereza el alambre, un tercero lo corta, un cuarto le saca la punta, un quinto aplasta el extremo donde se colocará la capucha … [He] visto un pequeño taller como este donde solamente trabajan diez hombres … [que] son capaces …. de fabricar, entre todos, … 48.000 chinchetas … al día. En cambio, si hubieran trabajado cada uno por su cuenta … no habrían podido fabricar ni siquiera 20 chinchetas cada uno al día …»
Estos celebres fotogramas tomados y comentados por Adam Smith a finales del siglo XVIII sintetizan un primer tema tradicional en asuntos de economía y de interés colectivo: trabajar de manera especializada y coordinada permite a los miembros del sistema económico obtener una cantidad total de productos mucho mayor.
Un segundo e importante tema de interés colectivo es el de la equidad, que va unido a la imagen de la tarta que se corta en trozos de diferente tamaño. Más allá de la fuerza contractual y de los apetitos de cada uno, es justo que quienes trabajan reciban una recompensa digna y que, de alguna manera, no se consienta que nadie languidezca en la indigencia (incluso porque nadie está libre de que le toque alguna vez)
Un tercer tema hace de puente entre los otros dos: la equidad puede tener un coste en términos de eficiencia. A este tema le corresponde la tercera imagen clásica, la del cubo agujereado. Con un cubo agujereado sí que es posible echar agua sobre otro recipiente, pero al hacerlo parte del agua se perderá. El motivo es que la redistribución no sólo comporta costosos procedimientos administrattivos, sino que además se corre el riesgo de hacer desaparecer el incentivo que tienen las personas para movilizarse para satisfacer sus necesidades.
Si se le pide a un economista ortodoxo que hable de “economía y bien común”, seguramente hará referencia sobre todo a estos tres temas. Pero además arrugará un poco la nariz ante la expresión bien común, que los filósofos griegos y después por la doctrina social de la Iglesia apreciaron, pero que la tradición de su ciencia considerada vaga y extraña.
Muchas veces detrás de una diferencia de lenguaje se esconde una diferente visión de la realidad que nombra. Esto es lo que ocurre también en nuestro caso. En el libro La economía del bien común Stefano Zamagni afronta abiertamente esta diferencia – que es antes que nada filosófica – no defendiéndose, sino más bien, como corresponde a su carácter, atacando. Pero con buenas razones.
Según la manera de pensar de gran parte de los expertos, así como de muchos otros ciudadanos, lo que entra en juego en la vida económica no es más que esa bendita tarta, hecha de productos alimenticios, ropa, electrodomésticos, entradas de cine o cortes de pelo. Y, como ya sabemos, lo que yo como o me pongo no puedes utilizarlo tú y cuando yo me siento en la butaca (del cine o del peluquero), en ese horario o me siento yo o te sientas tú. En otras palabras, mi consumo (y con él el beneficio o la utilidad que obtengo) es mío y tu consumo es tuyo.
La idea de sociedad que se encuentra detrás de esto es la de un conjunto de individuos, donde cada uno tiene el objetivo de hacerse con el trozo más grande posible de tarta para consumirlo después por su cuenta (como hacen los pájaros con las migas de pan que son demasiado grandes como para comerlas en el momento).
¿Cuál es la idea de bien conjunto de una colectividad que mejor encaja con semejante visión? Sin duda, sugiere Zamagni, la idea de utilidad total que proponían en su momento los utilitaristas. El punto de partida es la satisfacción, o utilidad, que cada uno extrae de su cesta de bienes, sumando a continuación la de todos los ciudadanos. Según esta visión el objetivo de la sociedad sería el de alcanzar la mayor utilidad total posible.
Pero ¿quién mide la utilidad? Y ¿cómo se compara la de un sujeto con la de otro? La práctica habitual, que tiene menos base teórica pero es más inmediata, acude al PIB, es decir al valor global de los bienes producidos (un concepto parecido al tamaño de la tarta). Las personas sensibles al tema de la justicia, para valorar la bondad de las diferentes alternativas, tendrán en cuenta, además del PIB, otros indicadores de igualdad/desigualdad (como el índice de Gini).
El problema de esta forma de ver las cosas – según nos dicen las páginas del libro – es la separación que subsiste entre mi consumo y tu consumo (o sea entre lo que en definitiva es verdaderamente importante económicamente para tí o para mí). Para superar esa separación no basta con que nos demos cuenta de que también existen los bienes públicos, como un parque o la iluminación de las calles, que yo puedo disfrutar sin quitarte la posibilidad de que tú también los disfrutes. Para que nuestros caminos se crucen hace falta mucho más que eso. Para entendernos, ¿por qué se dice que una persona se realiza mediante su trabajo? Y ¿por qué tememos (exagerando) que alguien que no tenga una posición profesional no pueda realizarse? El motivo es que, cuando todo va bien, esa posición profesional nos da, además de la paga que después se convertirá en alimentos o en cortes de pelo, unos intangibles que también tienen valor para nosotros: la oportunidad de probarnos, de desarrollar una profesionalidad reconocida, de aprender cosas nuevas, de crear una red de relaciones fuera de la familia, de tener un papel consolidado en una organización y reconocido por los colegas, proveedores o clientes. En todo eso el otro tiene un papel esencial. El otro es quien da fe o desmiente nuestros progresos o nuestra competencia, quien nos acepta como parte de una organización o de una red, quien nos transmite las informaciones que hacemos nuestras, quien expresa su aprecio o su agradecimiento. Pero cuidado, este no es el intercambio habitual del que hablan los libros de introducción a la economía, donde el otro me cede la verdura que ha cultivado y yo le cedo la caza que he capturado. Los ejemplos anteriores, típicos de las organizaciones productivas, pueden extenderse a muchos otros de la vida privada o del consumo: es el otro el que mira la ropa que nos ponemos (admirándola, despreciándola o simplemente aceptándola) o el que hace que sea más interesante ir al cine (aunque no podamos ir en compañía sigue siendo importante poder hablar de la película con alguien); es el otro el que llena las fiestas o los lugares que frecuentamos, con quien charlamos en la puerta de casa o a la salida del colegio, con quien acompasamos la voz para formar un coro y así sucesivamente.
Todos esos roles que jugamos los unos en relación con los otros van mucho más allá del papel de “colegas pasteleros” que cocinan una gran tarta o de rivales en el reparto de esa misma tarta. Con los otros nos comparamos; en contacto con ellos formamos o modificamos nuestras preferencias y nuestro estilo de vida; con ellos compartimos experiencias fundamentales para nuestro crecimiento personal (académico, profesional, social...); con ellos entramos en relación de reciprocidad (una modalidad de interacción que se olvida demasiadas veces y que implica mucho más que el intercambio) e incluso llegamos a alcanzar relaciones de auténtica amistad.
Pero si nuestras vidas se influyen y modelan recíprocamente, compenetrándose, ¿cómo es posible pensar entonces que puede medirse el bien de la colectividad sumando el valor que cada uno atrubuye individualmente al consumo de su trozo de tarta? Habrá que tener en cuenta de alguna manera los elementos que nos unen, empezando por la calidad de las relaciones intersubjetivas en las que nos encontramos inmersos y los significados compartidos que pueden enriquecer un trabajo o una experiencia asociativa.
Esta constatación de la realidad abre un espacio a la noción, imprecisa pero rica, de “bien común”; una noción que permite poner de relieve la profunda y múltiple interdependencia entre cada una de nuestras vidas. «En el bien común – escribe Zamagni en la pag. 207 – el beneficio que cada uno obtiene del hecho de formar parte de una determinada comunidad no puede separarse del beneficio que obtienen los demás. Es como decir que el interés de cada uno se realiza junto al interés de los demás, y no contra ni prescindiendo del interés de los demás …».
La compenetración entre nuestra vida y la de muchos otros conciudadanos nuestros es un hecho, nos guste o no nos guste. Reconocerla en vez de relegarla entre los detalles que una representación científica de la realidad social puede descuidar, permite poner de relieve la gran potencialidad que contiene, siempre que estemos dispuestos a jugar nuestras relaciones personales de manera abierta y constructiva.
En la pag. 43 podemos leer a propósito de esto: «necesito del otro para descubrir que merece la pena que yo me cuide y desarrolle todas mis capacidades … Pero también el otro necesita que yo le reconozca como alguien que puede desarrollar sus capacidades. … El recurso original que puedo poner a disposición de los demás es la capacidad de reconocer el valor de la existencia del otro, un recurso que no puede producirse si no se comparte ».
Es cierto que no podemos llegar a interactuar de esta manera con todos nuestros ciudadanos; es más, ni siquiera llegaremos a conocer el nombre de muchos. Sin embargo, la relación intersubjetiva cara a cara que establecemos con algunos puede proyectarse, con las debidas adaptaciones, también sobre los que no conocemos, haciéndonos solidarios con ellos. Así es como la idea de bien común puede extenderse a toda la sociedad y convertirse en una categoría económica y política fundamental.
El adjetivo política viene a cuento, ya que el libro toca en varios momentos también este ámbito de la vida social, que presenta significativas semejanzas con el económico. También en política hay una línea de pensamiento que ve la interacción entre distintos sujetos como el intento por parte de algunos de hacer prevalecer sus intereses o sus preferencias, suponiendo que ya están predefinidos, como si estuvieran inscritos en la identidad de cada individuo. Según esta forma de ver las cosas, la democracia no es más que un procedimiento para hacer valer la fuerza relativa de los grupos en contienda – algo parecido a lo que ocurre en el contrato entre un comprador y un vendedor, donde el precio se determina en base a la fuerza contractual de las partes. Contra esta visión, que está centrada también en la separación, el autor propone vigorosamente la idea de una «democracia deliberativa»: un proceso en el que cada uno está dispuesto a poner en juego sus propias preferencias iniciales y a cambiarlas en base a las buenas razones que propongan los demás. En una dinámica política inspirada en el principio del bien común – observa Zamagni – las partes persiguen un fin común, el bien de la sociedad, aunque naturalmente valoran de manera distinta la prioridad de los elementos que lo componen, así como la manera mejor de realizar lo acordado.
Muchas más cosas podrían decirse repasando los diez capítulos del libro, por ejemplo en materia de globalización, responsabilidad social corporativa o empresas sociales. Pero ha llegado el momento de terminar. Me gustaría hacerlo remitiéndome a una consideración que encontramos en el capítulo segundo y que se refiere a los jóvenes. De la búsqueda de bienes tradicionales es seguro que los jóvenes no obtendrán la felicidad que buscan. Para la generación que les ha precedido y para la anterior, los bienes materiales por lo menos constituían una conquista. A pesar de ello, como afirman todos los estudios sobre el tema, el vínculo entre bien y felicidad ha sido muy débil incluso para ellos. Imaginemos cómo será para las nuevas generaciones que han disfrutado de una relativa abundancia. ¡Han perdido la ilusión de que esos bienes sean suficientes para llenar su vida y sin embargo viven en el continuo temor a perderlos! De ahí la invitación a abrir el propio horizonte a la dimensión inmaterial del bien-estar de la que hemos hablado hasta ahora, sobre todo si es dentro de un proyecto de realización humana bajo la enseña del bien común, que puede constituir un reto más apasionante y satisfactorio.