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Rozando y tocando la eternidad

El exilio y la promesa/16 – El amor nos salva de casi todos los males, pero no es el árbol de la vida

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 24/02/2019

«¿Dónde estará mi vida, la que pudo
haber sido y no fue…
Dónde el ancla y el mar, dónde el olvido
de ser quien soy?...
Pienso también en esa compañera
que me esperaba, y que tal vez me espera»

Jorge Luis Borges, Lo perdido

Cuando cae el velo de las ilusiones y finalmente nos encontramos con la realidad desnuda, la nuestra y la de la vida, comienza un tiempo de auténtica providencia, casi siempre escondida bajo un envoltorio de dolor. Comienza un diálogo “de tú a tú”, íntimo e inmediato, con el alma y con sus habitantes (incluidos los demonios). Todas las ambivalencias, las ambigüedades, las pequeñas y grandes componendas y los pecados del pasado se imponen con una fuerza propia e invencible. Nos hablan y, con una autoridad antes desconocida, nos interrogan y pretenden de nosotros la verdad. Repentinamente nos despertamos del sueño profundo en el que habíamos caído, sin saberlo ni quererlo, y da comienzo una nueva fase de la vida, que a menudo es mejor. Para tocar la verdadera salvación hay que ir más allá de las ilusiones y consuelos en los que se escuda la condición ordinaria de la vida. En algunas existencias este momento llega una sola vez, la decisiva, la de la última llamada. Oímos que alguien nos llama por nuestro nombre, nos damos la vuelta y respondemos, pero sabemos que será la última vez, porque el primer nombre está muriendo para resucitar.

«El año noveno, el día décimo del décimo mes, me dirigió la palabra el Señor: - Hijo de hombre, apunta la fecha de hoy, de hoy mismo. El rey de Babilonia hoy mismo ha atacado a Jerusalén» (Ezequiel 24,1-2). Todos los días no son iguales. Algunos se parecen, pero nunca hay dos días idénticos. Algunos días señalados marcan y dividen el arco de nuestra vida: el nacimiento, la boda, la llamada, nuestro último día y el de nuestra persona amada. El día del comienzo del asedio de Jerusalén por los babilonios es quizá el día más importante de la historia de Israel. Marca el final de una época maravillosa, que había comenzado con David y Salomón cinco siglos antes, e inaugura una fase nueva de humillación y derrota, pero también de bendición y maduración del pueblo, que se manifiesta en una forma nueva de concebir y vivir la fe, la vida y a Dios-YHWH. Ezequiel (junto con Jeremías) lleva años anunciando la llegada de ese día terrible. Por eso le llaman profeta de desventura, payaso, saltimbanqui y vidente excéntrico. Nadie le considera digno de ser tomado en serio, entre otras cosas porque habla en nombre y por cuenta de YHWH que, en el exilio y en la patria, ha sido equiparado, desafiado y batido por los dioses babilónicos, más espectaculares y con mejores prestaciones.

De este modo, en una Jerusalén que ve llegar por el horizonte a Nabucodonosor con sus tropas, los hebreos hacen fiesta y organizan opíparos banquetes, alentados por los falsos profetas con la ilusión de que el templo santo y la ciudad de David nunca serán profanados ni derrotados: «Pon la olla, ponla, echa en ella agua; echa en ella tajadas, las mejores tajadas, pernil y costillar; llénala de huesos escogidos; aparta lo mejor del rebaño» (24,3-5). En las vísperas de las tragedias siempre hay alguien que hace lo contrario de lo que debería hacer, y confunde las codornices del desierto con las ranas de Egipto, el maná con las langostas, el banquete por el hijo recuperado con el del rico epulón. Los falsos profetas asisten habitualmente a los banquetes equivocados. Lo hacen muchas veces, casi siempre. Pero no pueden hacerlo siempre, porque, antes o después, llega el día de la verdad. Entonces todo se ve distinto y los banquetes revelan su naturaleza: los buenos y fraternos serán evidentes a la luz del sol y juzgarán a los malos y extraviados.

Ese día, distinto y tremendo, Ezequiel llama a su Jerusalén «ciudad sanguinaria». Sus habitantes han derramado sangre y no la han cubierto. La han dejado en el suelo a la vista, y Ezequiel, al contarlo y escribirlo, la deja al descubierto para siempre: «La sangre que en ella se derramó la echó en roca pelada, no la vertió en la tierra para que el polvo la cubriera» (24,7). Generalmente la tierra cubre la sangre que nosotros derramamos por nuestras maldades, ya que, si no lo hiciera, nuestro dolor sería insoportable. Pero hay en la Biblia unos pocos episodios tremendos, en los que la sangre no se esconde, sino que permanece expuesta en el suelo. El mensaje que contiene es demasiado importante y su fuerza supera la fuerza del dolor. La tierra no cubre la sangre derramada en Jerusalén, del mismo modo que antes no cubrió la del manso Abel (Gn 4,10), ni la sangre inocente de Job: «Tierra, no cubras tú mi sangre» (Jb 16,18). La tierra de la Biblia deja al descubierto todos estos lugares ensangrentados, para que nosotros los veamos y aprendamos el olor de la sangre inocente, de modo que podamos reconocerlo cuando lo encontremos en otro lugar de la Biblia o de la vida (donde hay muchísima sangre inocente derramada, demasiada).

Mientras el texto nos conduce al interior de los gravísimos acontecimiento políticos y religiosos de Jerusalén, la escena da uno de los giros más inesperados y potentes de todo el libro. Esa fecha tremenda marca con sangre no solo la historia de Jerusalén sino también la biografía personal de Ezequiel, infligiendo a su vida la herida más profunda: «Me dirigió la palabra el Señor: - Hijo de hombre, voy a arrebatarte repentinamente el encanto de tus ojos» (24,15-16). Desde el día de su vocación, Ezequiel ha sido sacramento, símbolo encarnado, signo y mensaje total. Todo verdadero profeta lo es. Ha hablado siempre con todo su cuerpo, con su carne. Ahora, al llegar al corazón de su libro, Ezequiel nos habla también a través de la carne de una relación primaria: su matrimonio. Nuestras relaciones son carne, son sustancia, son persona (como nos dirá el cristianismo). Por consiguiente, son cuerpo. Aquí, por vez primera, Ezequiel profetiza con otra carne: la de una relación. Nos habla utilizando un cuerpo más grande que el suyo, como hicieron Oseas y Jeremías, el primero casándose con una prostituta y el otro permaneciendo célibe para convertirse en mensaje de exilio.

Ezequiel había dicho de muchas maneras que Jerusalén, «el encanto de sus ojos» (24,25), sería destruida y el pueblo deportado en exilio a Babilonia sin tener siquiera tiempo para celebrar el luto (24,22). Ahora, en ese día tremendo, le queda un último recurso y Dios hace que lo use. La profecía es así, en la Biblia y en la vida. Es tremenda, estupenda y dramática: «Por la mañana yo hablaba a la gente, por la tarde se murió mi mujer» (24,18). Una frase terrible. La sangre conyugal se convierte también en sangre expuesta y dejada al descubierto en la Biblia, para que, también aquí, aprendamos a reconocer su olor.

Es un episodio, probablemente histórico, que no debe ser interpretado como un sacrificio pedido por Dios para probar de alguna forma la fidelidad del profeta. El Dios de los profetas no pide estas cosas. Ezequiel no es Abraham y no hay ningún carnero que le salve salvando a la persona amada. La historia de Ezequiel solo dice, con la fuerza absoluta del lenguaje profético, dónde se encuentra la esencia de una verdadera vocación. Cuando decimos “sí” a una voz verdadera que nos llama y nos ponemos en camino, sabemos que ya no seremos dueños de las cosas más importantes de nuestra vida, incluidas nuestras relaciones más íntimas. Perdemos el control de nuestros bienes, porque todos se convierten en tarea, destino y mensaje. Entre estos bienes se encuentran los bienes relacionales primarios. Esta es una de las razones más profundas para elegir el celibato, como hacen algunos profetas. El día de la llamada intuyen que el don de todo su cuerpo no debe involucrar a una futura esposa, a un marido ni a unos hijos. No se casan por una original y elevada forma de responsabilidad. Sin embargo, otros, como Ezequiel, se casan (o ya estaban casados en el momento de la llamada) y sus seres queridos entran misteriosamente dentro de su vocación, aun cuando no lo elijan (las cosas importantes que elegimos son verdaderamente pocas).

Pero este trágico acontecimiento de la vida de Ezequiel nos dice más cosas. La viudez, sobre todo en la juventud (Ezequiel tendría unos 35 años en el 598 a.C.), es siempre un exilio, la destrucción de un templo bellísimo, el final de un gran sueño y de un reino maravilloso. Es, por tanto, un gran mensaje sobre la condición humana. Aun siendo el amor conyugal el icono más nítido del cielo en la tierra, el alimento que más sabe a eternidad, ni siquiera este amor nos emancipa de la naturaleza efímera de la vida. El amor nos salva de casi todos los males, pero no es el árbol de la vida. Mientras hace maravillosa la existencia, no evita que seamos mortales. Fuera del Edén el amor humano roza la eternidad, pero no la alcanza.

Ezequiel, además de su mujer, pierde también la voz, se queda mudo. Es probable que el episodio que el redactor final del libro decidió poner al principio de la vocación de Ezequiel («Te pegaré la lengua al paladar, te quedarás mudo» 3,26) en la biografía del profeta sea precisamente el momento de la muerte de su esposa. La decisión de situar este mutismo en los primeros días de su llamada tiene sentido en la economía de la profecía de Ezequiel, porque viene a decir que la pérdida de la esposa es un acontecimiento decisivo para toda la misión y la “palabra” del profeta. Ezequiel permanece muchos meses con la lengua pegada al paladar, posiblemente durante todo el exilio de Jerusalén (un año y medio): «Hijo de hombre, el día que yo les arrebate su baluarte… ese día se presentará un evadido para comunicarte una noticia. Ese día se te abrirá la boca y podrás hablar en presencia del evadido, y no volverás a quedar mudo. Les servirás de señal» (24, 25-27).

Hijo de hombre… Bastaría la frase con la que Ezequiel describe en el libro a su mujer («encanto de mis ojos») para expresar, verdaderamente y hasta el fondo, su condición de «hijo del hombre». Solo quien conoce el corazón de la condición humana puede llamar a una mujer con estas palabras magníficas. Ezequiel es totalmente voz de Dios, pero es también totalmente voz y carne de hombre, como nosotros. Por tanto, como nos sucede a nosotros, también a él un día se le apaga la voz en la garganta y ya no es capaz de decir nada. De maestro de la palabra pasa a estar mudo, con las palabras gastadas por un luto ahogado («Tú suspira en silencio»: 24, 17). En esos días solo se puede suspirar, mientras quede un poco de aliento. Todas las palabras, incluso las de Dios, dejan de hablar. Lo hemos visto, lo vemos y lo veremos. Seguiremos rozando la eternidad, esperando poder tocarla al final con un salto más alto.

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