Llamados a fundar tiendas

A la escucha de la vida/23 – Más allá de los fracasos, el «segundo día» de toda vocación

Luigino Bruni

Publicado en   pdf Avvenire (52 KB) el 27/11/2016

Maschere Corea«Concluido el evangelio según Marcos, [Espinosa] quiso leer otro de los tres que faltaban; el padre  [de los Gutres] le pidió que repitiera el que ya había leído, para entenderlo bien. (...) El día siguiente comenzó como los anteriores, salvo que el padre habló con Espinosa y le preguntó si Cristo se dejó matar para salvar a todos los hombres. Espinosa le contestó:
- Sí. Para salvar a todos del infierno.
(…) Los tres [Gutres] lo habían seguido. Hincados en el piso de piedra le pidieron la bendición. Después lo maldijeron, lo escupieron y lo empujaron hasta el fondo. (…) El galpón estaba sin techo; habían arrancado las vigas para construir la Cruz»

J.L. Borges, El evangelio según Marcos

Nuestras palabras más importantes tienen la capacidad de hacerse historia, carne. Son capaces de encarnarse en nuestra vida. Si no fuera por esas pocas palabras distintas, todo nuestro hablar y escribir sería un soplo, viento, vanitas. Si elogiamos la pobreza y a los pobres con palabras verdaderas mientras vivimos en la comodidad de las riquezas, llegará un día en que esas palabras se harán vida y seremos al fin pobres. Si creemos que un crucificado nos ha salvado y anunciamos esta fe, llegará un momento en que también nosotros seremos clavados en la cruz para encarnar esa salvación, para liberar a nuestros amigos de su infierno. Un profeta puede pasar muchos años diciendo palabras que no vive por sí mismo, pero, si no es un falso profeta, llegará un día en que él mismo se convertirá en las palabras que anuncia. Puede pasar mucho tiempo llorando sobre su pueblo humillado y aplastado, hasta que un día él también será aplastado, humillado y repudiado, como su pueblo. Y su vocación se cumple. 

«¡Oídme, islas, atended, pueblos lejanos! YHWH desde el seno materno me llamó; desde las entrañas de mi madre pronunció mi nombre.» (Isaías 49,1). Estamos dentro de uno de los ciclos más elevados del libro de Isaías y de toda la literatura profética: los cantos del siervo. No sabemos quién es este misterioso “siervo de YHWH”. Pero, por su presentación, que el autor pone en boca del mismo YHWH, sabemos que es una figura fundamental de la profecía de Isaías: «He aquí mi siervo a quien yo sostengo, mi elegido en quien se complace mi alma. He puesto mi espíritu sobre él: de él saldrá una Revelación para las naciones» (42,1).

Los especialistas y los comentaristas han visto en este “siervo” muchas posibles figuras: un rey libertador, el pueblo de Israel, un nuevo Moisés, el mismo autor de estos cantos (el anónimo segundo Isaías), un profeta del pasado o del futuro y muchas otras. Es posible que los cuatro cantos del siervo, hoy fragmentados y diseminados a lo largo de varios capítulos, fueran originalmente una composición única, tal vez obra del mismo segundo Isaías, seccionada y enmendada por un redactor posterior. Tal vez. Lo que sí es seguro es que este siervo es símbolo de muchas realidades distintas, En estos cantos se alternan versos donde el siervo aparece como un rey (capítulo 42), con otros donde se muestra como un profeta (capítulo 49) y con otros donde es imagen y personificación del pueblo entero («Te he destinado a ser alianza del pueblo»; 49,8). En algunos capítulos (50 y 53) la poesía profética se eleva y, superando el tiempo y el espacio, se sublima y deja su trayectoria normal para convertirse en el canto y el lamento de todos los siervos de los hombres y de los poderosos, de los esclavos, de los crucificados de la tierra y del cielo, sin dejar por ello de ser a la vez imagen de la vida del profeta. Según algunas tradiciones bíblicas, Isaías, como Jeremías, murió mártir, partido en dos.

Perderíamos gran parte del valor profético de estos maravillosos cantos si no prestáramos atención a las vicisitudes autobiográficas de su autor-profeta, el segundo Isaías. Así pues, podemos, y quizá también debamos, leer estos cantos del siervo como una meditación y una revelación de la vocación y el destino de los profetas de ayer y de hoy.

Al comienzo encontramos, también aquí, una Voz que llama y revela un destino, que la persona llamada desconocía antes del encuentro. Pero este acontecimiento es un encuentro con alguien o algo exterior y al mismo tiempo una experiencia muy íntima. Sentimos que la voz que llama nos desvela (quita el velo) lo que éramos desde siempre, desde el origen, desde el “seno materno”. Esta tensión entre la voz exterior que llama y la más grande intimidad constituye la esencia más verdadera de la vocación, tal vez de todas las vocaciones. Ciertamente de las vocaciones proféticas y carismáticas. Es una experiencia totalmente exterior y totalmente interior, nueva y antigua, desconocida y familiar, felicidad y dolor, cielo y tierra. Todo a la vez. Tan a la vez que, aunque la llamada llegue un día y en un lugar concretos, estas personas casi no recuerdan cómo era la vida antes de la llamada y no logran concebir una vida distinta a la vivida. Cuando  la experiencia vocacional se interrumpe “institucionalmente” y termina, al final de la vida, descubren que nunca salieron del lugar del primer encuentro. Porque el verdadero lugar de encuentro era el seno materno. Allí es donde fuimos marcados, donde se nos enseñó el camino, para siempre. Esta nostalgia del comienzo no nos abandona nunca y vuelve con fuerza en los últimos días.

El día de la revelación de la vocación, la misión que la voz nos asigna se nos antoja inmensa, infinita: «Lealmente hará justicia. No desmayará ni se quebrará hasta implantar en la tierra el derecho, (…) Para abrir los ojos ciegos, para sacar del calabozo al preso» (42,3-8).

Ninguna persona puede realizar una misión así. Nadie puede desempeñar semejantes tareas. Las promesas del día de la llamada son mucho más grandes que nuestras posibilidades de realizarlas a lo largo de los restantes días de la vida. Porque si no son demasiado grandes, sencillamente son demasiado pequeñas. Si la tierra prometida no mana leche y miel, si los hijos de la Alianza no son tan numerosos como los granos de arena, nunca dejaríamos la tierra de casa, ni renunciaríamos a engendrar a los hijos de todos, como todos. Ninguna promesa más pequeña  que el paraíso sería capaz de hacernos salir sabiendo que no vamos a volver nunca. Sólo un horizonte infinito es capaz de acoger ese loco vuelo.

Por esta razón, el fracaso y la decepción forman parte del necesario desarrollo de una buena vocación. Si nunca se presentan, o bien es que no hemos encontrado ninguna voz o bien la voz que nos hablaba no era más que nuestro narcisismo. Al primer día, el de la promesa imposible, debe  seguirle un segundo día, el de la promesa traicionada: «Yo decía: “Por poco me he fatigado, en vano e inútilmente mi vigor he gastado”» (49,4). El siervo de YHWH tenía que restablecer la justicia, abrir “los ojos de los ciegos”, “liberar a los presos”, sin desanimarse. Pero el exilio babilonio es largo y duro, el derecho y la justicia en la tierra cada vez están más lejos. El pueblo está desanimado, no consigue abrir los ojos y los prisioneros no son liberados. El profeta se desalienta. En el profeta va ganando cuerpo la sensación, que poco a poco se convierte en certeza, de haberse cansado en vano, de haber gastado las fuerzas “inútilmente”, de haber vivido en un gran “vacío”. Este segundo día de la vocación, necesario e inscrito en el primero, es el momento decisivo de toda vocación profética, donde muchas vocaciones auténticas se rompen. Entonces el segundo día se convierte en el último, y marca el final del camino sin haber llegado al “primer día después del sábado”.

En algunos casos el fracaso y la desilusión se expresan en relación a sí mismos, a sus propios errores, pecados y limitaciones, y fácilmente derivan en depresión espiritual y psíquica. Otras veces se acusan y maldicen las palabras de la promesa del primer día. Como Jeremías o como Job, maldecimos el día de la primera seducción, cuando fuimos hechizados con el encantamiento, cuando un elixir venenoso mató nuestra juventud. De un modo u otro, la serpiente muerde el árbol de la vida y lo seca.

Pero el canto del siervo no termina con el día del desánimo: «Dice YHWH: “Poco es que seas mi siervo, en orden a levantar las tribus de Jacob, y de hacer volver a los preservados de Israel. Te voy a poner por luz de las gentes, para que mi salvación alcance hasta los confines de la tierra”» (49,6). Es como si dijera: la tarea que tú percibías como tuya era demasiado pequeña; tú has sido llamado a mucho más. Es cierto que no has conseguido restaurar las tribus dispersas de Jacob, ni conducir al resto de Israel a la patria. Pero ese no era el contenido de tu vocación. Era una tarea imposible, pero demasiado pequeña. Era imposible porque era demasiado pequeña.

Sin embargo, si miramos de cerca la naturaleza de las vocaciones proféticas de ayer y de hoy, la paradoja se disuelve. Muchas vocaciones se bloquean y muchos profetas se pierden porque, cuando llega el segundo día del fracaso, no logran entender que lo que se apaga no es su vocación sino únicamente su interpretación  de la vocación. Creían que la Iglesia que había que reconstruir era la iglesia de San Damián en Asís, que se habían desposado con un resucitado, que debían fundar una nueva comunidad carismática. En cambio, el fracaso del segundo día a veces permite entender que la Iglesia que hay que reedificar es otra; que el esposo no es el resucitado sino el crucificado, porque cada vez que el crucificado resucita vuelve a ser clavado en una nueva cruz; que sólo desde esas cruces resucita, y que sólo allí puede ser encontrado, abrazado y desposado. Y descubrir que basta con fundar una simple tienda, a cuya sombra aprender al fin el oficio de vivir y después, el último día, el de morir; que la luz que desprende la llama de una humilde tienda puede ser luz para las naciones, y que sólo una tienda movible puede alcanzar los confines de la tierra. Las luminarias de los grandes templos que construimos son demasiado luminosas y no nos dejan ver, ni a nosotros ni a los demás, la luna y las estrellas.

El canto de los profetas continúa cuando en el día del gran fracaso logran comprender que lo que parecía una derrota sólo era el don de una libertad más grande. No era un jaque mate a la existencia, sino el comienzo de la verdadera encarnación de las palabras que habían anunciado: «¡Aclamad, cielos, y exulta, tierra! Prorrumpan los montes en gritos de alegría» (49,13).

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